viernes, 14 de agosto de 2015

La "GRAN VÍA" y el "GRAN VÍA". Cuando el artículo lo cambia todo.


Hay sustantivos que pueden cambiar de sentido con solo cambiarles el artículo que los acompaña. De todos es sabido que las gentes marineras denominan a su medio natural “la mar” mientras que los visitantes de interior van de visita a otro lugar llamado “el mar”. ¿Son la misma cosa? Obviamente. Pero no es igual cómo se siente la palabra. Otro ejemplo son “la oliva” y “el olivo”. No entraremos en la discusión de si es correcto o no denominar “oliva” al fruto del árbol jaenero por excelencia pero sí que disquisicionaremos el hecho de que para los que atesoran alguna, esos árboles son “las olivas” mientras que para los demás son solo “los olivos”. Pequeños matices que suelen pasar inadvertidos pero que impregnan el lenguaje con su toque emocional.

Y pasemos al meollo de estas palabras hilvanadas tras un reciente paseo por ese reducto de historia de Madrid que es la Gran Vía. La Gran Vía, en femenino, es la avenida que ha estado en el corazón de Madrid desde hace 105 años. Pero en masculino, “El Gran Vía”, es un hotel. También con mucha historia a sus espaldas y que sigue, incólume, inasequible al desaliento, en su emplazamiento señero frente a la antañona Telefónica.




Si hay personajes con los que me parece poder tropezar a los largo de cualquier paseo por la Gran Vía, estos son Ava Gardner y Ernest Hemingway. De mi especial predilección por aquel “animal más bello del mundo” ya he dejado en ocasiones buena crónica en artículos y blogs. Acercarme a Chicote, hoy desvaído, e intentar atisbar por sus cristales la presencia de la artista rodeada, bien de Sinatra al rescate, de Cabré al ataque o de cualquier anónimo transeúnte con el que sorber hasta la última gota de los alcoholes más variados, es todo uno.



Quizá esa historia de Ava y Chicote es muy conocida y no merece más comentario que el regocijo interior de su recuerdo pero el caso de Hemingway está más oculto en las trincheras de la historia. He de advertir que la palabra “trinchera” no está traída de forma literaria. Es literal. Y aquí conectamos con ese sentido “masculino” antes mencionado. El hotel Gran Vía, hoy Tryp Madrid Gran Vía, acogió al escritor estadounidense mientras escribía sus célebres crónicas sobre nuestra guerra civil. Su cafetería, ese mirador que aun permite atisbar el ir y venir de nuestra civilización turístico-occidental, fue el lugar elegido para pergeñar esos retazos periodístico-literarios tan útiles para conocer nuestros pasos por la historia reciente. Hemingway se alojaba un poco más abajo, en dirección Callao, en el tristemente desaparecido hotel Florida, solar hoy absorbido por El Corte Inglés tras haber sido ofrecido por Galerías Preciados al dios consumo allá por los sesenta.



Del Florida al Gran Vía, apenas unos metros, van los pasos de Hemingway y su pluma dispuesta a la disección de la dolorosa realidad del momento. Y del Gran Vía, el hotel, van los míos hacia el Madrid que me encanta pasear, el del centro saturado, el de los bancos, en acepción de grupo, de turistas enloquecidos, el del tráfico feroz camino de todas y de ninguna parte… Un Madrid que, sin embargo, empequeñece cuando la tranquila y renovada paz del Gran Vía, el hotel, repito, te deja relajar cuerpo y espíritu entre sus apaciguadas habitaciones.

Quizá, en ocasiones, me pasa como a Hemingway (The night before battle) y ese lugar de ruido infernal, la Gran Vía, “me pone furioso” a pesar de que me gusta sumergirme en él con cierta –bastante- periodicidad, pero enseguida saltas a la vida cultural de la ciudad, arte, teatro, música y el regreso a las recientemente remozadas, renovadas y puestas en valor estancias del Gran Vía te pone, cuan móvil en cargador, en situación de recarga permanente para, en apenas horas, volver a ejercer de explorador selvático urbanita.



