Camineros al mando de mi padre, José López Hervás, Capataz de Cuadrilla, en 1966 cerca de Tolosa (Guipúzcoa)
Cuando ya la majestuosa Falla de Mancha Real de este año se
ha convertido en ceniza de recuerdo, retomo uno de los aspectos que traté en el
pregón de esa celebración y que tan amablemente me encargó la Asociación San
José.
Se trata de una profesión, la de mi padre y muchos de mis tíos,
a la que traté de homenajear en mis palabras como recuerdo a todos aquellos
mancharrealeños que tuvieron que salir de su tierra en los difíciles cincuenta
y sesenta del siglo pasado en busca de mejores horizontes. Eran Camineros. Sí.
Un oficio ya extinto y, en palabras de algunos de los asistentes al acto,
desconocido.
Los Camineros, -ya solo el nombre es evocador y nos lleva a
mundos casi imaginados- eran obreros, peones, del Estado cuya función era, precisamente,
cuidar de los caminos, de las carreteras. En principio, cuando en 1759 reinando Fernando VI fueron creados, tenían a
su cargo una legua en la que debían estar al tanto de los desperfectos que en
el camino ocasionaran los carruajes, cuidar cunetas e incluso el arbolado que los
flanqueaba. Incluso tenían cierta autoridad sobre las “personas de mal vivir”
estando entre sus atribuciones el denunciarles en caso necesario.
Mi padre tras "limpiar" parte de su "legua" es recibido en casa por mi madre, Dulce Yera y por mi. 1959. Casa de Camineros de Deskarga.
Poco a poco los tiempos, y los caminos, fueron cambiando
pero la responsabilidad del Caminero seguían siendo sus cinco kilómetros asignados en mitad de los cuales, y aquí
aparece otro de los puntales de la “leyenda caminera”, estaba la famosa Casilla
en la que vivían junto con su familia.
Casillas de Caminero existieron muchas a lo largo y ancho de
nuestra geografía. Actualmente la mayoría fueron demolidas, están abandonadas o
han sido fagocitadas por las administraciones para hacer centros sociales,
puestos sanitarios o se han vendido a particulares.
Mis padres conmigo en la puerta de la Casilla de Caminero del Alto de Deskarga (Guipúzcoa) 1958
Prácticamente toda mi vida “de soltero” ha transcurrido
primero en una Casilla de Caminero, y luego en distintas viviendas del
Ministerio de Obras Públicas adscritas a su personal. Mi padre, José López
Hervás, empezó su trayectoria laboral en un empleo público en el puesto de
Caminero del Puerto de Deskarga, cerca de Zumárraga en Guipúzcoa allá por 1958
cuando yo apenas tenía algunos meses. Una casilla en la que permanecimos casi
tres años y a la que pertenecen mis primeros recuerdos. Un entorno idílico en
plena montaña, rodeados de una especie de bar de carretera y de distintos caseríos
en uno de los cuales, Nicasia –una anciana vecina- me guardaba la leche recién
ordeñada y siempre de la misma vaca. Eran tiempos difíciles y complicados en la
que la economía familiar, que apenas daba para el sustento, se complementaba
con los productos de un pequeño huerto trasero.
Yo mismo en otra vista de la Casilla de Deskarga (1959)
Mi tío, Juan Antonio Yera, Caminero en Villabona, con mi primo Pablo Yera, en una visita a Deskarga.
La carretera para llegar al Puerto era de tal extrema
complicación que los autobuses de línea debían hacer varias maniobras en las
vertiginosas curvas que la formaban. Ese es uno de los primeros recuerdos que
guardo de aquel tiempo.
El Alto de Deskarga en la actualidad según Google Maps.
En un intento de mejorar la situación familiar, mi padre
solicitó el traslado a Tolosa, ciudad industrial con varias empresas papeleras y una que para mi infantil concepción
era muy exótica: la factoría de boinas Elósegui.
Nuestra nueva vivienda, un bloque de arquitectura típica de
la zona, estaba sobre los talleres de Obras Públicas, lugar que fue escenario
de mis aventuras infantiles subiendo y bajando a los viejos camiones ya en desuso
o a las apisonadoras antiguas que tenían una cabina con ventanas de celosía
desde la que podía conquistar nuevos mundos. Los vecinos, Ambrosia y José
Miguel Lesaka en el piso de enfrente y Josefa y Benito Inza en el de abajo
fueron nuestros embajadores en aquel Euskadi incipiente del que tardamos casi
diez años en abandonar para regresar a Andalucía.
