miércoles, 15 de diciembre de 2021

"Paso al Noroeste" Un viaje a la comarca noroeste de Jaén. Una ruta histórica de rico patrimonio cultural.

 



Abróchense los cinturones, colóquense las mascarillas, respiren hondo y lancémonos como si nos dirigiera King Vidor hacia ese “Paso al Noroeste” que va a ser nuestra meta, aunque conviene recordar, como en el viejo adagio, que la verdadera meta es y será siempre el camino, el conocimiento y la interacción con las gentes que por él avanzan. Nos toparemos con grandes personajes de la historia y con aun mas grandes personas “de a pie”, trabajadores a la sombra del olivo milenario, de la cerámica enamorada de la mano y el corazón que la forma, gastrónomos de pro, defensores de la industria que, tal vez, agoniza a la espera de tiempos floridos, comerciantes de hatillo y mostrador, soñadores esforzados, jaeneros de alma altiva y luchadores con sangre y sudor mezclado con la lágrima pero con la sonrisa anclada en un merecido futuro al alcance de la mano.

Comenzamos. La ruta se abre camino por el sur. Jabalquinto, tierra alta que se mece sobre el altozano. Libre de encrucijadas, abierta a la historia. La senda solo conduce a su esencia. No es ave de paso sino destino final. Quizá una de las más desconocidas de la comarca a pesar de atesorar algún interesante guiño a los siglos pasados. Jabalquinto fue un enclave musulmán que controlaba y defendía el vado del Gualdalquivir. Su nombre se relaciona con la batalla de Quantix, que nos contó el Condestable Iranzo -que nos acompañará en muchos momentos del camino- y que acaeció por aquellos lares en 1009 terminando con la derrota de los musulmanes. Aun hoy se divisan los restos del castillo de Estiviel o Las Huelgas, cuyos muros, ajados por el viento de la historia nos llevan hasta Fernando III que lo conquistó allá por 1224. También este monarca aparecerá de nuevo en el sendero de este noroeste que nos espera. Otra parada imprescindible es el Palacio de los Benavides, hoy Ayuntamiento. Y no podemos abandonar el pueblo sin acordarnos de la llegada de Jorge Manrique al Palacio ya que una de sus hijas contrajo matrimonio con un hijo de Juan de Benavides, señor de Jabalquinto. Un soplo de brisa literaria que puede envolvernos paseando por las calles jabalquinteñas dándonos ese toque poético que tanto entusiasma al viajero. 

Avanzamos y divisamos Linares a la derecha y Bailén a la izquierda. Este último nos mece, de nuevo, en el campo de batalla: Baecula. Aquí vence Escipión a los cartagineses dando pie a la expansión romana en Hispania. Visitó la zona Alfonso VII en 1155 junto con otra de nuestras paradas, de la que hablaremos después: Baños de la Encina.  En el XV nos topamos - ¡helo aquí! - con el Condestable Iranzo que vivía ocasionalmente en el Castillo de Bailén desde el que organizaba cacerías e incluso corridas de toros. Pero hablar de batallas en Bailén es hacerlo de la que le ha dado fama universal. Las tropas de Napoleón, al mando de Dupont, fueron vencidas por vez primera y ello fue posible por el empuje de los generales Castaños y Reding, otro hito con que apuntalar la historia de este noroeste jaenero.

Imprescindible asentar en la mochila unas piezas de la exquisita alfarería de la ciudad, una cerámica de calidad cuyos hornos proyectan el calor de quienes miman la arcilla al compás de sus propios latidos.

Linares, encrucijada de caminos, se asienta sobre un pasado de esplendor minero ya desaparecido. Su nombre podría derivarse bien del “Luni arae” (Altar de la Luna) de los romanos o del “Linarum” latino. Curioso trenzado entre Luna y Lino, cielo y tierra, que da a la zona su peculiar tinte histórico como sucesora del afamado Cástulo, capital oretana.

Lamentablemente el tejido industrial asociado a la minería del plomo, plata y cobre se fue deshaciendo a lo largo de los últimos años incluyendo factorías de renombre como Santa Ana. El nombre de Land Rover Santana estuvo íntimamente ligado al transporte en el campo español durante décadas. La malhadada situación económica se ha cebado especialmente con Linares. Esperemos que, cuan ave fénix vuelva a ser lo que siempre fue como motor de la provincia.

Sobre Bailén y Linares aparece Guarromán. Quizá el peculiar nombre de esta población es lo que la hace aparecer en distintas webs -es la sede de la Asociación Internacional de Pueblos con Nombres Feos, Raros y Peculiares- pero eso no debería hacernos olvidar la belleza de su origen: Guadarromán, luego Guarromán, procede del árabe “Wadi-r-rumman”, que significa “el río de los granados”. Su sola mención ya nos llena de aromas indescriptiblemente sutiles, de emociones prendidas a la orilla del paso de los tiempos. La localidad fue fundada dentro del proyecto de colonización de Sierra Morena impulsado por Carlos III en 1767. Los primeros colonos fueron alemanes y belgas, aunque también franceses, italianos, austrohúngaros y suizos, además de familias catalanas, valencianas y gallegas. Hablaremos de este monarca y de sus planes de colonización en breve ya que toda la zona creció a su amparo.

Su situación, en el Camino Real entre Andalucía y Madrid, fue importante en cuanto a su desarrollo, impidiendo, por ejemplo, que en la ruta abundaran los salteadores y bandoleros. Y por esos senderos seguimos nuestro particular “Paso al Noroeste”. A aquellos protagonistas primigenios del film del que hemos tomado el título, Spencer Tracy, Robert Young, Walter Brennan o Lloyd Bridges podemos encontrarlos en la imaginación del viajero encarnando a los distintos monarcas, comendadores o colonos de la zona llenando la pantalla de una historia rica y efervescente que nos ha llevado a ser como somos. Guiños de la historia que se nos antojan balizas señalando futuros progresos.

Carboneros nos espera apenas a un tiro de piedra. De nuevo Carlos III, Olavide y su Fuero de Población son los artífices de esta localidad. Estamos en Sierra Morena y los olivos nos abrazan, si cabe, con más fuerza, con ese vigor que nos hace crecer a su sombra, y nos acompañan hasta nuestra nueva localización: La Carolina.

Ya su nombre nos da pie a pensar en el impulsor del Fuero de Población. En efecto, La Carolina debe su denominación a Carlos III, aunque en principio se llamó “La Peñuela” por un convento de carmelitas del lugar. La ciudad fue elegida como capital de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y se diseñó con ese estilo de “tablero de ajedrez” que permanece en el trazado de calles y plazas.