La experiencia empieza cuando, en un hall luminoso con indicadores que te trasladan a mundos lejanos, cercanos y “mediopensionistas”, la sonrisa de Tamara te invita a subir al mirador que te ha correspondido, vistas inmejorables que Hemingway apreció en su día y que te dejan soñar que eres, como el Di Caprio de Titanic, el rey “de la Gran Vía”.



Cuando, tras el reparador descanso en unas excelentes camas nuevas, mullidas y jugosas (de juego, de gusto y de acogedores sueños) te dispones a reponer las fuerzas con un desayuno destacable y completo te hallas frente a la oficiante de esa ceremonia nutritiva: Belén, con su sonrisa y su buen ánimo te eleva a la categoría de huésped vip con solo un gesto, con un Buenos días o un cariñoso abrazo al descubrirte entre los recién llegados.



Ignoro si Hemingway se llevó del personal del Gran Vía el buen recuerdo que expresó, por ejemplo, de los camareros de Chicote que “merecen mi respeto porque conseguían evocar atmósferas agradables” pero en mi caso esa sensación de sentirse como en casa se cumple perfectamente. Y si Hemingway conoció en sus alrededores a Martha Gellhorn, periodista de la que se enamoró, también el Gran Vía fue uno de los escenarios de mi Luna de Miel días antes de partir hacia la bella Italia con mi Ana del alma. En la historia personal parece haber escenarios hábilmente dispuestos por el destino para servir de fondo a diferentes lances, andanzas y peripecias. El Gran Vía, sin duda, es uno de ellos y, en atención a su trayectoria, a su situación, al alegre siseo de su vida diaria, a la paz de su renovación y al exquisito trato de sus gentes, no me cabe más que recomendarlo a viajeros irredentos, turistas indecisos, visitantes de todas las distancias y adictos al Madrid más genuino. Allí nos vemos.



domingo, 26 de julio de 2015

Pregón de las fiestas de NUESTRO PADRE JESÚS de Jabalquinto 2015.


Ayer, 25 de julio, tuve el honor de ser el pregonero de las fiestas de Nuestro Padre Jesús de Jabalquinto. El reencuentro con antiguos alumnos, con sus familias, con el pueblo donde desarrollé mi labor docente durante más de veinte años fue verdaderamente emocionante. Esos momentos, esos abrazos, ese afecto, me hicieron por un lado volver a sentirme "maestro" y por otro me rejuvenecieron hasta aquel tiempo en que las aulas de Jabalquinto fueron mi segundo hogar. A modo de homenaje, este es el texto del pregón de las fiestas 2015:


 


      PREGÓN FIESTAS NUESTRO PADRE JESÚS. JABALQUINTO 2015.

Pedro Antonio López Yera

Buenas noches a todos y a todas. Creo que es obligado comenzar agradeciendo a vuestro alcalde, a mi antiguo alumno Pedro a quien creo poder llamar amigo y a su corporación municipal, el haber pensado en mi como pregonero de estas fiestas de 2015.

Ayer podíamos ver en la última página de Diario JAÉN un titular que decía que Jabalquinto es un lugar al que siempre volver. Eran palabras de un antiguo alumno, Juan Pedro García Lérida, hijo de Manuel, el Herrero, el del Taller, que fue protagonista de unos versillos que le dediqué. Esa frase me viene como anillo al dedo para comenzar. Volver es un verbo que suena a Tango, a canción triste por cuanto implica que uno se ha ido previamente. Pero trae también la enérgica sacudida del reencuentro. En mi caso, obviamente no he nacido aquí aunque sí que pasé veintitantos años compartiendo aula con vosotros, con ustedes. Con muchos de los que hoy estáis aquí he vivido no solamente las escaramuzas propias del aprender día a día en una escuela  –palabra que me gusta mucho más que la de colegio- sino, al menos eso quiero pensar, también  las de ir abriéndose camino en una asignatura que nunca aparece en los programas escolares pero que es la más importante que tanto el alumno como el maestro deben desarrollar. Esa materia es nada más y nada menos que Aprender a vivir.

