Fúlgidas instantáneas de voces.
(En el 70 aniversario de la liberación del campo de Auschwitz-Birkenau)
(El texto que sigue es un extracto del libro de viajes inédito titulado DE LOS TATRAS AL ETNA que recoge nuestros viajes por Polonia y Sicilia. El capítulo narra las aventuras "del viajero" por Auschwitz y lo traigo hoy a la luz en homenaje a las víctimas del campo y de la locura nazi en general. El título, Fúlgidas instantáneas de voces, se refiere al mural de fotos de judíos exterminados que puede verse al entrar al campo y está tomado de un verso de C. Miralles).¿Quién volverá a mirar aquella fotos,
a sentir en ellas la luz de agua apagada?
¿Quién escuchará de nuevos vuestras voces?
Fragmentos de voces huidizas
y ardientes.
Tú que ahora vas entregando su ceniza
al encendido viento,
sobre la tersa, honda, tierra negra.
sin más rumor que el dolor en el aire…
(Carles Miralles. Instantáneas fúlgidas de voces). Adaptación.
El viajero, nervioso, dejó su alma
recorrer apresuradamente el camino. Por delante del verdor circundante del
sendero. Más allá de la marcha del autobús. Él quería llegar pero, a la vez, un
extraño y duro sentimiento de miedo escondido le atenazaba las entrañas.
Estudiando la historia, leyendo, viendo
las innumerables versiones cinematográficas, saboreando dolorosamente los
documentales, el viajero siempre había desarrollado un especial interés por la
etapa nazi. Nunca pudo comprender del todo las motivaciones de un régimen capaz
de las más altas degradaciones que la historia ha conocido, casi al mismo nivel
que los horrores de Stalin y la macabra sombra soviética.
Ya intentó el viajero obtener
información in situ en su recorrido por la Alemania resurgida, aquella para la
que el muro ya solo es como una inmensa galería de arte moderno. Pero no pudo.
Los nuevos alemanes guardan muy dentro de si las atrocidades del pasado. Y
quizá hacen bien.
En fin, quedaban escasos kilómetros para
llegar al viejo Auschwitz. La imagen de las películas con los trenes
atravesando la puerta del campo se agolparon frente a las ventanillas del
autobús. Al fin éste se detuvo y el viajero ya no pudo más.
A pocos pasos, frente a él, se habían
desarrollado las más inimaginables torturas, la degradación más corrupta y
abyecta. Un poco más y estaría en el infierno…
Nada más entrar en el recinto, antes de
llegar a la “puerta”, una placa recuerda que “aquellos que no son capaces de
recordar su historia, quizá estén condenados a repetirla de nuevo”… Un escalofrío recorre de nuevo la espalda del
viajero al imaginarse sumido en episodios semejantes.
Al fondo, frente a un prado muy bien
cuidado, se alzan las edificaciones de ladrillo rojizo. Antaño barracones de
presos judíos.
No eran los barracones de madera a los
que el cine nos ha acostumbrado. El viajero interroga a la guía y descubre que
el campo de Auschwitz eran en realidad dos campos, el primero, en el que nos
encontrábamos y el de Birkenau a apenas dos kilómetros y pico del anterior.
La gran puerta atravesada por los trenes
en “La vida es bella”, por ejemplo, es la de Birkenau. Y la verja electrificada
sobre la que nace un letrero en hierro forjado con la leyenda “El trabajo os
hará libres” es la puerta principal de Auschwitz.
El
viajero pasea por los edificios rojos de Auschwitz y por los barracones de
madera de Birkenau y trata de no revivir las vibraciones que cada uno de sus
pasos va generando. Hay un pequeño monumento a modo de urna que recoge las
últimas cenizas que los rusos encontraron en Auschwitz cuando lo liberaron. Una
pequeña hornacina que recoge flores, mensajes y lazos con las banderas de todos
los países, de todos los que han pasado por este lugar y han querido dejar una
señal de dolor, un aviso para navegantes, una muestra de sincera solidaridad
con aquellos que dejaron su vida en las piedras del campo.
Y alrededor, una muestra museística de mil y una atrocidades.