El plan de las nuevas poblaciones dio pie a la creación de cuarenta y cuatro pueblos y once ciudades. Su fin era, como dijimos antes, limpiar de bandidos los caminos, pero también, y especialmente, explotar adecuadamente la tierra, generar así riqueza y preparar el establecimiento de más de diez mil colonos extranjeros, (antes mencionamos su procedencia) asegurando la ruta Madrid-Cádiz que recogía la práctica totalidad del tráfico de mercancías del nuevo mundo.  Aunque el proceso comenzó con Fernando VI se asentó con Carlos III cambiando el original proyecto de contratar obreros alemanes y flamencos para América del Sur por la de traerlos a Sierra Morena a indicación de Olavide.

Acompañan a La Carolina otros núcleos cuya denominación vuelve de nuevo a colocarnos en las páginas de la Historia con mayúscula: Navas de Tolosa, La Fernandina y La Isabela. Estas dos últimas dejan bien a las claras su origen y de las Navas de Tolosa, en el entorno cercano de Santa Elena poco podemos decir que las crónicas no nos hayan detallado ya. La batalla que lleva ese nombre, acaecida en el fácilmente recordable 1212, enfrentó a tropas castellanas de Alfonso VIII de Castilla, aragonesas de Pedro II de Aragón, navarras de Sancho VII de Navarra y voluntarios del Reino de León y del Reino de Portugal contra el califa almohade Muhammad an-Nasir. El ejército cristiano, arropado por Inocencio III, participó en lo que podríamos denominar como cruzada hasta el punto de concederse indulgencias a los participantes. Su triunfo se considera el culmen del proceso de la Reconquista y desde ese momento se va produciendo paulatinamente el declive del dominio musulmán.

Caminamos ya por Despeñaperros y, al hilo de las Navas de Tolosa, hemos de dejar nuestros pasos en Santa Elena. De nuevo un nombre que tiene raíces inmersas en la historia y no solo por las curiosas pinturas rupestres que conserva, aunque en mal estado. Una iglesia dedicada a la emperatriz madre de Constantino, famosa por sus aportes a la iconografía cristiana, daría nombre a la población quedando Santa Elena como patrona y alcaldesa perpetua de la localidad.

Algo más a la derecha llegaremos a Aldeaquemada. Y en ella oiremos el rumor de la cascada de La Cimbarra entre jaras y encinas. Un lujo para los sentidos. También lo es, y muy especialmente, el imponente castillo de Baños de la Encina. Los baños hacen referencia a las muchas aguas subterráneas que recorren el territorio y la encina nos deja una leyenda en la que la Virgen María se apareció sobre este árbol. Curiosa conjunción de apelativos que se unen al de Burgalimar, nombre del castillo que ha hecho famosa a la localidad siendo considerado el más antiguo y mejor conservado de Europa, concretamente erigido en el siglo X. Una vez mas aparece en nuestro camino Fernando III que lo conquista en 1225 pasando a la Orden de Santiago. Por aquel entonces el pueblo pertenecía a Baeza. Solo en 1626 se “independiza” y obtiene el título de villa.

Nuestro compañero de viaje, el condestable Lucas de Iranzo, aparece de nuevo en relación con este castillo ya que, en 1458, en mitad de los enfrentamientos de los nobles castellanos, Enrique IV le cede la fortaleza al condestable, lo que no fue bien aceptado por la población La decisión provoca el rechazo y malestar de la población hasta que la situación se revierte años después.

Qué mejor lugar que este castillo para completar nuestro particular “paso al Noroeste”. Desde su atalaya divisamos no ya el paisaje sino el devenir de los siglos. También los hemos observado claros y diáfanos desde el altozano jabalquinteño, principio y fin de la ruta que nos ha emplazado a dejarnos los sentidos, las huellas y las miradas en estos bastiones de nuestra esencia. En la pausa, unas migas, unos andrajos con liebre, un remojón, unas gachas, la pipirrana, un guiso de venado o de conejo, unas aceitunas de cornezuelo o un hoyo -o canto- empapado de buen aceite de oliva virgen extra.

El viajero, atiborrado de buenas viandas para el cuerpo y de esencias históricas, culturales e instructivas para el alma, sigue su camino. Jaén y su extensa, rica, suculenta y diversa multiplicidad siempre tendrá algo nuevo que ofrecerle. La tierra, la luz, el verde amanecer de los olivos, el fiel sillar de la historia o, tal vez, el guiño emotivo de un futuro al alcance de la mano. Sin olvidar el sonido lejano del romance que alguien, tiempo ha, dejó entremezclarse con la brisa de los olivares…

 (Publicado en DIARIO JAÉN el 15 de diciembre de 2021)

 

 

martes, 7 de diciembre de 2021

La conjunción perfecta: Lorca, Gibson, Bernarda, y Poncia.

 


Bernarda, la gran Bernarda de nuestra literatura, la que Lorca hizo brotar de la realidad transmutándola en mito, pasó hace escasas semanas por nuestro Jaén. Nos dejó ese poso que solo Federico era capaz de imprimir en sus historias, en sus personajes, en la mirada, latido y sentimiento de quienes disfrutamos, sufrimos y nos hacemos mil y una preguntas tras ese reflejo en el que nos obliga a navegar sacando los remos que guardamos en lo más profundo.

Bernarda Alba no termina cuando cae el telón. El personaje y su círculo, como en esas ensoñaciones en que los libros cobran vida cuando los aparcamos, momentánea o perennemente, en la estantería de lo releído, vibran más allá de lo que Lorca dibujó. Su existencia no puede resistirse a seguir. Y nosotros no podemos permitirnos abandonar a esos personajes que nos restriegan sin piedad las mil y una facetas que nos hacen brillar o sumirnos en la oscuridad de lo que somos.

Bernarda y Poncia se asoman al universo de nuevo. Ha pasado el tiempo y la luz ajada de sus huellas, ausencias y lágrimas late sin pausa llenando el escenario y, también, nuestra ansiedad por compartir su peripecia vital.  Los dos personajes se enzarzan en el difícil enfrentamiento de lo que sabemos que fue, lo que creímos entender, lo que solo se esbozó, lo que imaginamos sin apenas constancia y lo que, sorpresiva y dramáticamente, nos aclara la realidad, el poso que las hizo crecer, desmoronarse, construirse máscaras y veladuras o “expirarse” hacia dentro como afirma Bernarda en esa “continuación” que tan precisa y ajustadamente ha escrito Pilar Ávila -que además la interpreta junto a Pilar Civera- y que nos asombra, aturde y emociona.

Traiciones, tragedias, secretos, confesiones se dan la mano para dibujar el futuro intuido de dos personajes, Bernarda y Poncia, que viven frente a nosotros su postrer dialogo, su entrega final, ese estertor que las coloca en un universo tan lorquiano que se hace difícil desentrañar dónde empieza y acaba Federico y nace y crece Pilar Ávila como madre de esa dramaturgia que, dirigida por Manuel Galiana -otro grande de nuestro teatro- se representa actualmente en el Lara madrileño.

