viernes, 14 de agosto de 2015

La "GRAN VÍA" y el "GRAN VÍA". Cuando el artículo lo cambia todo.


Hay sustantivos que pueden cambiar de sentido con solo cambiarles el artículo que los acompaña. De todos es sabido que las gentes marineras denominan a su medio natural “la mar” mientras que los visitantes de interior van de visita a otro lugar llamado “el mar”. ¿Son la misma cosa? Obviamente. Pero no es igual cómo se siente la palabra. Otro ejemplo son “la oliva” y “el olivo”. No entraremos en la discusión de si es correcto o no denominar “oliva” al fruto del árbol jaenero por excelencia pero sí que disquisicionaremos el hecho de que para los que atesoran alguna, esos árboles son “las olivas” mientras que para los demás son solo “los olivos”. Pequeños matices que suelen pasar inadvertidos pero que impregnan el lenguaje con su toque emocional.

Y pasemos al meollo de estas palabras hilvanadas tras un reciente paseo por ese reducto de historia de Madrid que es la Gran Vía. La Gran Vía, en femenino, es la avenida que ha estado en el corazón de Madrid desde hace 105 años. Pero en masculino, “El Gran Vía”, es un hotel. También con mucha historia a sus espaldas y que sigue, incólume, inasequible al desaliento, en su emplazamiento señero frente a la antañona Telefónica.




Si hay personajes con los que me parece poder tropezar a los largo de cualquier paseo por la Gran Vía, estos son Ava Gardner y Ernest Hemingway. De mi especial predilección por aquel “animal más bello del mundo” ya he dejado en ocasiones buena crónica en artículos y blogs. Acercarme a Chicote, hoy desvaído, e intentar atisbar por sus cristales la presencia de la artista rodeada, bien de Sinatra al rescate, de Cabré al ataque o de cualquier anónimo transeúnte con el que sorber hasta la última gota de los alcoholes más variados, es todo uno.



Quizá esa historia de Ava y Chicote es muy conocida y no merece más comentario que el regocijo interior de su recuerdo pero el caso de Hemingway está más oculto en las trincheras de la historia. He de advertir que la palabra “trinchera” no está traída de forma literaria. Es literal. Y aquí conectamos con ese sentido “masculino” antes mencionado. El hotel Gran Vía, hoy Tryp Madrid Gran Vía, acogió al escritor estadounidense mientras escribía sus célebres crónicas sobre nuestra guerra civil. Su cafetería, ese mirador que aun permite atisbar el ir y venir de nuestra civilización turístico-occidental, fue el lugar elegido para pergeñar esos retazos periodístico-literarios tan útiles para conocer nuestros pasos por la historia reciente. Hemingway se alojaba un poco más abajo, en dirección Callao, en el tristemente desaparecido hotel Florida, solar hoy absorbido por El Corte Inglés tras haber sido ofrecido por Galerías Preciados al dios consumo allá por los sesenta.



Del Florida al Gran Vía, apenas unos metros, van los pasos de Hemingway y su pluma dispuesta a la disección de la dolorosa realidad del momento. Y del Gran Vía, el hotel, van los míos hacia el Madrid que me encanta pasear, el del centro saturado, el de los bancos, en acepción de grupo, de turistas enloquecidos, el del tráfico feroz camino de todas y de ninguna parte… Un Madrid que, sin embargo, empequeñece cuando la tranquila y renovada paz del Gran Vía, el hotel, repito, te deja relajar cuerpo y espíritu entre sus apaciguadas habitaciones.

Quizá, en ocasiones, me pasa como a Hemingway (The night before battle) y ese lugar de ruido infernal, la Gran Vía, “me pone furioso” a pesar de que me gusta sumergirme en él con cierta –bastante- periodicidad, pero enseguida saltas a la vida cultural de la ciudad, arte, teatro, música y el regreso a las recientemente remozadas, renovadas y puestas en valor estancias del Gran Vía te pone, cuan móvil en cargador, en situación de recarga permanente para, en apenas horas, volver a ejercer de explorador selvático urbanita.



La experiencia empieza cuando, en un hall luminoso con indicadores que te trasladan a mundos lejanos, cercanos y “mediopensionistas”, la sonrisa de Tamara te invita a subir al mirador que te ha correspondido, vistas inmejorables que Hemingway apreció en su día y que te dejan soñar que eres, como el Di Caprio de Titanic, el rey “de la Gran Vía”.



Cuando, tras el reparador descanso en unas excelentes camas nuevas, mullidas y jugosas (de juego, de gusto y de acogedores sueños) te dispones a reponer las fuerzas con un desayuno destacable y completo te hallas frente a la oficiante de esa ceremonia nutritiva: Belén, con su sonrisa y su buen ánimo te eleva a la categoría de huésped vip con solo un gesto, con un Buenos días o un cariñoso abrazo al descubrirte entre los recién llegados.



Ignoro si Hemingway se llevó del personal del Gran Vía el buen recuerdo que expresó, por ejemplo, de los camareros de Chicote que “merecen mi respeto porque conseguían evocar atmósferas agradables” pero en mi caso esa sensación de sentirse como en casa se cumple perfectamente. Y si Hemingway conoció en sus alrededores a Martha Gellhorn, periodista de la que se enamoró, también el Gran Vía fue uno de los escenarios de mi Luna de Miel días antes de partir hacia la bella Italia con mi Ana del alma. En la historia personal parece haber escenarios hábilmente dispuestos por el destino para servir de fondo a diferentes lances, andanzas y peripecias. El Gran Vía, sin duda, es uno de ellos y, en atención a su trayectoria, a su situación, al alegre siseo de su vida diaria, a la paz de su renovación y al exquisito trato de sus gentes, no me cabe más que recomendarlo a viajeros irredentos, turistas indecisos, visitantes de todas las distancias y adictos al Madrid más genuino. Allí nos vemos.