El viajero se estremece –no encuentra un
verbo más descriptivo- ante la montaña de maletas y equipajes que una vez
contuvieron las esperanzas de familias enteras. Aun se perciben, escritas con
tizas blancas, las direcciones, los nombres… unas señas de identidad que
dejaron de ser algo tangible tras atravesar la puerta del campo. Hay fechas escritas con mano trémula en las
maletas. Días que se esperaban al final del trayecto, momentos a recordar,
quizá el nacimiento de alguno de los niños que vieron la luz por primera
vez dentro del campo y que acabaron directamente
en el horno o –estos tuvieron al destino de cara- en las manos ansiosas de
familias alemanas, arias naturalmente, cercanas al poder hitleriano. Familias
que no podían tener hijos directamente y que obviaron por un momento el origen
–poco ario- de aquellos bebés que robaron a unas madres desesperadas que ya
habían sobrepasado todos los umbrales conocidos del dolor.
Y sus fotos, esas instantáneas fúlgidas de voces con
que el viajero ha titulado esta crónica. Fotos de miradas que quizá creyeron
que todo no se había perdido todavía. Ojos que esperaban ver, en su inocente
caminar, aquel nuevo mundo que los alemanes les habían prometido y para el que
–el viajero no salía de su asombro- les hicieron comprar un billete antes de
subir a los trenes.
Pero nada fue así.
Se les asesinó. A algunos nada más
llegar. Quizá estos tuvieron suerte. A los demás se les obligó a un trabajo
extenuador en unas condiciones cuya sola mención es inhumana.
Y cuando ya no podían soportar el ritmo
agotador sin comida y sin descanso, eran llevados a la ducha purificadora y
después al horno crematorio.
Desnudos, eso sí. Ya que había que
aprovechar la ropa, los dientes, el pelo, los útiles personales…
Es demoledora la exposición que el
viajero fue repasando poco a poco. Miles de quilos de cabello femenino, trenzas
que una vez alguna madre amorosa peinó con esmero, melenas de negro intenso que
alguna vez atrajeron las miradas complacientes de los jóvenes pretendientes,
pelo de mujeres que lo perdieron tras la vida.
Pero la maldad siempre tiene un punto
más en la rosca de la tuerca. Existen muestras de tejido que una empresa
alemana elaboraba con ese cabello asesinado.
Y miles de gafas de metal arrugado. Y cientos de prótesis de brazos y
piernas.
En otro expositor aparecen cepillos de
dientes, útiles de afeitar, cubiertos, ropita de bebé, trozos de vida congelada
que nunca volverán a ser reales. Zapatillas, zapatos de tacón, sandalias….
Todo, en realidad, sirvió para negociar
con la muerte. Las crecientes necesidades de la industria de guerra fueron
cubiertas por la población civil deportada de los países vencidos. Procedentes
de éstos, más de 20 millones de personas fueron esclavizadas -en su mayor parte
rusos y polacos- aportando pingües beneficios a las empresas que los empleaban
y a las SS. Los empresarios solían pagar entre 3 y 6 marcos por trabajador y
día a las SS, y estas apenas se gastaban 0,35 marcos diarios en la manutención. Cuando el prisionero había sido
reducido a un desecho humano, inútil para el trabajo, era liquidado, rindiendo
su último tributo al Reich: se comercializaba su grasa para hacer jabón, sus
huesos para fabricar fertilizantes, sus cabellos para la industria textil...
Sólo el campo de Auschwitz entregó 60 toneladas de cabello a la fábrica de
tejidos Alex Zink, como ya hemos dicho, que pagó por ellas 30.000 marcos; 7.000
kilos más, preparados para su envío, hallaron los soviético al ocupar el campo.
Hubo empresas que se constituyeron para aprovechar los últimos residuos
humanos, como Reinhard, que adquiría a las SS cuantas pertenencias de los prisioneros
pudieran ser comercializadas: relojes, cadenas, joyas, dientes de oro…
Todo se clasificaba, limpiaba, reparaba,
catalogaba, almacenaba. Luego se servían los pedidos a las empresas
interesadas. Fue particularmente beneficiosa
la venta de abrigos, botas, impermeables, jerseys y ropa interior de
calidad. Cuando los soviéticos entraron en los campos polacos hallaron, como ya
hemos comentado antes, miles de maletas,
perfectamente clasificadas con el nombre y dirección de las víctimas.
Pero todo no había terminado. El viajero
avanzó por las traviesas del ferrocarril hacia la puerta majestuosa de
Birkenau. Se fue acercando hacia la verja central. El corazón le latía fuerte y
galopante. Tras ella podían verse los barracones de madera. Las celdas donde
millones de judíos pasaron sus últimas horas, sus desoladores días perdida ya
su propia identidad como personas.