Cuando Pedro se puso en contacto conmigo para ofrecerme este inmenso honor, me comentó que haber intentado que la sociedad jabalquinteña avance en sus principios y valores era uno de los puntos principales a tener en cuenta a la hora de ofrecer este, llamémosle cargo, a las personas que podrían desempeñarlo.          

Ni que decir tiene que la actividad de un enseñante, de un maestro, siempre está relacionada con esa labor, con ese intento de que quienes son en un momento niños y niñas ansiosos de aprender y crecer lo hagan con la mirada puesta en crear una sociedad más justa, libre, crítica e inmersa en unos valores de responsabilidad y apertura de miras.

Pensar que en algo, en una mínima proporción, mi modesto aporte a que Jabalquinto haya avanzado en esa dirección haya tenido un éxito que me apresuro a compartir con mis compañeros docentes de entonces y de ahora mismo, algunos de los cuales nos acompañan hoy, es algo que me llena de íntima satisfacción ya que ¿Cuál si no es el objetivo principal de nuestra labor como maestros?

Se dice que Einstein dijo una vez: “Sincronízate con la frecuencia de la realidad que quieres y no podrás hacer otra cosa que conseguirla”. Quiero pensar que eso es lo que siempre intenté en mi labor docente. Si lo conseguí o no es a mis alumnos, a sus familias, a quienes vivieron aquellos momentos, a quienes toca opinar. Pero mi intención siempre fue abrir las puertas y las ventanas a los vientos de la realidad. Si para eso había que viajar, escapar del aula grabando videos, películas, participar en proyectos y certámenes, hacerse periodistas, ser todos uno, niños y maestro, por ahí quise encontrar el camino para crecer, para ser, para avanzar.

Hoy, cuando las redes sociales me han ofrecido  “ser amigo” de muchos de aquellos chavales jabalquinteños con los que fui creciendo también yo desde 1981, me he vuelto a mirar en sus ojos, esta vez no en directo sino en sus fotos de facebook y me he sentido de nuevo como si abriera la puerta del aula una mañana  cualquiera y todos entraran otra vez para ver qué podíamos aprender hoy, quizá por encima del tema que tocara en el libro.

Hace apenas unos días fue mi cumpleaños y he de reconocer que muchos de esos “niños y niñas” a los que acabo de mencionar me emocionaron. Algunos con unas palabras de recuerdo, otras de ánimo y todos, sin excepción, mostrándome un cariño, un afecto que me hizo sentir, sinceramente, querido. Cuando uno se dedica a lo que es su oficio, al que eligió en un momento de su vida,  con el empeño y la entrega que esa vocación merece, enseñar en mi caso, nunca piensa en si se reconocerá o no su labor. Sencillamente procura que cada día, cada clase, cada pequeña aventura del aula tenga el objetivo justo, la proyección necesaria, la devoción casi,  y todo ello, como bien decía Chateau y otros pedagogos, con amor. El maestro debe querer a sus alumnos y seguramente eso produzca una corriente similar en ellos. Educar es, en esencia, querer. Si conseguimos eso entre todos aquellos que compartimos aula, todo lo demás vendrá casi solo. Y todas esas llamadas y mensajes de felicitación me dejaron la sensación de que fuimos por buen camino.
 
Decía Frost, en una afirmación que me gusta repetir, que él no se consideraba maestro, sino despertador. Y, en el fondo, qué sino eso hacemos los maestros? Despertar en quienes nos acompañan las ganas de saber más, de ser mejores, de crecer sabiendo en qué apoyar los pasos que nos harán alcanzar el futuro. Enseñar escapa a la mera transmisión de conocimientos, aunque no hemos de obviar la importancia de tener presente nuestro pasado y nuestra actualidad como civilización. Enseñar y aprender están tan unidos que es complicado marcar la evanescente línea que los separa.                    

