lunes, 13 de abril de 2015

Günter, Galeano y Kafka.



Hoy nos han dejado dos escritores. Dos personas a las que, probablemente, pocas personas digamos “de a pie” conocen. Sus nombres, Günter Grass y Eduardo Galeano,  suenan a élite literaria, a libros situados en alguna estantería inaccesible no por altura sino por desconocimiento. Sin embargo, tanto el uno como el otro son piezas de ese mundo real y a la vez  irreal en el que hemos ido creciendo devorando sus páginas. Hablando de devorar y de páginas, me viene a la memoria otra efeméride que estamos a punto de celebrar. Gregorio Samsa, otro nombre que nada dirá a muchos viandantes que se crucen mañana en nuestro camino es el personaje que, de la noche a la mañana, descubre que podría saborear una ruda cartulina impresa que, enmarcada, colgaba de un clavo en su habitación. Es un “hijo” de Kafka que ahora cumple cien añitos de nada. Y el protagonista de “La Metamorfosis” aunque ahora, con la moda de la revisión de todo lo pasado, puede que tengamos que conocerla como “La Transformación”. Cosas de sesudos traductores del alemán.

A Günter Grass confieso que lo conocí primero en el cine. Y recuerdo perfectamente el cartel anunciador de la película de su libro más publicitado, El tambor de Hojalata. Fue una tarde “de pase” en aquella mili prehistórica madrileña. Los multicines coronaban la estación de Chamartín y, quizá, mi indumentaria soldadesca hubiera hecho las delicias de algunos que otros oficiales de las SS de una célula similar a la que dejó morir en un campo de concentración a las hermanas de Kafka poco después que él mismo falleciera, tuberculoso, en Austria sin saber qué estaba a punto de sobrevenir en los anales de la historia.

Confieso también que me costó entender sobremanera aquel texto ni siquiera explicitado en imágenes. Y no sé si aun, milenios después, lo he conseguido. Quizá la fascinación de aquellas extrañas imágenes, al hilo de los cinéfilos consejos de mi buen Fermín Alonso, compañero de caquis horizontes, me embotaron el intelecto de tal modo que adentrarme en las letras que les dieron soporte me inquietó por complicado y abstruso.  Cuando paseé por Gdansk (Polonia) hace algunos veranos, nadie me avisó de que allí, en aquellas calles había nacido Günter Grass. Todo el hincapié se puso en las aventuras de Solidaridad y de Lech Walesa. Lástima. Una vez más la política por encima de la literatura.

Con Galeano todo fue más sencillo quizá porque la unión de política y literatura ya iba incluida en el mismo lote. Aquellas “Memorias del Fuego” o las muy conocidas “Venas abiertas de América Latina” son como fuentes en las que beber para digerir con sus medicinales aguas los indescifrables vaivenes del sur del continente americano.

Günter, Galeano y Kafka se asoman a nuestras conciencias para recordarnos que hay algo más allá de las hojas encuadernadas que pueblan nuestros muebles, que hay gentes para las que la vida, como decía Kafka, solo es una sucesión de intentos de “escribir” para que los demás tengamos la gentileza de intentar “leer”.

Oscar Matzerath y Gregorio Samsa, en diferentes momentos,  se han quedado huérfanos. Nosotros también. Ahora sonarán redobles de tambores de hojalata o de piel de tensado animal en recuerdo y homenaje a los autores desaparecidos y poco después todo quedará escondido en el polvo letal de las estanterías hasta que alguien, quien sabe, sufra una transformación como el insecto de Kafka y de devorador de malolientes  sobremesas televisivas pase a ser degustador de volúmenes escritos. Para ello no hacen falta muchas extremidades. No ojos tabulados. Venimos de fábrica con los instrumentos precisos para hacerlo. Lástima que hay gentes que lo desconocen.

domingo, 12 de abril de 2015

Aroma de elecciones.




Los pueblos y ciudades de nuestra geografía se levantan estos días con un aroma especial, penetrante y que puede ofuscar incluso los sentidos. Y no proviene de los stands de alta perfumería de los grandes almacenes ni siquiera del natural esparcimiento de los naranjos, los cerezos o los almendros en flor. No. Es un perfume que desprenden unos aditamentos, ora transparentes, ora verdiazules, ora anaranjados que se denominan simple y llanamente urnas.
De ellas, y en curiosa cascada, nos invaden los efluvios de los arreglos exprés, del cocimiento de pactos no siempre “naturales”, de declaraciones hechas con el labio torcido y el ojo avizor centrado en el contrario, de inauguraciones apresuradas y primeras piedras dejadas caer al aire de un futuro incierto pero que el aplauso intencionado hace asentarse al menos en la imaginación, de sonrisas forzadas y manos estrechadas a la busca y captura del voto pendular…