Hasta allí nos llevó ese gusanillo de los escenarios hace apenas horas. Y, quizá por esa cercanía en el tiempo, la sombra de Bernarda y su “fiel” Poncia nos siguen acompañando sin que sus miradas hayan dejado de seguirnos.

Pero la sorpresa no había terminado con el disfrute de unas interpretaciones magníficas, un texto sublime y un montaje memorable. No. El encuentro con Bernarda, con Lorca en suma, nos tenía preparado otro momento remarcable. Sabido era que la obra cuenta con la aquiescencia y el soporte del afamado historiador y estudioso de García Lorca, Ian Gibson. Algún que otro artículo y comentario conocíamos al respecto y, por ello, cuando unas butacas más allá descubrimos que Gibson asistía a la misma representación no pude resistir el impulso de acercarme, saludarle efusivamente y agradecerle su labor. Exquisito en el trato y con esa peculiar voz dada al acento inglés ya casi desvanecido, compartimos unos instantes en los que la conjunción Bernarda-Lorca-Gibson nos atrapó como si el giro solemne de las constelaciones, literarias por supuesto, adoptara una velocidad mareante y dejara cada uno de los poros especialistas en el disfrute del buen teatro, abiertos y dispuestos para ser penetrados sin piedad por la fiereza de una Bernarda ajena a la imagen que de ella tenemos, por las investigaciones de Gibson y por el soplo siempre presente de un Federico redivivo que posa su mano, su sonrisa, sobre sus personajes, libres ya, autónomos, sencillamente vivos para siempre. Quizá como él mismo.

La representación terminó. Los aplausos atronaron la sala y la magia se refugió, de nuevo, en el corazón de quienes ya sabemos mucho más de Bernarda y de Poncia. Las actrices se retiraron tras los focos. El fresco de la noche nos acogió a todos mientras Gibson avanzaba solo calle abajo. Se diría que susurraba casi en silencio, quizá con una sombra bajo la farola de la esquina. Nos miramos y supimos que aquel reflejo sobre los adoquines era Federico.

“Silencio, que nadie diga nada” pareció que nos decían -así se subtitula la obra- cuando la distancia era ya parte de la noche. Y nada dijimos. Bernarda y Poncia estaban escuchando…

Pedro A. López Yera (Publicado en DIARIO JAÉN el 7/12/2021)

viernes, 17 de septiembre de 2021

La profunda libertad de la NADA. (En el centenario de CARMEN LAFORET)

 



Allá por los primeros ochenta, en una de las muchas Bibliotecas escolares en las que establecí mis cuarteles de invierno -el verano, ya se sabe, es territorio vacacional para el gremio- me topé, tras una inveterada capa de polvo ancestral, con una cuidada edición de NADA, de Carmen Laforet. Era el clásico volumen de la Editorial Destino con su sobrecubierta blanquecina con letras rojas y tapas enteladas al estilo del momento. Confieso que, de entrada, el apellido Laforet me sonaba más al cine y a la canción. Me vinieron a la mente los ojos claros -cosas del blanco y negro- de Marie Laforet en lugar de la autora del libro, Carmen, con la que compartía el apellido apeando el circunflejo. En aquel momento sentí el irrefrenable impulso de acariciar aquellas tapas sedosas y dejarme llevar por el aroma de sus hojas, incomprensiblemente casi vírgenes, ahondando en los pasos de Andrea, la protagonista de la obra.

Nunca he podido averiguar si en algún momento de mi vida profesional elegí las Bibliotecas colegiales como refugio y bastión o, por el contrario, fueron ellas las que me eligieron en una finta del destino de la que ya no pude, ni quise, desembarazarme.

En aquel momento, en una de ellas, cuando ya el horario tocaba a retirada y ningún chavalín merodeaba por las estanterías, Carmen Laforet pasó a formar parte de mi imaginario personal y literario. Por un instante me sentí inmerso en un viaje a través de sus palabras, casi como en la personal confesión de la protagonista al inicio del libro: empezaba una aventura agradable y excitante al caer “la profunda libertad de la noche”.

En alguna de las escaramuzas universitarias de Andrea la imaginaba con la frescura insolente de Marie Laforet y confieso que nunca vi a la protagonista como Conchita Montes a pesar de haberla encarnado en la película de Edgar Neville. Gracias a la providencia no vi el film hasta pasado muchos años y, por tanto, poco o nada influyó en mi percepción de personaje. Luego supe que la censura fue implacable con la película y que más de media hora desapareció del metraje. Algún día tengo que entretenerme en discernir cuáles fueron los pasajes eliminados.

También se eliminan, cambiando ya de tercio, las ilusiones y anhelos de Andrea cuando llega a Barcelona con la juventud en ristre y la mirada abierta. El escenario oscuro, los personajes atormentados, la miseria reinante y el agobio al que se ve sometida dan un giro a su vida. Llegará después una pseudolibertad de la que tendrá que aprender a base de errores y, especialmente, un enfrentamiento entre su lóbrego modo de vida y el de la, digamos, burguesía, encarnada por su amiga Ena. Pero no hagamos spoiler. Andrea se enfrenta a avatares diversos hasta que todo cambia de nuevo: “De la casa de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces”. Con esa frase nos sitúa en la Barcelona que apenas un suspiro antes había sufrido la Guerra Civil y sus desastres. Aribau, una calle en la propia Laforet había nacido y que le sirvió de escenario e inspiración para la obra. Y he ahí otro hito en mi relación con NADA. Apenas unos metros más allá, enfrente del número 36, encontró mi hija Alba uno de esos pisos compartidos desde los que ir ampliando el horizonte profesional e ir subiendo en los escalafones del empleo. Se diría que desde su balcón se podía divisar aquel otro en el que Laforet soñaba con Andrea. Una cuadratura más del círculo que empecé a dibujar en aquella Biblioteca recoleta y casi deshabitada.

Carmen Laforet alcanzó la gloria con esa novela. Le llovieron los premios en aquellos difusos años cuarenta y también ciertos reproches quizá por su juventud. Eran los tiempos en que también Camilo José Cela nos dejaba su Pascual Duarte, que, salvando las distancias, quizá comparte con NADA cierta violencia y sordidez dadas por el dramatismo rural en un caso o mas urbano en otro.  

La gris España de Posguerra es un decorado atroz en el que los personajes luchan y quizá todo ello forma parte de ese desasosiego, de esa angustia vital con que identificamos a Carmen Laforet. Ella, en su peripecia vital, fue adquiriendo un envoltorio introspectivo, a la búsqueda tanto de sí misma como de una nueva novela que alcanzar el éxito de NADA. 