Hay otra frase famosa que se refiere a esa labor nuestra. No está muy claro su autor, aunque suele atribuirse a Benjamín Franklin: "Locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados". Pues bien, me declaro ahora mismo loco. Loco por intentar cada día que la escuela no fuera un mero camino lleno de ejercicios, cuadernillos y pizarras. Loco por llevar el nombre de Jabalquinto por esos mundos de Dios. Y no es una figura literaria. Podría contar mil y una anécdotas de aquellos niños y niñas de los años ochenta y noventa en sus correrías nacionales e  “internacionales”. Pasaportes cambiados de maleta que impedían salir de Francia si no aparecían, por ejemplo, o el episodio de una niña que se dio la vuelta y nos perdió junto al Centro Pompidou en Paris y al acudir a uno de los gendarmes tuvo la ocurrencia de decirle… Ayúdeme, señor, soy de Jabalquinto.  De la cara de aquel hombre no debieron quedar fotos pero seguro que fue de antología.

 En otra ocasión en la que cierta Alumna de nombre Mari Carmen decidió tomar otro camino dentro de El Corte Inglés de Princesa en Madrid, el nombre de Jabalquinto sonó por la megafonía para asombro de los clientes del establecimiento. Susto que acabó en abrazo enjugado con alguna lágrima de tensa emoción. Nuestras andanzas diurnas y nocturnas por “todo lo largo y ancho” que nos permitían los viajes de fin de curso o los premios que conseguíamos darían para mucho y no parece que este sea el mejor momento para entregarnos a la nostalgia del recuerdo.

Decía Oscar Wilde que la mejor manera de que un niño aprenda es hacerlo feliz. Quiero creer que en aquellos años y con los matices que sean necesarios, todos fuimos felices. Si. También yo.                       

Y si, como dijo alguien, “Los discípulos son la biografía del maestro” espero que la mía, confeccionada en la mayor parte por chavales de este pueblo, tenga esa chispa que me haga sentir que no fracasé del todo y que lo que más me ha llenado en la vida, ser maestro, haya servido para algo.

Recorrimos España de norte a sur, atravesamos fronteras e inundamos Francia, Bélgica y Holanda, fundamos la revista escolar decana de toda la provincia y una de las más longevas del país, ganamos premios autonómicos y nacionales, escribimos libros, removimos y escarbamos en la historia del pueblo, fuimos la avanzadilla de otra manera de hacer las cosas y que se ha ido desarrollando y perfeccionando después en las manos de mis queridos compañeros. Jabalquinto empezó a sonar en los medios de comunicación con noticias de calado y desde este querido altozano intentamos esparcir nuestra alegría por saber, por aprender, por mejorar… Por cierto que no puedo nombrar la revista del colegio sin recordar emocionadamente a D. Manuel Gallego, maestro y director en aquel lejano comienzo de los años ochenta en que me asomé por primera vez a Jabalquinto. Él, que nos ha precedido ya en el cielo de los buenos maestros y de las excelentes personas, estaría contento de vernos hoy aquí y nos bendeciría como sólo él sabía hacer.

Al fin y al cabo, ser maestro implica ser un modelo de vida y ofrecerlo y D. Manuel así lo hacía.  Henry Adams dijo que “ser maestro afecta a la eternidad, nunca se sabe dónde termina su influencia”. Suena quizá muy fuerte pero es así, y perdón por el orgullo de sentirlo de ese modo.  