Ese olor que debería ser agradable a nuestras pituitarias consigue, sin embargo, a base de emponzoñar verdades, manipular sentimientos, distraer realidades y disimular los verdaderos objetivos buscados, llevarnos a un estado de inquieta vigilancia. Nunca sabremos si el voto a que esa fragancia nos empuja acabará convertido en ingrediente de una componenda que, de haberla vislumbrado, otra hubiera sido nuestra alternativa. ¿Quién le dice a un votante del PP que su voto no irá al cestillo de Ciudadanos o viceversa? ¿Arreglarán los votos a Podemos las cañerías del PSOE? Afirmaciones como “la ciudadanía, con su voto, quiere que pactemos” o “bienvenidos los nuevos partidos que harán que la frescura nos inunde” tienen aristas afiladas que quizá el perfume electoral nos impide apreciar en su verdadero discurso. Las esencias, lociones y desodorantes pueden enmascarar los verdaderos olores y embotar nuestra sensible capacidad de discernimiento a base de cantos de sirena que parecen oler a mar pero que esconden, quizá,  rancias vaharadas de pescado putrefacto.

Alrededor ya huele a urnas. Ajustemos el olfato para que guíe nuestros pasos electorales con la pituitaria bien entrenada. El futuro de todos depende de ello.

viernes, 3 de abril de 2015

Homenaje a los Camineros y en especial a mi padre, José López Hervás.


                                              Camineros al mando de mi padre, José López Hervás, Capataz de Cuadrilla, en 1966 cerca de Tolosa (Guipúzcoa) 
Cuando ya la majestuosa Falla de Mancha Real de este año se ha convertido en ceniza de recuerdo, retomo uno de los aspectos que traté en el pregón de esa celebración y que tan amablemente me encargó la Asociación San José.
Se trata de una profesión, la de mi padre y muchos de mis tíos, a la que traté de homenajear en mis palabras como recuerdo a todos aquellos mancharrealeños que tuvieron que salir de su tierra en los difíciles cincuenta y sesenta del siglo pasado en busca de mejores horizontes. Eran Camineros. Sí. Un oficio ya extinto y, en palabras de algunos de los asistentes al acto, desconocido.
 
Los Camineros, -ya solo el nombre es evocador y nos lleva a mundos casi imaginados- eran obreros, peones, del Estado cuya función era, precisamente, cuidar de los caminos, de las carreteras. En principio, cuando en 1759  reinando Fernando VI fueron creados, tenían a su cargo una legua en la que debían estar al tanto de los desperfectos que en el camino ocasionaran los carruajes, cuidar cunetas e incluso el arbolado que los flanqueaba. Incluso tenían cierta autoridad sobre las “personas de mal vivir” estando entre sus atribuciones el denunciarles en caso necesario.

Mi padre tras "limpiar" parte de su "legua" es recibido en casa por mi madre, Dulce Yera y por mi. 1959. Casa de Camineros de Deskarga.
 
Poco a poco los tiempos, y los caminos, fueron cambiando pero la responsabilidad del Caminero seguían siendo sus cinco kilómetros  asignados en mitad de los cuales, y aquí aparece otro de los puntales de la “leyenda caminera”, estaba la famosa Casilla en la que vivían junto con su familia.
Casillas de Caminero existieron muchas a lo largo y ancho de nuestra geografía. Actualmente la mayoría fueron demolidas, están abandonadas o han sido fagocitadas por las administraciones para hacer centros sociales, puestos sanitarios o se han vendido a particulares.

 
Mis padres conmigo en la puerta de la Casilla de Caminero del Alto de Deskarga (Guipúzcoa) 1958
 
Prácticamente toda mi vida “de soltero” ha transcurrido primero en una Casilla de Caminero, y luego en distintas viviendas del Ministerio de Obras Públicas adscritas a su personal. Mi padre, José López Hervás, empezó su trayectoria laboral en un empleo público en el puesto de Caminero del Puerto de Deskarga, cerca de Zumárraga en Guipúzcoa allá por 1958 cuando yo apenas tenía algunos meses. Una casilla en la que permanecimos casi tres años y a la que pertenecen mis primeros recuerdos. Un entorno idílico en plena montaña, rodeados de una especie de bar de carretera y de distintos caseríos en uno de los cuales, Nicasia –una anciana vecina- me guardaba la leche recién ordeñada y siempre de la misma vaca. Eran tiempos difíciles y complicados en la que la economía familiar, que apenas daba para el sustento, se complementaba con los productos de un pequeño huerto trasero.
 