Su boda con un crítico literario, sus cinco hijos, su papel de ama de casa “sumisa” al estilo del régimen, no impidieron, sin embargo, que su pluma siguiera inquieta y bulliciosa. Llegó así “La mujer nueva” en la que, curiosamente, aparece la transformación de una “mala mujer” madre soltera en sierva del Altísimo. Era su vuelta al catolicismo imperante después de unos años en los que se definía como agnóstica. Desgraciadamente Carmen fue poco a poco dejando de escribir, quizá por el miedo a no alcanzar de nuevo el éxito de NADA. El agónico terror al folio en blanco del que tantas veces se hacen eco los escritores, le hizo preparar las maletas y huir en muchas ocasiones. En una de ellas, en Roma, Rafael Alberti cuentan las crónicas que le insistió mucho en que tenía que explotar su talento y regalarnos muchas mas obras. Carmen, ante la imposibilidad de hacerlo, sufrió cambios en su carácter y fue volviéndose taciturna mientras se encerrada en sí misma. Además, las dificultades económicas, ciertas envidias de los círculos literarios y su manera de verse en un ambiente en el que se sentía extraña la arrastraron a un retiro voluntario que nos privó de su ingenio y agudeza.

Ahora celebramos en centenario de su nacimiento allá por 1921 y su NADA sigue tan vigente como en aquella ceremonia del NADAL -curiosa coincidencia- en que fue aclamada su peculiar forma de ahondar en el mar de las apariencias, de hurgar en las convenciones sociales de un momento difícil, de dibujar cierta iconografía de un nacionalcatolicismo feroz y de dejarnos en su mirada clarividente la verdad, la esencia de la vida, de la NADA.  Lástima de tantas obras incompletas víctimas de su afán de perfeccionismo. Hoy vuelvo a imaginar el acariciar aquellas tapas de la edición de DESTINO y siento el latido de Carmen Laforet junto al de aquel maestro joven que una vez, hace tanto tiempo, las recolocó en las cansadas estanterías de la biblioteca escolar. Era la profunda libertad de la noche. La profunda libertad de la NADA.

(Ilustración: Collage personal con imágenes de la red)

 

 

martes, 24 de agosto de 2021

Consultas catódicas para pandemias mundiales. (En homenaje a nuestros médicos/as, enfermeros/as y personal sanitario)

En los tiempos de esta pandemia que no parece tener la más mínima intención de abandonarnos “a nuestra suerte”, hemos tomado conciencia, si es que no la llevábamos inscrita en lo más profundo de lo cotidiano, de esos personajes que, tras una mesa, una camilla, o un quirófano nos abren las puertas de la vida, nos extirpan el germen del desastre y nos “tatúan” la buena salud incluso por encima de la suya propia. Son los genéricamente denominados “sanitarios”, desde médicos a enfermeros pasando por auxiliares y demás personal de intendencia en clínicas, centros de salud, hospitales y consultas.

La bata blanca, azul o verde, es algo más que un uniforme. Es como una clave, un guiño, una llave hacia la confianza y a la seguridad. Es algo a lo que aferrarse, una luz que nos guía cuando todo parece fallar y la enfermedad, en cualquiera de sus posibles acepciones, llega a nuestro cuerpo y, en este caso, al de nuestros amigos, vecinos y demás habitantes del planeta.

En nuestro imaginario íntimo existen imágenes que nos vuelven a tiempos en que “ir al médico” nos producía un infantil desasosiego unido indefectiblemente al brillo maligno de una aguja horadando el tapón de goma de un vial o al sabor indescriptible del “palo de polo” con que despejaban el camino hacia la amígdala inflamada allende la lengua.

Luego, en la tranquila convalecencia, las tardes de tele blanquinegra nos acercaban a otras consultas catódicas y en ellas, para regocijo de nuestras abuelas, madres y hermanas mayores, aparecían fornidos y guapetones médicos que lidiaban con enfermos de todo tipo y condición en aquellas series inolvidables. Una de ellas, estrenada aquí a principios de los setenta,” Centro Médico”, traía a nuestras casas al doctor Gannon (Chad Everett) y sus ayudantes. Otro personaje muy recordado es “Marcus Welby M. D.” (Robert Young) que tenía su consulta en California, también a principios de los setenta, junto con el Dr. Killey (James Brolin). Welby era el médico cercano y casi bonachón con el que todos quisimos “enfermar”. Contemplaba el entorno y circunstancias del enfermo y no solo los síntomas con que acudían a su consultorio. Todo un hito en las series “de médicos” del momento junto con “Dr. Kildare” (Richard Chamberlain) a quien luego conoceríamos por “El pájaro espino”, aunque aquí se ocupaba más de los cuerpos que de las almas.

Echando atrás el reloj y asomándonos a la dura vida de los habitantes del viejo oeste americano nos encontramos con la consulta del Dr. Baker (Kevin Hagen) en “La Casa de la pradera” también a mediados de los setenta lidiando con los Ingalls y con todo Walnut Grove. Otra figura clave en el sentimiento que un médico podía inspirarnos en aquellos episodios cargados de dulzona complacencia. Baker siempre estaba dispuesto a ayudar en un parto, auscultar a un caballo o enderezar el brazo roto de un mozalbete rebelde. Por aquellas tierras también pasaba consulta la “Doctora Quinn” (Jane Seymour), una facultativa de Colorado Springs y que nos llegó en los noventa. Un moderno toque de feminismo en el salvaje oeste que presentaba a una mujer bastante adelantada a su tiempo y que empatizaba con todas las causas humanitarias a las que los guionistas la enfrentaban semana tras semana.

Sobrevolándonos, en un espacio indeterminado y profundo, la nave U. S. S.  Enterprise, de “Star Trek”, al mando del Capitán Kirk también contaba con su departamento médico. Ahí estaba el doctor McCoy (DeForest Kelley), director médico de la Flota estelar, con su cargamento de sentimientos “humanos” contrapuestos casi siempre a la disciplina lógica del Sr Spock. McCoy, siempre atento a la salud física y psíquica de su tripulación era, por cierto, bastante reacio a las tecnologías a pesar de viajar en semejante nave. Aquello de “teletranspórtame, Scotty” no le hacía demasiada gracia y los artilugios con que contaba parece que tampoco. “Star Trek” nació en los sesenta, aunque sus tentáculos aún permanecen vivos en las pantallas y, más aún, en los recuerdos de varias generaciones que no olvidan que en sus inicios en nuestro país la conocimos como “La conquista del espacio”.

En tierras patrias, aquellas “Crónicas de un pueblo” también contaron con su médico de cabecera. Concretamente don Francisco (Paco Marsó) y don Cipriano (Arturo López) que se encargaban, como el resto de personajes, de contarnos las bondades de la vida cotidiana de Puebla Nueva del rey Sancho a través de la mano de Antonio Mercero, el que luego navegaría por el “Verano Azul” que sigue en pantalla siglos después. Curiosamente el actor Emilio Rodríguez fue el maestro de “Crónicas de un pueblo” y el médico de “Verano Azul”, don José.

Llegarían después “Farmacia de Guardia”, también de Mercero, “Médico de familia”, con Emilio Aragón y “Hospital central”, otros puntales de las series españolas de temática “sanitaria” aunque con más incidencia en el lado humano de sus protagonistas.