Hace casi veinte años escribí unas reflexiones que aparecieron en el programa de fiestas de 1998. Se titulaban NIÑOS, LA FERIA DEL FUTURO. Como si de una premonición se tratara, en uno                 

de los párrafos decía: “La semilla del futuro ya está floreciendo. Los que harán el Jabalquinto del futuro están ya en el candelero. Aquellos que nos sustituirán están demostrando que son capaces de ello. Alegrémonos. (…) Hay que renacer en aquellos a quienes hemos dado la vida. Ellos nos la harán mejor. Estemos seguros”

Y la causa de este florecimiento era, según mis apreciaciones de entonces, que “Nuestros niños y niñas tienen  cada vez más oportunidades de ser y de saber. Les estamos educando en la diversidad, en la tolerancia, en los más vigorosos valores democráticos. Nuestros niños, los hijos e hijas de Jabalquinto son cantera de futuro, banquillo de próximas jugadas…”

Han pasado los años y estoy seguro de que aquella generación que ahora es quien tiene a su cargo nuestro pueblo  –perdonad si me hago jabalquinteño aunque sea en espíritu- se apropió fuertemente de esos valores y los proclaman cada día. Si una semilla, por pequeña que sea, germinó desde nuestras aulas, algún valor tuvo el esfuerzo de todos. No solo los alumnos aprenden de los maestros. Los maestros recolectamos cada día lo que nuestros chavales nos aportan. Y ese es el entramado real de la educación, un crecer hacia adelante, un estar convencido de que Jabalquinto merece toda la dedicación de que seamos capaces. Tan solo por la educación puede el hombre llegar a ser hombre, como bien decía Kant.  El hombre no es más que lo que la educación hace de él. Y los pueblos son lo que la educación de sus hijos hace de ellos.

Pero dejemos de hablar de escuela, de educación y de pasado. Hoy toca anunciar la feria, ese emocionante paso de calendario en el que todos nos sentimos un poco más tocados por el alegre sortilegio de la camaradería, la amistad y el reencuentro. El calor de este verano tórrido que soportamos tendrá unos momentos de pausa  mientras los toreamos oliendo a churros mañaneros, a fino, a tapas golosas o a cerveza helada que tizne de olvido gargantas y cabezas. Dejaremos de pensar por unos días en los pequeños problemas, en los golpes de un momento difícil para dejarnos llevar, como si de nuevo fuéramos niños, por la senda trillada del tiovivo.

En 1996, -también ha llovido desde entonces- en otro “a modo de pregón” escribí que “desde ese palco de primera que seguro tienen ahí arriba, nos sonríen Juan de Benavides, Lucas de Iranzo, los Benavente y tantos otros personajes que alguna vez, allende los siglos, pisaron nuestro Jabalquinto y observan las caras conocidas de quienes disfrutan de la fiesta mientras comentan mil y un detalles de sus vidas. Es el tiempo que pasea. Es la feria que todo lo envuelve…”

Los tiempos festivos siempre han sido el mejor momento para pararse un instante y mirar hacia atrás y hacia adelante. En la feria se reúnen de nuevo con nosotros aquellos que se fueron, regresan por unos días y se crea la ilusión de que quizá nunca se fueron o nunca se volverán a ir. La feria, ya lo he dicho antes, nos hace volver a ser niños y niñas pero también nos recuerda que la vida sigue, que al día siguiente todo será de nuevo un escalón más de ese futuro que nos espera a la vuelta de la esquina.  La feria nos hace aunar realidades y sentimientos. Decía Joan Margarit, el poeta, que nuestras emociones, nuestras querencias no solo están unidas a nuestros recuerdos, a nuestra historia, sino también a nuestra geografía.

Tenemos la suerte de tener un pueblo de silueta fácilmente reconocible recortada en el horizonte.                                                  
Estamos sobre un altozano, una colina, un cerro, elevados sobre el paisaje a punto de alcanzar los cielos. Eso nos hace visibles desde muchos kilómetros  a la redonda y hasta ha dado lugar a refranes y dichos populares como el archiconocido “Andar, andar y Jabalquinto a la par”. Estas palabras, y perdón por el inciso personal, me recuerdan también a mi abuelo Pablo ya tocado por el inmisericorde zarpazo de la memoria perdida. Siempre que volvía a verme me preguntaba una y otra vez, casi en un bucle tierno y esforzado que ¿Dónde daba escuela? (Una expresión ya en desuso) Y al responderle que en Jabalquinto, él desgranaba como si lo sacara de sus más profundos recuerdos el Andar, andar y Jabalquinto a la par para treinta segundos después volver a preguntármelo.