Yo mismo en otra vista de la Casilla de Deskarga (1959)


Mi tío, Juan Antonio Yera, Caminero en Villabona, con mi primo Pablo Yera, en una visita a Deskarga.
La carretera para llegar al Puerto era de tal extrema complicación que los autobuses de línea debían hacer varias maniobras en las vertiginosas curvas que la formaban. Ese es uno de los primeros recuerdos que guardo de aquel tiempo.


El Alto de Deskarga en la actualidad según Google Maps.


En un intento de mejorar la situación familiar, mi padre solicitó el traslado a Tolosa, ciudad industrial con varias empresas  papeleras y una que para mi infantil concepción era muy exótica: la factoría de boinas Elósegui.
Nuestra nueva vivienda, un bloque de arquitectura típica de la zona, estaba sobre los talleres de Obras Públicas, lugar que fue escenario de mis aventuras infantiles subiendo y bajando a los viejos camiones ya en desuso o a las apisonadoras antiguas que tenían una cabina con ventanas de celosía desde la que podía conquistar nuevos mundos. Los vecinos, Ambrosia y José Miguel Lesaka en el piso de enfrente y Josefa y Benito Inza en el de abajo fueron nuestros embajadores en aquel Euskadi incipiente del que tardamos casi diez años en abandonar para regresar a Andalucía.


Vista de la casa de Obras Públicas de Santa Lucía (Tolosa) con los Talleres en el Bajo. En el balcón arriba a la izquierda, mi madre conmigo y con mi hermana. (1966)

Estando ya asentados en este pueblo a orillas del Oria, con su ponzoña maloliente de las papeleras, mi padre se apuntó a un curso en Madrid, en la Escuela de Capacitación Social. Un episodio que tendría mucha importancia en su desarrollo digamos “cultural”. Visitas a la Capital, al Valle de los Caídos, a los Museos, al Escorial, a Toledo, abrieron sus horizontes y las charlas recibidas dejaron huella en aquel hombre que no pudo en su juventud cultivarse todo lo que hubiera querido (Recuerdo como contaba su afán por saber apuntándose a escuelas nocturnas cuando volvía de los cortijos).
Volvió de aquel cursillo con una suscripción a la entonces llamada “Biblioteca circulante” en la que los pedidos llegaban por correo. La casa se llenó desde entonces de libros de arte, de grandes clásicos y de obras diversas de las que daba pena tener que desprenderse para devolverlas. Quizá de ahí mi espíritu de viejo ratón de Biblioteca y mi ánimo por atesorar libros de toda clase y condición.

Imagen de los alumnos del Curso de Capacitación Social en Madrid, 1.965 aprox. Mi padre, José López Hervás, está en la tercera fila empezando por abajo, el sexto por la derecha, en el centro de la foto.
Pero eso no es todo.  Mi padre volvió con un puñado de libros en la maleta. Algunos eran guías turísticas de lo que había disfrutado en Madrid y alrededores pero había uno que me marcó para siempre. Nunca he olvidado su título y el nombre de su autor: Reloj de Arena, de Pragmacio  Salgado.


Vista de una de las visitas turísticas del grupo de  Camineros del  Curso de Capacitación Social, en este caso al Museo de Ciencias Naturales de Madrid. Mi padre es el primero por la derecha.

Durante muchos años he llevado dentro la curiosidad de saber la causa de su elección. Lógicamente mi padre no tenía cultura poética pero allí estaba: un libro de poesía en su “mochila”. Luego, investigando, descubrí que el tal Salgado era el director de la Escuela de Capacitación Social y que, posiblemente, ofreció a los alumnos del curso algunas de sus obras, pero eso no sustrae mérito alguno al “regalo” que mi padre me hizo con aquel libro. Durante años fue el único libro de poesía de nuestra biblioteca y hasta tuvo el honor de ser el sujeto del primer comentario de texto que hice allá por sexto de Bachiller, para pasmo del profesor, que era Julio Artillo, luego cargo socialista de la Junta, que no conocía al autor.
Pragmacio Salgado, director de la Escuela y autor del libro de RELOJ DE ARENA que luego influiría en mi "carrera" por llamarlo de algún modo.

Más recuerdos se me amontonan, la escuela de Santa Lucía con la señorita Purificación Iturrioz y mis primeros pasos en el conocimiento, mis amigos los hermanos Zabala, hijos del encargado del Matadero cercano, Juan de Dios, el hijo de la Matrona que vivía frente a nuestra casa cruzando la Nacional I, José Miguel, el nieto de Ambrosi, las monjitas de la Clínica donde me vacunaban, a dos pasos de casa y donde nacería mi hermana a escasos meses de nuestro regreso, los domingos en los Corazonistas con pastelito a la salida, los fastuosos carnavales de Tolosa, el añorado Cine Leidor donde vi mis primeras grandes producciones, el cine Igarrondo con sus pelis de sábado tarde repletas de romanos, el galinero del Gorriti, teatro venido a menos, el vinatero que nos servía el vino a granel, la catequesis con el padre José Antonio, el quiosco de la plaza que me surtía cada domingo del nuevo ejemplar de Pulgarcito y de unos sobres sorpresa que solían tener versiones reducidas de los cuentos de Calleja…

Mis amigos de la infancia "tolosarra", de izquierda a derecha, Juan de Dios Cordero, Nicolás y Juan José Zabala.
 