Las cadenas americanas siempre han confiado en los temas médicos para sus series de impacto. Recordemos “Chicago Hope”, “Urgencias”, “Doctor en casa”, “House”, “Sin cita previa”, “Hospital”, “Spìn City”, “Anatomía de Grey” o “Doctor en Alaska” por mencionar solo algunas. Pero el toque de aquella “pandilla” del 4077 Hospital de campaña móvil en la Guerra de Corea, es imbatible. Estamos en territorio de “M.A.S.H.” donde el sentido del humor parecía la mejor medicina para enfrentarse al horror del conflicto bélico.

La gran pantalla tampoco dejó al margen a la profesión médica. Desde “Despertares” hasta “El médico” pasando por “Patch Adams”, “En estado crítico”, “Planta 4ª”, “Murmullos en la ciudad” o “¿Qué me pasa, doctor?” abren el camino para llegar a espejos de la realidad que nunca pensamos que tendríamos frente a frente: “Contagio”, “La amenaza de Andrómeda”, “Paciente cero”, “Estallido”, “Doce monos”, “Train to Busan” o “Soy leyenda”. Películas en las que nos vemos reflejados en este tiempo aciago de cuarentenas, toques de queda, pandemias, contagios y virus desmelenados por doquier. Y ahí, en mitad de ese universo de terror cercano, de miedo a relacionarnos incluso entre nosotros, están los médicos, los enfermeros, las gentes que luchan en primera línea contra el invasor. Ya no estamos ante una pantalla. Ese cúmulo de guiones han saltado a la vida real como en aquella película de Woody Allen, “La rosa púrpura de El Cairo”. Atraviesan la fantasía y se convierten en pesadilla cercana, en peligro real. Como quizá les sucedía a los esclavos de la caverna de Platón, los personajes de la película creen vivir en la realidad y sólo cuando salen de la pantalla se percatan de que la realidad es otra muy distinta. O es al revés y somos nosotros los que vivimos un guion que nadie nos consultó y sufrimos en propia carne, nunca mejor dicho, los avatares de un tiempo que solo nos imaginábamos dentro de una pantalla.

La mano extendida de nuestros sanitarios, su aplomo, dedicación, esfuerzo y apoyo nos permite seguir y tratar de ver un resplandor en mitad, o al final, de esta travesía en la que hemos desesperado una y otra vez descubriendo nuevas variantes cuando ya pensábamos tener la victoria vacuna en mano o, mejor, en brazo.

El aplauso que una vez les dedicamos no se lo llevaron los malos vientos pandémicos, sino que rebrota cada vez que los tenemos delante. Que su espejo nos sirva para, también nosotros, mantener viva la cautela y sabernos protagonistas de nuestro propio futuro sin esas alharacas vanas y estúpidas con que, en ocasiones, nos encontramos. Cuidémonos y así cuidaremos a los demás. Hagámonos uno con el otro sabiendo que nuestra salud depende de la de él y viceversa. Quedan muchos episodios de esta serie en la que somos personajes importantes. No los estropeemos. Nos va la vida en ello.


domingo, 25 de julio de 2021

Las gafas de Carey. Un cuento...."miasténico"

 

La Asociación de Miastenia de España convocó la primera y hasta el momento única edición del certamen literario sobre la MIASTENIA GRAVIS bastante antes de que la pandemia del Covid nos sumiera en esta especie de limbo en el que nos encontramos. “Las Gafas de Carey”, original de Pedro A. López Yera, docente, poeta, escritor, colaborador de DIARIO JAÉN y afectado de esta enfermedad, obtuvo el primer premio nacional entre un elevado número de textos presentados. En el relato se repasan los sentimientos, síntomas y circunstancias que pueden acompañar a esta dolencia, clasificada como rara o de baja prevalencia a través de la mirada de un paciente y de su relación con la farmacéutica que le sirve la larga lista de fármacos que conlleva el tratamiento.


 


LAS GAFAS DE CAREY

Pedro Antonio López Yera

Rosa se apoyó en el mostrador de su vieja farmacia como siempre hacía cuando un cliente se marchaba. A pesar de estar rodeada de medicinas, como ella misma se repetía a menudo, las vértebras de su espalda no estaban enteradas de semejante amenaza. A veces, cuando era un mozalbete ruborizado quien acababa de marcharse con la cajita de preservativos en el bolsillo o quizá una muchacha cargada de recetas, ella, Rosa, los miraba con cierta envidia, como si se reconociese en aquella nueva generación tan distinta, por otra parte, de la que vivió allá por el siglo pasado, según se encargaba de comentar no sin cierta ironía cuando se reunía con alguna de sus amigas en la rebotica.

Aquella tarde Rosa notaba especialmente una punzada a la altura de las dorsales. No había hecho ningún esfuerzo, pero el mal tiempo solía jugarle aquellas malas pasadas. Iba a sentarse en una butaca de tela abollonada que la había acompañado en sus sucesivas farmacias cuando la campanilla de la puerta sonó de nuevo.

-Buenas tardes, señora. Rosa se volvió hacia el mostrador. No conocía a aquel hombre. Nunca había entrado antes en la farmacia.

-Buenas tardes. Parece que el tiempo está un poco revuelto ¿no cree?, se aventuró a decirle sin dejar de mirarle a la cara. Rosa pensaba que es en los ojos donde está el alma. Son los ojos la puerta de nuestros pensamientos, solía decir siempre que la ocasión lo propiciaba. No obstante, aquel señor –ya tenía edad suficiente para llamarlo así- llevaba puestas unas gafas de sol. Rosa las observó con curiosidad. Eran de un modelo muy antiguo, aunque sus amigas hubieran dicho que eran clásicas. La montura era de carey, estaba claro, y el cristal tenía un reflejo verdoso que a Rosa le recordó los paisajes brumosos de su juventud junto al mar. Quizá su amiga Maruja, muy moderna ella, hubiera aplicado a aquellas gafas esa palabra que siempre le costaba mucho recordar. Ah, sí, “vintage”, se dijo mientras se oyó a ella misma preguntar:

-Usted dirá, caballero. ¿En qué puedo servirle?

-Si fuera usted tan amable, traigo estas recetas, le dijo, abriendo una carpeta pequeña, de cartón azul de gomillas.

Rosa las cogió despreocupadamente y se dirigió a la estantería donde, de forma primorosa, tenía organizado todo el material. No quería que aquel hombre lo notara, pero no dejó de mirarle mientras buscaba los medicamentos repitiéndose mentalmente los nombres… Mestinón, un inmunosupresor, omeprazol, un corticoide…

-No es usted de por aquí ¿verdad?, le dijo al cliente cuando volvió con las manos llenas de cajas y comenzaba a cortar los códigos para pegarlos en cada receta.