Esa posición geográfica envidiable hace que con solo divisar el pueblo se sienta uno ya partícipe de su existencia y brote la conciencia casi tribal de pertenecer a su esencia más atávica. Cuántas veces, a la vuelta de alguna de las muchas escapadas que hicimos con los alumnos, cuando el serpenteo del autobús nos iba acercando ya a casa de nuevo, el más lejano vislumbre de la recordada visión del pueblo hacía explotar gritos de alegría en todos mientras el paisaje se hacía más cercano y todo Jabalquinto se hacía más grande físicamente al ir avanzando en el camino y también dentro de cada uno dando igual si veníamos de una granja escuela a apenas cincuenta kilómetros o de centro-Europa. Volver a casa siempre ha sido algo que nos llena de íntimas satisfacciones. Y eso es lo que sucede en tiempos de feria.

 Eso sí, hay algunos que solo pueden volver dentro de nuestro recuerdo. Siguen viviendo aposentados en nuestras neuronas e interaccionan con nosotros cuando los traemos al pensamiento.     

Cada familia tiene los suyos, los que nos precedieron al marchar, y a ellos dedican su recuerdo. Permitidme que, como si de un padre se tratara, dedique unas palabras a esos alumnos y alumnas jabalquinteños que abandonaron las aulas para siempre. Niños y niñas a los que hemos visto partir en esa edad en la que lo más lógico es crecer y vivir. Parece que veo sentados en sus mesas a Alonso, a Manuel Fernández, a Isabel Lérida, a Juan López, a Pedro Martínez, a Martín Zambrana, a Antonio Rodríguez o a Manuel Jesús Nájera.

Espero que mencionarlos no atraiga la lágrima del recuerdo ni el desconsuelo de la ausencia sino, por el contrario, la alegría de saberlos asomados al balcón celeste de las buenos chavales, ese sitio desde el que aplauden nuestro día a día y desde el que sabemos que siguen nuestros pasos infundiéndonos esa paz que nos inunda cuando los pensamos. La vida tiene altibajos y nos va tocando colocarnos en una u otra parte de la línea según extraños designios que se nos antojan incomprensibles la mayor parte de las veces. Pero la vida sigue, impertérrita, dispuesta a alcanzarnos, como el tiempo, como el calendario que deshoja sus páginas mientras circulamos a su alrededor.

Y, como posiblemente ellos desearían, hay que continuar. Dicen que  Shakespeare solía decir que “si todo el año fuese fiesta, divertirse sería más aburrido que trabajar”. No sé si estaremos de acuerdo o no con esta afirmación. De lo que no me queda duda es de las ganas con que nos enfrentamos todos los años a la fiesta, a la feria, al ánimo de sacar del armario nuestras mejores galas y a lanzarnos a la caza de la cerveza helada, la música de la caseta, el trasnoche al hilo del tiovivo…

Permitidme que recree unos versos del libro que dediqué a Jabalquinto. Concretamente los que hablan de la feria:                   

Huele la feria a algodón dulce.

A polvo removido.

A cariño y alegría.

Dan vueltas los caballitos del tiovivo

Y nuestros corazones.

La noria nos sube y nos deja caer.

La niña, llorando, no quiere montar.

Vinillo y chorizo. Cerveza y jamón.

 ¡Cómo está la feria con este calor!

Altas las canciones. Hay un altavoz.

Rumbas, Sevillanas,

Casetas en flor.

Se apagan los ruidos. Se escucha un tambor.

Va a pasar ahora nuestra procesión.

Pasa el Nazareno.

¡Ay, cuánta emoción!