Y el viajero penetró en algunos de
ellos. Las literas de madera, por llamarlas de algún modo, las letrinas, el
suelo, el techo lleno de rendijas por las que silbaba el aire –gélido en la
Polonia invernal-…
El viajero respiró hondo y dejó su
mirada vagar por el horror.
En cada una de aquellas literas dormían
hasta ocho personas, cuando el espacio no parecía poder ser suficiente para
dos.
Una carga de paja sucia hacía las veces
de jergón. El viajero decidió pensar en las gentes que pasaron allí sus últimos
días y un nudo se le formó en la garganta. ¿Quiénes eran? ¿Cómo habían sido
seleccionados?
El viajero se acercó a aquellas maderas
que una vez sirvieron para poder descansar mínimamente a un puñado de judíos
inocentes. Y observó las letrinas colocadas en el centro del barracón. Vinieron
a su mente escenas apocalípticas mil veces vistas en el cine y la televisión y,
de nuevo, sintió ese escalofrío que ya notó al comienzo.
Desde la puerta podía ver todavía las
vías del tren. Por un momento escuchó las voces de los SS al bajar los
prisioneros de los trenes. Vio los grupos separados a derecha e izquierda. Oyó
a unos niños llorar…
El viajero trató de despejar su mente y
salió fuera del barracón. Un agradable viento fresco le golpeó la cara. Miró
hacia arriba y se encontró con la torreta que hay sobre la puerta del campo.
Una visión de todas las instalaciones y de las vías del tren, pensó.
Subió por unas pulcras escaleras hasta
el último piso de la torre. Desde allí la fascinación del horror se hizo
dolorosa. La simétrica colocación de los barracones, las torres de vigilancia,
las alambradas… Un mundo escalofriante en el que solo viven los fantasmas de
unas vidas perdidas sin razón ni motivo. Un escenario vacío en el que solo el
viento pasea de barracón en barracón.
¿O no?
Cuando el viajero revisó las fotos, en
una de ellas, realizada desde lo alto de la torre del campo, le deparó una
sorpresa curiosa. El flash había producido un reflejo en el cristal, justamente
en el lugar en el que las vías del tren confluían para llegar al campo. Quizá
los espíritus de los judíos siguen esperando un tren que les devuelva a sus vidas.
Un tren que devuelva un tiempo que, tal vez, nunca debió pasar…
Ya a punto de abandonar el campo, el
viajero descubre en Auschwitz el último de los pabellones antiguos del ejército
polaco que se usaron como barracones para los presos.
Dos barracones están unidos por dos
paredes de ladrillo, una hace de puerta de entrada a un patio interior que los
rodea. La otra es sencillamente un muro de contención…
Las ventanas de los dos barracones que
dan a ese patio están tapiadas con tablones de madera pintados de negro. El
muro que cierra el patio tiene una superficie que el viajero no logra
identificar en la que pueden observarse huellas de disparos. Debajo, junto al
suelo, un gran número de velas encendidas junto con banderas y lazos de
recuerdo indican al viajero la utilidad de aquella pared: es un paredón de
fusilamiento.
Sencillamente las ventanas que rodean el
patio son las dependencias donde se juzga a los judíos recién llegados.
Familias enteras pasan por las estancias que aun se conservan con el mobiliario
de la época, donde unos supuestos jueces emitían siempre el mismo veredicto:
muerte.
Unas mesas, retratos del Führer, unos
lavabos donde aun se amontona la ropa que debieron quitarse algunos judíos para
pasar al muro y ser fusilados.
Y las ventanas están tapiadas para que
los judíos que siguen en los edificios no vean lo que sucede. Además el
pabellón de la derecha es el lugar donde los médicos del tercer Reich efectúan sus macabros experimentos.
Estos dos últimos pabellones son la
esencia del horror. La muerte disfrazada de legalidad. El terror vestido de
bata blanca.
El viajero ve una escalera y trata de
huir.
Pero su huida no es más que a los
infiernos…
Los sótanos de estos pabellones son las
cárceles. Celdas pequeñas casi sin ventilación. Pasillos angostos con una luz
mortecina. Rejas continuas a cada paso. El viajero se siente oprimido, le
cuesta respirar. Mira por las pequeñas aberturas que hay a la altura de los
ojos y observa la siniestra limpieza de las celdas. Su impía soledad. Su falta
de alma.