-Acabo de llegar. Tengo una casita que siempre fue de mi familia, aunque hace mucho tiempo que está vacía. El hombre, al decir esto, se giró y señaló a través del cristal del escaparate, que ya empezaba a tener dibujadas las primeras gotas de lluvia, hacia una de las calles perpendiculares a la plazoleta donde estaba la farmacia.

-Rosa sonrió complacida. No era un cliente de paso, de los que a ella nunca le habían gustado. Los clientes, decía, son como tu familia. Los conoces, sabes sus dolencias, distinguen cómo están con solo cruzar el umbral de la farmacia…

-Son siete euros y cuarenta y seis céntimos, señor.

La antigua caja registradora emitió un pitido cuando Rosa la cerró tras haber colocado las monedas en sus respectivos compartimientos, pero la vieja farmacéutica no le prestó atención. Sus ojos seguían a aquel hombre por la calle Tránsito camino de su casa.

Los muelles de la butaca floreada también emitieron un sonido peculiar cuando Rosa se sentó. Sin saber el porqué, aquella visita había conectado algunas neuronas que ella pensaba ya retiradas de la circulación. Entornó los ojos y dejó que el sonido de la lluvia la envolviera. La luz estaba gris, como invitando a recogerse al calor del hogar. Y, no le cabía duda, aquel establecimiento era su hogar como antes lo habían sido otros.

Rosa revivió su primera farmacia, allá en el pueblo de sus padres, sus primeros contactos con aquellas medicinas ya desaparecidas en la actualidad; Su establecimiento de la capital, en la Avenida Principal, donde se daban cita las ”autoridades” como ella denominaba a cualquiera que llevara uniforme o trabajara en el Ayuntamiento. Luego, -una lágrima furtiva la delató- llegó la Farmacia/Ortopedia que inauguró con su flamante esposo. -¿Por qué te fuiste, Manuel? -murmuró ensimismada.

Su mente pasó rápida, como de puntillas, por encima de aquel mal recuerdo. Ya estaba allí, en aquel pueblo recio, de la Castilla profunda y perdida. No habría podido explicar cómo acabó en aquel lugar, pero tampoco a nadie le importaba, se dijo.

El aguacero fue aumentando en intensidad. Las gotas golpeaban el escaparate y la alfombrilla de la puerta empezó a empaparse con el agua que se filtraba por debajo. Rosa miro el reloj. El tiempo había pasado muy rápido envuelto en sus recuerdos. Se levantó y colocó el cartel de “CERRADO” mientras giraba la llave y miraba hacia la plaza. Mañana será otro día, pensó.

Los días pasaron con su rueda cotidiana, los jarabes para los niños refriados, los tratamientos de Don Remigio, las curas para los pequeños accidentes caseros, las mil y una recetas que extendía Doña Carmen, la doctora de cabecera. Rosa, por encima de la rutina diaria, miraba hacia la puerta cada vez que sonaba la campanilla. Aunque ni ella misma podía comprenderlo, esperaba ver a aquel hombre de las gafas de carey. Aquellos cristales verdes en los que creía verse reflejada cuando aún era una mozuela con toda la vida por delante.

-Buenos días, doña Rosa. La anciana se volvió y dejó de ordenar el estante de los antigripales. No podía creerlo, pero era él.

-Buenos días. Ya pensé que no iba a volverle a ver. Este es un pueblo pequeño y…

-Desgraciadamente, -el hombre hizo una pausa- me verá usted bastante a menudo. Yo…

Rosa observó que le costaba hablar. Era como si arrastrara algunas sílabas.

-Tranquilícese, los farmacéuticos también somos como médicos, o como sacerdotes, o como psicólogos. Puede usted confiar en mí, don… Rosa hizo una pausa intencionada para que el visitante le dijera su nombre.

-Me llamo Rrr… El hombre se esforzó en continuar, pero no pudo. Hizo un gesto a Rosa con la mano, como diciéndole que esperara un momento y se frotó el entrecejo metiendo los dedos entre el puente de las gafas de carey. Rosa observó fugazmente sus ojos y encontró algo extraño que, en un primer momento, no pudo distinguir con claridad.

-Ramón. Me llamo Ramón Álvarez, para servirla, señora.

Rosa respiró aliviada. Le despachó las recetas. Mestinón, el corticoide, el inmuno…

-Vuelva cuando quiera. No hace falta que venga a comprar. Ya ve usted que esta farmacia es muy tranquila, al igual que el pueblo. Charlaremos si le parece bien. Puede consultarme algún problema que tenga, en fin, quiero que se sienta como en casa.

-Es usted muy amable, doña Rrr…. El hombre volvió a atrancarse y, cuando pudo continuar, su voz estaba confusa, más nasal.

-No se esfuerce, hombre. Se lo digo de verdad. Si quiere, pásese esta tarde y tomamos un café. Todavía recuerdo una vieja receta de bizcocho que me enseñó mi madre, aunque solo lo disfrutan mis amigas de vez en cuando. Ya se las presentaré un día. ¿Se anima?

Ramón la miró a través de su filtro verde de montura de carey. Rosa no lo sabía, pero él la veía con un halo alrededor, como si su figura estuviera desdibujada, doble. Dudó un instante, pero se decidió.

-Vendré.

Rosa sintió un escalofrío recorriendo su columna vertebral. Hasta sus dorsales parecieron fortalecerse mientras aquel hombre, Ramón –ya tenía nombre- se alejaba de nuevo hacia su casa.

-Debí suponerlo, dijo Rosa mientras repasaba un ajado libraco –así lo llamaba Maruja bromeando- para recordar a qué dolencia correspondían los síntomas que había observado en Ramón. ¡Es Miastenia Gravis! se dijo. Es una enfermedad rara, pero aun recuerdo que Manuel me habló en ocasiones de ella. ¡Ay, Manuel, qué sola me dejaste!, susurró en un hilo de voz mientras devolvía el libro a la estantería y se dirigía, diligente y emocionada, hacia la cocina para preparar el bizcocho.

La tarde llegó enseguida. Ninguna de sus amigas pudo venir o, al menos, eso es lo que le dijo a Ramón cuando llegó con exacta puntualidad. En realidad, no llamó a nadie. ¿Maruja en mitad de su reunión? ¡Ni hablar!

Ramón llegó, como siempre, con sus gafas de carey. Rosa se acercó a saludarle y volvió a mirarse en aquellos cristales oscuros, verdes como el musgo de las cortezas de los árboles. Le gustó su imagen tanto como el hecho de que él estuviera allí.

La rebotica olía a café. Era un aroma espeso, cálido, que se unía al dulce efluvio del pastel recién horneado.

La butaca de tela abollonada estaba apartada en un rincón. Rosa había colocado junto a la mesa redonda, dos sillas adornadas con unos cojines que ella misma bordó en los interminables ratos libres que las tardes le dejaban.

Ramón se sentó frente a ella, de espaldas a la puerta. Se le notaba nervioso. Rosa hubiera querido disfrutar de sus ojos, entrar por ellos a sus más íntimos pensamientos, pero solo se veía a ella misma en aquel marco de carey.