Vista de la casa de Obras Públicas de Santa Lucía (Tolosa) con los Talleres en el Bajo. En el balcón arriba a la izquierda, mi madre conmigo y con mi hermana. (1966)
Estando ya asentados en este pueblo a orillas del Oria, con
su ponzoña maloliente de las papeleras, mi padre se apuntó a un curso en
Madrid, en la Escuela de Capacitación Social. Un episodio que tendría mucha
importancia en su desarrollo digamos “cultural”. Visitas a la Capital, al Valle
de los Caídos, a los Museos, al Escorial, a Toledo, abrieron sus horizontes y
las charlas recibidas dejaron huella en aquel hombre que no pudo en su juventud
cultivarse todo lo que hubiera querido (Recuerdo como contaba su afán por saber
apuntándose a escuelas nocturnas cuando volvía de los cortijos).
Volvió de aquel cursillo con una suscripción a la entonces llamada
“Biblioteca circulante” en la que los pedidos llegaban por correo. La casa se llenó
desde entonces de libros de arte, de grandes clásicos y de obras diversas de
las que daba pena tener que desprenderse para devolverlas. Quizá de ahí mi
espíritu de viejo ratón de Biblioteca y mi ánimo por atesorar libros de toda
clase y condición.
Imagen de los alumnos del Curso de Capacitación Social en Madrid, 1.965 aprox. Mi padre, José López Hervás, está en la tercera fila empezando por abajo, el sexto por la derecha, en el centro de la foto.
Pero eso no es todo.
Mi padre volvió con un puñado de libros en la maleta. Algunos eran guías
turísticas de lo que había disfrutado en Madrid y alrededores pero había uno
que me marcó para siempre. Nunca he olvidado su título y el nombre de su autor:
Reloj de Arena, de Pragmacio Salgado.
Vista de una de las visitas turísticas del grupo de Camineros del Curso de Capacitación Social, en este caso al Museo de Ciencias Naturales de Madrid. Mi padre es el primero por la derecha.
Durante muchos años he llevado dentro la curiosidad de saber
la causa de su elección. Lógicamente mi padre no tenía cultura poética pero
allí estaba: un libro de poesía en su “mochila”. Luego, investigando, descubrí
que el tal Salgado era el director de la Escuela de Capacitación Social y que,
posiblemente, ofreció a los alumnos del curso algunas de sus obras, pero eso no
sustrae mérito alguno al “regalo” que mi padre me hizo con aquel libro. Durante
años fue el único libro de poesía de nuestra biblioteca y hasta tuvo el honor
de ser el sujeto del primer comentario de texto que hice allá por sexto de
Bachiller, para pasmo del profesor, que era Julio Artillo, luego cargo
socialista de la Junta, que no conocía al autor.
Pragmacio Salgado, director de la Escuela y autor del libro de RELOJ DE ARENA que luego influiría en mi "carrera" por llamarlo de algún modo.
Más recuerdos se me amontonan, la escuela de Santa Lucía con
la señorita Purificación Iturrioz y mis primeros pasos en el conocimiento, mis
amigos los hermanos Zabala, hijos del encargado del Matadero cercano, Juan de
Dios, el hijo de la Matrona que vivía frente a nuestra casa cruzando la
Nacional I, José Miguel, el nieto de Ambrosi, las monjitas de la Clínica donde
me vacunaban, a dos pasos de casa y donde nacería mi hermana a escasos meses de
nuestro regreso, los domingos en los Corazonistas con pastelito a la salida,
los fastuosos carnavales de Tolosa, el añorado Cine Leidor donde vi mis
primeras grandes producciones, el cine Igarrondo con sus pelis de sábado tarde
repletas de romanos, el galinero del Gorriti, teatro venido a menos, el
vinatero que nos servía el vino a granel, la catequesis con el padre José
Antonio, el quiosco de la plaza que me surtía cada domingo del nuevo ejemplar
de Pulgarcito y de unos sobres sorpresa que solían tener versiones reducidas de
los cuentos de Calleja…
Mis amigos de la infancia "tolosarra", de izquierda a derecha, Juan de Dios Cordero, Nicolás y Juan José Zabala.