Miles de personas se agolparon en ellas
solo hace…algunos años. Y murieron en el piso de arriba, fusiladas o
acribilladas por las jeringuillas de médicos sin escrúpulos.
El pasillo se estrecha en un momento
determinado. Una estancia algo mayor que una de las celdas ofrece un muro
semiderruido y por la parte de abajo tres puertas pequeñas de madera con
grandes cerrojos.
Son las celdas de castigo. Espacios
minúsculos de sesenta o setenta centímetros de lado en los que, sin posibilidad
de permanecer sino de pie, se podían colocar hasta seis y ocho personas que
solo podían entrar arrastrándose por la puerta mencionada que solo llegaba a
unos cuarenta centímetros de altura.
La museización del campo permite, a
través del muro derribado, entrar a una de las celdas y observar las demás.El
viajero no logra imaginar a ocho personas en el espacio que ocupa él
prácticamente. Y además, le comentan, la estancia en estas celdas de castigo
era de noche. Es decir, el judío trabajada de sol a sol y cuando terminaba su
jornada, lejos de volver al descanso de su barracón, era obligado a permanecer de
pie, junto con otros compañeros, toda la noche. Obviamente no duraba mucho en
esas condiciones.
El horno crematorio, la cámara de gas…
Aun quedaban al viajero las experiencias más terribles en su paso por
Auschwitz.
El camino hacia las cámaras está
jalonado por las horcas públicas donde los nazis ejecutaban a todos aquellos
que incumplían las normas o que
intentaban escapar. Una barra metálica en medio de una plaza junto a los
barracones. Placas conmemorativas
indican cuántas personas perdieron la vida en el recorrido que el viajero está
emprendiendo.
La chimenea se deja ver muy cerca.
Algunos pasos más y el viajero estará bajo las duchas por las que el gas Zyklon
B “limpiaba” los cuerpos de los prisioneros.
El paso de la luz exterior a la tenue
oscuridad interior hace que la escena sea absolutamente dantesca. Una sala
amplia, tenebrosa, iluminada con míseras bombillas, con paredes sucias de
colores marrones y grises… Unos agujeros en el techo. Una colección de latas de
Zyklon como si las acabaran de usar las SS…
La guía explicaba el recorrido,
cuantificaba el número de personas que habían muerto bajo nuestras pisadas. El
viajero no estaba escuchando. Solo miraba ensimismado alrededor. No sabía qué
pensar, qué decir… Las paredes podían dar vueltas o al menos eso le parecía.
Los turistas estaban desapareciendo. La sala estaba vacía. Sola. Inmensamente
sola. Pero llena de vida. La vida de quienes la perdieron. Los soplos últimos
en busca del aire sustraído. Los ojos
fijos en el hilo de gas que caía del techo.
Alguien llamó al viajero. Había que
seguir la visita.
Una puerta a la izquierda. Unos raíles
de los que el viajero no se había
percatado… Era el horno crematorio. Un horno con dos entradas, con
sendos deslizadores metálicos para empujar los cuerpos traídos en vagonetas
pequeñas desde la sala anterior. Un escenario muchas veces visto pero que al
natural impide cualquier comparación.
Podría notarse el chirrido del metal al
accionar el mecanismo que empuja a los cuerpos hacia las llamas nazis “purificadoras”
y el crepitar de los cuerpos desapareciendo lentamente bajo el crujir del
fuego.
El viajero necesita salir de nuevo.
Tiene que aprovechar la brisa que recorre las alambradas, que mueve las copas
de los árboles, que hace susurrar a los ladrillos rojos.
Quizá rojos también están sus ojos.
Y rojo es asimismo el destello que la
foto presenta al revelarse. Un juego de luz, un flash que despierta indecente
el sencillo sueño de las almas dormidas envueltas en la ceniza suave de su
propia existencia.
El viajero sigue las vías de las
pequeñas vagonetas. Le llevan a la libertad. Algo que no consiguieron las miles
de personas que dejaron su último suspiro en la sala que el viajero acaba de
dejar.
Nunca nada será igual, piensa el
viajero. Pero recapacita y recuerda las noticias de los telediarios y de pronto
comprende que el género humano nunca aprende. Que siempre hay alguien dispuesto
a repetir la atrocidad que otro cometió antes.