-Puedes quitarte las gafas, Ramón. Sé que quizá tendrás el párpado caído y que me verás con cierta dificultad. ¿Es así? No seas tonto, hombre. Aunque me veas como una venerable anciana, soy farmacéutica y aun sé distinguir los síntomas que veo a mi alrededor. ¿Miastenia?

Ramón no contestó. Levantó la mano derecha y, despacio, se quitó las gafas. Rosa las vio acercarse a la mesa, pero ya no se interesó por ellas. Ahora estaba mucho más dispuesta a adentrarse en la mente de su nuevo amigo.

Ramón tenía, en efecto, una ligera ptosis en el ojo derecho, pero Rosa no se fijó demasiado en ella. Sus ojos se cruzaron con los de él, negros y penetrantes, e instantáneamente supo que podía confiar en aquel cliente, en aquel vecino inesperado que apareció en su farmacia una tarde de lluvia.

- Creo que te toca la pastilla de Mestinón ¿no?

Muchas tardes repitieron aquella liturgia. En ocasiones el bizcocho se transmutaba en rosquillas, otras en galletas caseras con frutas glaseadas. Y siempre, por encima de todo, la conversación, el recuerdo, la mirada al pasado y al futuro. Todo un mundo que Rosa supo descubrir en el universo verde de unas gafas de carey.


(El cuento se ha publicado en DIARIO JAÉN)

sábado, 19 de junio de 2021

Una doña Emilia "berlanguiana" (En el centenario de Luis García Berlanga y Emilia Pardo Bazán)

 


Con un sentido que casi podríamos calificar ya de entrada como “berlanguiano” los gurús de las efemérides nos han brindado este 2021 la celebración de dos centenarios que bien pudieran estar unidos por íntimas connotaciones de esas que beben de lo más característico de nuestra sociedad, de nuestra esencia.  Luis García Berlanga nacía el 12 de junio. Emilia Pardo Bazán moría el 12 de mayo. Todo ello en aquellos inicios de los “locos veinte”, en 1921 concretamente. Apenas un soplo del calendario impidió que coincidieran por estos lares. Aun así, con todos los perdones que fuera menester hemos de reconocer un cierto aire “berlanguiano” -volvemos al adjetivo- en doña Emilia. Siempre se dijo que fue muy adelantada en todo. También, por supuesto, en poder adherirse a la concepción que mucho más adelante impulsaría don Luis.

La Pardo Bazán se nos aparece como ferviente devota católica, pero al mismo tiempo como feminista bastante radical para los cánones de su tiempo. Y del nuestro. En su currículum encontramos además pinceladas carlistas, toques de antiliberalismo a pesar de sus orígenes y borbotones de libertad personal poco asimilados por sus contemporáneos. Nunca quiso identificarse profundamente con carlistas o liberales ya que se desengañó de lo que ambas posturas proclamaban. Eso de “pensar por decreto” nunca fue con ella. En alguna de sus entrevistas comentó, al hilo de lo que opinaba Virginia Woolf que “si no puedo ser una ciudadana activa, ni votar ni ser votada, no me pidas que me afilie a ningún partido”. También es de sumo interés recordar los consejos que recibió de su padre: "Mira, hija mía, los hombres somos muy egoístas, y si te dicen alguna vez que hay cosas que pueden hacer los hombres y las mujeres no, di que es mentira, porque no puede haber dos morales para dos sexos". Obviamente, doña Emilia siguió al pie de la letra esas sabias palabras paternas. En su obra “La Tribuna”, por ejemplo, narra el caso de una mujer en la fábrica de tabacos de La Coruña, líder de “las cigarreras” que lucha contra las largas jornadas laborales y los sueldos, siempre más bajos que sus compañeros masculinos.

Otro episodio bastante berlanguiano, por cuanto marca un punto de rebelde extrañeza en el momento, es aquel en que se vio inmersa en la compra de armas en Inglaterra para introducirlas subrepticiamente por la frontera de Portugal en favor de la causa carlista.

Su vida personal, separada, madre de tres hijos y escritora en un mundo de hombres le acarreó distintas inquinas. Ella afirmaba que "Me he propuesto vivir del trabajo literario no siendo dependiente y este propósito, del todo varonil, reclama en mí fuerza y tranquilidad". La sociedad no lo veía así y se recuerdan cancioncillas en extremo crueles como la que le dedicó un crítico literario: "Trasto viejo de desván, envuelta en polvo de rosas, mala madre, mala esposa, eso es la Pardo Bazán”.

Otra de sus obras, que pudimos disfrutar en el Festival de Otoño de Jaén hace unos años y que marca de nuevo su rumbo como defensora de igualdades entonces no puestas sobre la mesa, fue “Insolación”. En ella, una viuda se abre de nuevo al amor y doña Emilia nos coloca a hombre y mujer en el mismo plano para arremeter contra la doble moral sexual. En su vida privada también tuvo que hacer frente a las habladurías que conllevó su relación apasionada con Benito Pérez Galdós.

Doña Emilia no fue admitida en la Real Academia y se llegó a afirmar, en una soflama machista inaceptable, que no entró porque “su culo no cabía en el sillón”. Otra situación que si no fuera dolorosa podría formar parte de un amargo guion de Berlanga.

Don Luis incluye siempre en sus guiones, amén de la sempiterna cita austrohúngara a los eclesiásticos o los militares y toques de índole sexual o familiar. Y todos esos aspectos, salvo el jocoso histórico, nos podrían acercar a la vida de la Pardo Bazán. El director reflexiona en su obra, en voz alta y sin cortapisas -salvo cuando llegó el corte censor- sobre hombres y mujeres, sobre seres que, en el caso de ellas están privadas de libertades y en de ellos se ven arrastrados por el ambiente social al que parecen aplaudir pero que, en el fondo, también les crea inseguridades y dudas.

Doña Emilia podría entrar, y sin calzador, en esa definición de algo extraña, por su libertad y pensamiento, exagerada, por su forma de ser y ofrecerse como autora, con un punto esperpéntico quizá no buscado, inusual por su avance en el tiempo, pero posible y real. Y esas palabras, según algunos críticos definen precisamente lo berlanguiano en tanto en cuanto cala, crea sentido de cultura y es poroso impregnando al lector, al espectador, a la sociedad. España, dicen, es berlanguiana por naturaleza. Doña Emilia, no me cabe duda, también. Ese toque insólito para su época, esas contradicciones, ese punto humorístico y costumbrista son elementos esenciales para comprender un tiempo, para avanzar sabiendo las bases de las que se parte, para reconocernos a nosotros mismos.

Emilia y Luis nunca coincidieron, nunca pudieron mirarse, nunca intercambiaron ideas u opiniones. Pero el manto berlanguiano los une en estos centenarios que ahora celebramos. Doña Emilia, don Luis, que vuestras obras nos sigan guiando por el proceloso mar de la cultura, por el océano berlanguiano en el que nos reflejamos.