Los niños y las niñas de la Escuela de Santa Lucía de Tolosa en 1.961. Estoy en la parte derecha, el tercero de la primera fila sentados.
Y otros relacionados con los Camineros… el Celador Zaldúa
con su casa oficial junto al Oria frente al puente, las tardes haciendo “control”
mientras mi padre descansaba, (el control consistía en apuntar en unos
estadillos todos los vehículos que pasaban por aquel punto de la Nacional I,
turismos, camiones, autobuses, motos), los días de paga, en que ayudaba a mi
padre a rellenar los sobres de los componentes de su cuadrilla con sus exiguas
nóminas, los juegos con Lesaka cuando le tocaba ser el cocinero en algunas
ocasiones en que los trabajos de la cuadrilla eran cerca, las idas y venidas
con mi primo Pablo, las visitas de las
Casillas de amigos y compañeros como la de “Pepe, el del Vivero”…
Una visita festiva a la Casa de Camineros del Vivero de la Carretera de Granada, para nosotros la de "Pepe el del Vivero". Mi padre sostiene a mi hermana y al hijo de Pepe, que se ve asomar la cabeza. Mi madre está en la puerta. Pueden observarse los carteles anunciando el kilometraje en la fachada, algo típico en las Casillas de Camineros.
Mientras, mis tíos habían emprendido caminos similares. Uno
de ellos, Juan Antonio Yera, se aposentó en Villabona, Manuel Sánchez en Azcoitia,
Rafael Gómez en Vidrera (Girona), Juan María Yera en Bailén… Otros, como mi
primo Luis Hervás, en Beasain, todos con su escarapela de Caminero y su “legua”
para conservar. Con el tiempo regresaron a Jaén, pero la impronta de su paso
por aquellos lejanos caminos se ha conservado hasta ahora.
Grupo de Camineros en Vidrera (Girona) a mitad de los años sesenta. Mi tío Rafael Gómez es el primero de pie por la izquierda, vestido de oscuro. A sus pies, mi primo Bartolomé Gómez.
Otra imagen familiar. Mis tíos, Rafael y Ana, con mi primo Bartolomé en la puerta de las viviendas de Camineros de Vidrera (Gerona) Mediados de los sesenta.
Ya de regreso a Jaén nuestra casa fueron de nuevo las
Viviendas de Obras Públicas de la Avenida de Madrid, frente a los Talleres del
Ministerio, luego de la Junta de Andalucía. Veintitantos años de mi vida han
transcurrido en Casillas o Pisos de Caminero así que mi homenaje es sentido y
emocionado. Mi aplauso a todos aquellos esforzados obreros que, a pie al
principio y en camiones después, recorrieron los caminos que llevan y traen a
los viajeros que, normalmente, no reparan en quienes velaron por su buen
estado. Y en especial a mi padre y a mi madre, Dulcenombre Yera, su compañera
incansable en tiempos duros y otros más apacibles. Ellos encarnan para mí el
verdadero espíritu de aquel Caminero solitario en su trozo de camino, bajo el
cielo de las noches en las que una lágrima recordaba la lejanía de su tierra y
de sus seres queridos. Gracias, papá, Gracias, mamá.
Vista del antiguo vivero de Obras Públicas en Jaén, junto a la Avenida de Madrid, donde se construyeron viviendas para Camineros y para Funcionarios del MOPU.
Bloque de viviendas para Camineros de la Avenida de Madrid, en Jaén. Hoy desafectados.
Mi primo Pablo Gómez a mediados de los setenta en las viviendas para Camineros de la Avd. de Madrid. Jaén.
Hoy, el cuerpo de Camineros ha desaparecido y aquella labor que realizaban, también. Son ahora equipos de Conservación los que recorren las carreteras a la busca y captura del bache perdido o de la señal desmejorada. Obviamente la calidad de vida ha mejorado y probablemente el estado de las carreteras también, pero no podemos olvidar a aquellos camineros y a sus familias, que se dejaron la vida legua a legua haciendo el verso de Machado realidad. Ellos sí que hacían camino al andar...
En homenaje a José López Hervás y Dulce Yera Romero. Mis padres.