De hecho, el viajero tiene extensos
documentos que niegan este holocausto, que justifican los campos de
concentración, que tachan de ingenuos, cuando no de mentirosos a quienes creen
firmemente en la muerte de miles o millones de personas inocentes a manos de
unos seres supuestamente superiores, rubios y arios…
La humanidad siempre está en peligro. Y
el peligro no está ahí fuera.
(M Huezo. El ángel y las
fieras).
El viajero sube de nuevo al autobús.
Está conmocionado. Pudiera parecer que flota mecido por el recuerdo de la
ignominia, de la atrocidad, del horror revivido. La Humanidad está en peligro,
se vuelve a repetir. Todos podríamos ser las víctimas de nuevos holocaustos.
Siempre habrá un chaparrón que aplaste las flores tiernas que quisieron dar al
mundo su color y su fragancia. Siguen vivas en su retina las imágenes terribles
que acaba de ver pasar por delante.
Se sigue viendo entre alambradas
electrificadas, señales de ¡Alto!, torres de vigilancia, fotos de judíos
desaparecidos…
La carretera sigue avanzando en medio
del paisaje que el viajero ya conoce. La explanada que antaño era recorrida por
un fantástico nudo ferroviario es ahora cuna de una carretera comarcal sin
demasiada importancia. Solo los turistas asisten al santuario de la muerte, a
la exposición del horror. Hay convenciones de judíos, de investigadores, de
buscadores de nazis (¿O mejor, cazadores?), pero la vida está detenida en
Auschwitz. Nada ni nadie se atreven a profanar su ambiente. Incluso los
visitantes dejan de lado sus gritos y risas habituales para mantener el
respeto que el recinto merece. Que la
vida merece.
El viajero sigue escuchando, mientras se
aleja, los datos que ha ido recopilando de las explicaciones, de los carteles
explicativos, de su propio sentimiento personal… Quedó particularmente marcado
por la “higiene racial”, un concepto que hoy en día casi se cita en algunos
medios reaccionarios cuando se trata de combatir la llegada de inmigrantes
africanos o de otros lugares.
El vertiginoso desarrollo industrial y
urbanístico de la sociedad occidental creó una serie de problemas sociales:
hacinamiento, enfermedades sociales, etc. desde mediados del siglo XIX. Pero
curiosamente, no se culpó a las nuevas condiciones creadas por el
industrialismo de ser responsables. Los enfermos mismos, es decir, las
víctimas, pasaron a ser los culpables, por ser pobres y enfermos, pues eso era
una señal de su “inferioridad racial”, un signo de degeneración hereditaria. Se
creó una nueva “pseudo-ciencia” llamada higiene
racial, cuyos ideólogos fueron psiquiatras y antropólogos. Ellos
proporcionaron los instrumentos ideológicos para una solución biológica a un
problema que era eminentemente social. No era la enfermedad la que debía ser
eliminada, sino sus portadores.
Con la llegada de los nazis al poder en
1933, se crearon las condiciones para que estas ideas asesinas pudieran ser
puestas en práctica. Para empezar, se ordenó que cierta categoría de personas fuesen
esterilizadas a fin de que no pudieran reproducirse y propagar sus “taras
hereditarias”. Y en 1923 Hitler había anunciado que había que prohibir los
matrimonios entre alemanes y extranjeros, en particular con negros y judíos.
Según frase del propio Hitler, “Un estado que en una época de contaminación
de las razas vela celosamente por la conservación de los mejores elementos de
la suya, un día debe convertirse en el amo de la Tierra”.
Y, de la noche a la mañana, el médico
pasó a ser un asesino con diploma, autorizado no para curar sino para matar. Y
el ser humano dejó de ser un paciente: pasó a ser un “objeto” o un número
tatuado en el brazo.
Muchos médicos comenzaron a afiliarse al
partido nazi. Algunos que llegaron a la profesión llevados por el idealismo,
rápidamente sintieron las limitaciones que la ciencia les imponía. Se comenzó a
abrir paso la idea de que había no solo seres inferiores que deberían ser
esterilizados, sino que tenían que ser totalmente eliminados, porque eran
“consumidores innecesarios e improductivos” a los que habría que mantener hasta
que murieran naturalmente.
Ya durante los primeros años del régimen
nazi, se comenzó a realizar una profunda campaña por medio de carteles que
demostraban la cantidad de dinero creciente que el Estado debía gastar para
mantener a niños defectuosos, frente a sumas mucho menores que se dedicaban a
los niños sanos. El objetivo era claro. Si ese dinero se dedicara a los niños
sanos, estos podrían desarrollarse mucho mejor. Eran los enfermos y portadores
de enfermedades genéticas los culpables por esa situación.