Publicado en DIARIO JAÉN el 20 de junio de 2021

domingo, 30 de mayo de 2021

MORONI. Un relato, un niño, una mirada que te llegará al corazón.

 Este relato ha obtenido el primer accésit en el certamen literario ARTESANOS DE LA PAZ: LO EXTRAORDINARIO DE LO ORDINARIO EN MAYO DE 2021.

MORONI.                                                                                                         Pedro A. López Yera

Lali se asomó, cautelosa y sonriente, al dormitorio de sus hijos. Alberto se había instalado, meses atrás, en un Colegio Mayor para cursar sus estudios universitarios. Jaime, el pequeño, se había hecho dueño y señor del cuarto en que ambos crecieron. La pelea por la litera de abajo ya era historia.

Quizá por eso a Lali le extrañó que, ante la llegada de Moroni, Jaime no reivindicara “sus” derechos. Ahora, mecidos por el claroscuro de la persiana entreabierta, ambos irradiaban esa tranquilidad que tan difícil era de alcanzar cuando estaban despiertos.

 

*****

 

-Mamá, mamá, a Moroni le pasa algo, -le estaba diciendo Jaime mientras le tiraba del brazo.

- ¿Qué sucede? -contestó Lali aún entre sueños.

- Ven rápido, anda.

 

*****

-Haz que callen, mujer. No puedo concentrarme en guiar la barca.

La voz aguardentosa de aquel individuo áspero y despiadado golpeó las lágrimas de Ayana y la impulsó a apretar aun más el cuerpo de su pequeño contra su pecho en un vano intento de ahogar sus gemidos. Moroni, asustado y tembloroso, miraba alternativamente a aquel hombre y a su madre con los latidos del corazón a punto de convertirse en tambores de los que tanto disfrutaba allá en su aldea.

-Trae de una vez.

Mientras pronunciaba aquella sentencia, el hombre arrancó al niño de los brazos de Ayana y lo arrojó al oscuro oleaje sin contemplaciones.

-Ya no nos molestará más. Hay que llegar pronto a destino.

Moroni intentó descifrar la oscuridad que les rodeaba, pero solo acertó a divisar el pequeño bulto blanquecino de las ropas de su hermano hundiéndose en un mar que se le antojó abierto como las fauces de cualquier fiera a las que tanto temía.

Entonces gritó…

 

*****

 

-Moroni, Moroni, despierta. -Era Lali intentando consolarlo mientras lo abrazaba con la ternura que aquel niño le inspiraba.

-Mamá, dijo Jaime, lleva gritando y llorando en sueños un rato. Por eso te he despertado.

-Has hecho bien. Seguro que era una pesadilla…

 

*****

 

El alarido de Ayana le hizo volver la cabeza. La oscuridad se reflejaba ahora en el tenue resplandor que hacía mas visibles las lágrimas que se mezclaban con las salpicaduras del agua circundante.

- Cállate, o…

Moroni extendió sus manos hacia Ayana en una mezcla de búsqueda de ayuda y de consuelo no solo para él sino también para ella. Aquel hombre intentó apartarlo con furia sin que el resto de pasajeros de la frágil embarcación hicieran nada petrificados por el miedo.

Ante el desconsuelo de su madre, Moroni miró a aquel hombre y se lanzó hacia él con toda la furia que su pequeño cuerpo era capaz con tan mala fortuna que tropezó en una de los travesaños de madera y cayó sobre una mujer sentada frente a Ayana. Al verlo, ella se levantó y trató de cogerlo.

El hombre la miró e, imaginando que se dirigía hacia él, empuñó el tosco remo que llevaba en la mano y la golpeó una y otra vez. Ella cayó hacia atrás dando varios traspiés. En un extraño giro, con la cabeza ensangrentada, avanzó descontrolada hacia el lado contrario de la borda y cayó al agua sin que nadie pudiera impedirlo ni intentaran ayudarla.

Moroni gritó y trató de acercarse, pero el hombre interpuso el remo en su camino.

- ¿Quieres acabar como tu madre? -Siéntate y calla. -Y vosotros, ya habéis visto. No me temblará la mano para poner orden. Si queréis llegar, silencio y tranquilidad.

 

*****

 

- Moroni, despierta. Ya ha pasado todo, tranquilo. Lali notaba el rápido latido del corazón del niño mientras lo apretaba contra ella intentando darle su calor, su ánimo, su amor casi maternal.

 

*****

 

El niño abrió los ojos sobresaltado. El frío de la noche y el miedo que seguía teniendo adherido a su piel a pesar del tiempo transcurrido se empezaron a desvanecer entre el cálido regazo de Lali y la caricia de Jaime alisándole el pelo alborotado tras el agitado sueño.

- Gracias, señora. He tenido mucho miedo. -Dijo con un hilo de voz.

- No me llames señora, por favor, Moroni. Ya te lo he dicho muchas veces.

- Es que… Moroni empezó a llorar de nuevo desconsoladamente.

- Cálmate, por favor. Aquí estás a salvo con nosotros.

-Me acuerdo de mi madre y de mi hermano.

- Lo sabemos, pero no sufras más. Ahora estamos contigo.

*****

-Si están de acuerdo, firmen aquí, por favor. -Les dijo el funcionario.

-Por supuesto, afirmó Lali mientras empuñaba el bolígrafo con una mezcla de emocionada determinación y de alegría a punto de descontrolarse.

- El niño les espera en la habitación de al lado. Todo está preparado.

- Muchas gracias, -contestó Lali apretando la mano de Jaime que asistía al acto complacido tras una larga conversación con su madre.

 

*****

 

- ¿Preparado para el cole? -dijo Jaime frotándose las manos imaginando el día que le esperaba junto a Moroni. -Mamá, qué suerte que nos hayan puesto en la misma clase, -dijo dirigiéndose a Lali.

-Claro que sí, hijos míos, -exclamó Lali incidiendo, no sabía si a propósito o dejándose llevar por la situación, en esa palabra que se le antojó una de las mejores que podía tener en su vocabulario.

-Moroni se acercó despacio hacia ella rodeando la mesa en la que todavía humeaba el cacao caliente, la rodeó por la cintura con sus brazos y, en un suspiro de voz, le dijo:

- ¿Puedo llamarte “mamá”?

Y, Lali, con las lágrimas aflorando al balcón de la bienaventuranza, le apretó hacia ella y contestó:

-Claro, Moroni, claro que sí.

Jaime, que observaba la escena también emocionado comentó:

- Oye, mamá, ayer busqué en internet el significado de Moroni. Y ¿sabes qué encontré?

-Moroni quiere decir felicidad. (*)

 

(*) "Moroni" procede de "Oundroni", que significa “Felicidad”. Islas Comoras. Sureste de África.