Los niños y las niñas de la Escuela de Santa Lucía de Tolosa en 1.961. Estoy en la parte derecha, el tercero de la primera fila sentados.
 
Y otros relacionados con los Camineros… el Celador Zaldúa con su casa oficial junto al Oria frente al puente, las tardes haciendo “control” mientras mi padre descansaba, (el control consistía en apuntar en unos estadillos todos los vehículos que pasaban por aquel punto de la Nacional I, turismos, camiones, autobuses, motos), los días de paga, en que ayudaba a mi padre a rellenar los sobres de los componentes de su cuadrilla con sus exiguas nóminas, los juegos con Lesaka cuando le tocaba ser el cocinero en algunas ocasiones en que los trabajos de la cuadrilla eran cerca, las idas y venidas con mi primo Pablo,  las visitas de las Casillas de amigos y compañeros como la de “Pepe, el del Vivero”…

 
Una visita festiva a la Casa de Camineros del Vivero de la Carretera de Granada, para nosotros la de "Pepe el del Vivero". Mi padre sostiene a mi hermana y al hijo de Pepe, que se ve asomar la cabeza. Mi madre está en la puerta. Pueden observarse los carteles anunciando el kilometraje en la fachada, algo típico en las Casillas de Camineros.
 
 
Mientras, mis tíos habían emprendido caminos similares. Uno de ellos, Juan Antonio Yera, se aposentó en Villabona, Manuel Sánchez en Azcoitia, Rafael Gómez en Vidrera (Girona), Juan María Yera en Bailén… Otros, como mi primo Luis Hervás, en Beasain, todos con su escarapela de Caminero y su “legua” para conservar. Con el tiempo regresaron a Jaén, pero la impronta de su paso por aquellos lejanos caminos se ha conservado hasta ahora.
 
Grupo de Camineros en Vidrera (Girona) a mitad de los años sesenta. Mi tío Rafael Gómez es el primero de pie por la izquierda, vestido de oscuro. A sus pies, mi primo Bartolomé Gómez.


Otra imagen familiar. Mis tíos, Rafael y Ana, con mi primo Bartolomé en la puerta de las viviendas de Camineros de Vidrera (Gerona) Mediados de los sesenta.

Ya de regreso a Jaén nuestra casa fueron de nuevo las Viviendas de Obras Públicas de la Avenida de Madrid, frente a los Talleres del Ministerio, luego de la Junta de Andalucía. Veintitantos años de mi vida han transcurrido en Casillas o Pisos de Caminero así que mi homenaje es sentido y emocionado. Mi aplauso a todos aquellos esforzados obreros que, a pie al principio y en camiones después, recorrieron los caminos que llevan y traen a los viajeros que, normalmente, no reparan en quienes velaron por su buen estado. Y en especial a mi padre y a mi madre, Dulcenombre Yera, su compañera incansable en tiempos duros y otros más apacibles. Ellos encarnan para mí el verdadero espíritu de aquel Caminero solitario en su trozo de camino, bajo el cielo de las noches en las que una lágrima recordaba la lejanía de su tierra y de sus seres queridos. Gracias, papá, Gracias, mamá.


Vista del antiguo vivero de Obras Públicas en Jaén,  junto a la Avenida de Madrid, donde se construyeron viviendas para Camineros y para Funcionarios del MOPU.


Bloque de viviendas para Camineros de la Avenida de Madrid, en Jaén. Hoy desafectados.

Mi primo Pablo Gómez a mediados de los setenta en las viviendas para Camineros de la Avd. de Madrid. Jaén.
 
 
Hoy, el cuerpo de Camineros ha desaparecido y aquella labor que realizaban, también. Son ahora equipos de Conservación los que recorren las carreteras a la busca y captura del bache perdido o de la señal desmejorada. Obviamente la calidad de vida ha mejorado y probablemente el estado de las carreteras también, pero no podemos olvidar a aquellos camineros y a sus familias, que se dejaron la vida legua a legua haciendo el verso de Machado realidad. Ellos sí que hacían camino al andar...
En homenaje a José López Hervás y Dulce Yera Romero. Mis padres.