En Septiembre de 1939, el mismo día en
que Alemania atacó a Polonia, Hitler firmó un decreto que autorizaba a los
médicos psiquiatras a solicitar informes a las instituciones para enfermos
mentales y entregar a aquellos, que a su juicio, no tenían una cura previsible
o no podían trabajar.
Luego, una comisión visitaba los
establecimientos y decidía quien viviría y quien moriría. Estos últimos
inmediatamente eran transportados a campos donde eran asesinados por medio de
gas. El proceso de matanza comenzó el 9 de octubre de 1939 y se prolongó hasta
agosto de 1941.
Sin embargo, las matanzas no cesaron,
sino que fueron suspendidas para tomarse un tiempo y estudiar nuevas medidas.
Se pensó en aplicar nuevos criterios de selección, incluyendo en las listas de
futuros candidatos para ser asesinados a los enfermos tuberculosos, personas
mayores incapaces de trabajar y que no podían permanecer mucho tiempo en un
mismo trabajo, aquellos que estaban detenidos legalmente por virtud de una
condena o aquellos de origen judío, es decir personas que como resultado de su
clasificación social o racial no necesitaban de ninguna resolución médica para
ordenar su asesinato.
Los enfermos y heridos traídos de los
frentes de guerra, los civiles víctimas de ataques aéreos, que también presentaban
serias perturbaciones mentales, fueron trasladados a instituciones para
enfermos mentales, donde se les dio muerte, no con gas sino mediante el uso de
sobredosis de tranquilizantes.
En Polonia a partir de 1942, se realizan
matanzas a escala industrial en Auschwitz-Birkenau o Treblinka. Allí, con
métodos totalmente industrializados se podía asesinar a millones de víctimas, a
las que conducían desde todos los rincones de Europa….El viajero puede dar fe
de ello….
Mientras sigue su marcha, en medio de las
canciones típicas de la Polonia profunda, el viajero escucha muy dentro el
himno que cantaban los judíos del guetto de Varsovia mientras se enfrentaban a
los alemanes. Una canción sentida y humilde que tiene su verdadero espíritu
oída en polaco y no en la traducción que el viajero ha podido encontrar…
No pienses que esta es la senda final,
porque el cielo gris tapó la luz del sol.
Ese momento ansiado llegará
y el clamor de nuestra lucha escucharán.
El canto por la angustia y el dolor
del trópico hasta el polo ha de sonar
y al regar con sangre nuestros pasos
la esperanza fuerte y pura crecerá.
La canción no es alegre, es canto de fusil,
ni es el aleteo del pájaro en libertad,
son palabras de un pueblo obligado a sufrir,
que con sangre y plomo un futuro escribirá.
porque el cielo gris tapó la luz del sol.
Ese momento ansiado llegará
y el clamor de nuestra lucha escucharán.
El canto por la angustia y el dolor
del trópico hasta el polo ha de sonar
y al regar con sangre nuestros pasos
la esperanza fuerte y pura crecerá.
La canción no es alegre, es canto de fusil,
ni es el aleteo del pájaro en libertad,
son palabras de un pueblo obligado a sufrir,
que con sangre y plomo un futuro escribirá.
La sangre de los judíos, de los polacos, no solo se derramó en los campos de batalla, en los campos de concentración… también –piensa el viajero- continuó derramándose en las mesas de experimentación de los médicos alemanes.
Recuerda el viajero, mientras el autobús se desliza bajo una lluvia incipiente, la historia del capitán médico Sigmund Rascher, poseedor del triste mérito de haber sido el primero en pedirle a Himmler que se emplearan seres humanos vivos en los experimentos de Auschwitz y de Dachau…
O, por ejemplo, el viajero comenta el particular gusto de los nazis por humanizar sus actuaciones:
Para evitar que pudiera ser enterrada una persona viva, se inventó el sistema de los camiones S. Con ellos además no hacía falta matar en las fosas de exterminio masivo ya que los judíos eran asesinados en el trayecto. Se trataba de camiones cerrados y cuando se ponía en marcha el motor, penetraba el gas en el interior del vehículo, para matar a sus ocupantes en un tiempo de diez a 15 minutos.
Se construyeron camiones S de varios tamaños, con capacidad para 15 o 20 víctimas. Sobre todo se utilizaba con mujeres y niños. Les decían que iban a ser trasladados, pero no les aclaraban que “al otro mundo”. Cuando subían, se cerraban las puertas y ya estaban en una cámara de gas rodante. Se sabe que se emplearon en Checoslovaquia y Polonia. El jefe de la GESTAPO informó de haber exterminado a 340 000 judíos con los camiones S.
Pero... los camiones S dejaron de fabricarse y hasta de usarse en menos de un año, por sus deficiencias y los múltiples problemas que originaron. Hubo quejas de chóferes y de hombres de los comandos, por sufrir fuertes dolores de cabeza, ya que absorbían gas al momento de abrir las puertas. Pero de lo que más se quejaban era de tener que sacar “aquellos cuerpos malolientes y llenos de inmundicia”
El viajero ya no puede soportar más la presión del recuerdo, la visión lejana que aun perdura en su retina y decide dejarse llevar por el sueño. Un sueño reparador, o al menos tranquilo.
Pero el descanso del viajero dura poco. Se agita en su asiento. El sueño le ha transportado a la Varsovia que acaba de conocer.
Unos oficiales de las SS se acercan a su casa. Los oye gritar por la escalera. Sus botas golpean con dureza la madera gastada.
Llegan hasta la puerta. Unos disparos la hacen saltar…
El viajero se ve ahora caminando por las
calles del guetto. Sus compatriotas no se quejan. Todos llevan sus pocas
pertenencias con ellos. Un silencio que solo se ve sobresaltado por las pisadas
cansinas sobre los adoquines.
Unos camiones esperan. Y un tren
después. El viajero sabe bien qué acontecerá después, pero por mucho que
intenta advertir a sus compañeros de desdicha, no puede. Intenta gritarles que
salgan de la fila, que se expongan a un disparo de los vigilantes de las SS,
que aun así su vida tendrá más sentido que si suben al tren… pero no puede.
Se agita más en el asiento. Empieza a
sudar.
El vagón comienza su infernal andadura.
El viajero trata de asomarse al hueco que dos maderas mal colocadas han dejado
en la pared sucia y desvencijada. Consigue ver un retazo de paisaje apagado.
Nada tiene color en el sueño. Solo los vómitos, los excrementos, la sangre de los que le acompañan.
El traqueteo impide cualquier
concentración. Ya no intenta avisar a nadie del escaso futuro que se cierne
sobre todos.
Solo llora en silencio mientras el
gélido viento de la Polonia invernal le congela las lágrimas sobre la
cara. Unos minutos más y estarán delante
del pórtico de la muerte. El viajero cree escuchar el aleteo de unos pájaros.
Trata de verlos por el hueco abierto. Y entonces se da cuenta de que han llegado. Están allí. Los pájaros indican el
camino. Sus alas están cortadas. Sus ojos vendados. Nunca saldrán de allí. Son
presos, como ellos. El viajero se estremece al sentir muy cerca las alas de una
de las aves…
Las torres de vigilancia, los fusiles,
las ametralladoras, los oficiales de las SS… la pesadilla cobra más cuerpo. El
viajero no puede articular palabra. Mira hacia el suelo del vagón. O a los guijarros
que rodean la vía. Todo corre a su alrededor. También los minutos que le
separan de la muerte.
Unos pasos más y las alambradas lo rodean. Unas farolas siniestras proyectan
su sombra hacia un futuro inexistente….
Y la selección. A la derecha, a la izquierda.
Solo es un intermedio, un pellizco de tiempo el que separa una acera de la
otra. La muerte espera agazapada tras cada uno de los barracones. Tras el
edificio que deja sobresalir una chimenea amenazante.
El viajero mira a su alrededor. Nadie
parece verle. Aunque, sin embargo, un oficial le coge del brazo y le empuja
hacia un grupo de personas con mirada perdida y gesto amargo.
Un empujón más y el abismo. El viajero
nota un calor asfixiante. Una sensación de dulce caída. Una nube que se
antepone entre él y la realidad. Una oscuridad que crece. Un infierno que
acoge. Y una palabra en la lejanía….
-Hemos llegado.
El viajero abre los ojos. El autobús se
ha detenido y alguien está sacando las maletas. Ya no quiere gritar. Respira
hondo y mueve la cabeza. Tiene un brazo dolorido. Quizá el empujón del oficial
de las SS...