Mi abuelita llora. Le “tié” devoción…

 
En la feria se unen sentimientos de alegría por el reencuentro con ese toque que da el enfrentarse a Nuestro Padre Jesús como motor de la fiesta. Quizá la feria es el punto de unión entre la laica exaltación de lo festivo y el entusiasmo religioso de ese punto íntimo al que nos aferramos independientemente de nuestras ideas cotidianas.  Cuando mañana, bajo el sol del mediodía, la egregia figura de nuestro patrón salga a recorrer las calles, una sensación de serena esperanza se apoderará de todos aquellos que presencien su paso y también de quienes, aun no estando presentes, participan interiormente de esa conexión que les une con la esencia de lo que representa.  Dejadme que, en un verso más, ya sabéis que la poesía es mi arma preferida, recuerde lo que un día escribí sobre Nuestro Padre Jesús:            

 
Dicen tus ojos de paz y de perdón,

Mientras pétalos de sangre llenan tus mejillas.

Cansado gesto arrastras en tu trono

Cruz en ristre, ajena pesadilla.

Sé que me miras cuando pasas

Y en mi memoria lees cuanto ella guarda.

Y por tanto sabes de mi confianza

En tu cobijo fiel, firma esperanza…

 
Cuando el patrón recorre nuestras calles, la procesión tiene dos ámbitos. Ya lo dice el refrán: la procesión también va por dentro, por esos recovecos que nos llenan cerebro, corazón y mente. Queremos ser libres, felices, boyantes, prósperos, amados en el lenguaje cotidiano y, seguramente, bienaventurados. ¡Qué bella conjunción de deseos!

 
Pero las palabras están siendo muchas y lo que prima en un pregón es la llamada a la fiesta. Jabalquinto está presto a ser, sentirse y saberse tocado por la varita mágica de la feria. La luz del crepúsculo se tiñe de más colores, como de nuevas guirnaldas, que  quisieran unirse a las celebraciones. Este pregonero, que se enorgullece de tener alguna pizca de jabalquinteño en su ADN, al menos por aquello de que el roce hace el cariño, quiere despedirse ya para dejar paso al regocijo de la diversión. Y lo hace, lo hago, con un verso final.

 
Miro atrás y sigo divisando,

Jabalquinto, tu nombre en la distancia.

Miro dentro, mi pueblo, amigo mío,

Y te siento en mis venas navegando.

                                                                                                                
Cierto. Pero no me hace falta mirar hacia atrás. Hoy, como si de un extraño encantamiento se tratara, me habéis dado la oportunidad de sentirme maestro de nuevo. He dejado escondida en un rincón esa mala salud que me hizo dejar la escuela y, gracias a todos y cada uno de vosotros, he rejuvenecido aunque las canas se empeñen en recordarme que las manecillas del reloj nunca se detienen. Hoy, repito, he vuelto “a casa” con los míos, con vosotros. Parafraseando de nuevo a Juan Pedro, como al principio, diré que Jabalquinto es un lugar al que volver. Aquí estoy. Espero que esta ocasión sea solo un nuevo comienzo. Gracias por hacerme sentir uno más entre vosotros. Siempre podréis contar conmigo.

 
Y ya termino. Gracias a todos y a todas por vuestra amable atención. A los que han venido y a los que no han podido estar. A mis antiguos alumnos y alumnas, a sus familias, a los jabalquinteños y jabalquinteñas que me recuerdan y a los que no me conocían, a mis compañeros docentes, a las autoridades y fuerzas “vivas” presentes…

 Como decía una canción, ya solo queda “un beso, un abrazo, unas fotos y un adiós”.  ¿Unas fotos? Si. Eso no lo decía la canción pero me he permitido rebuscar en el viejo baúl de los recuerdos hasta encontrar esta pequeña colección de imágenes en las que todos éramos jóvenes. Unos niños, otros algo menos, pero todos, todos, si nos damos cuenta teníamos en los ojos el brillo de un futuro que, hoy, precisamente hoy, ya es presente. Muchas gracias y vamos a verlas…

Pedro A. López Yera. Pregón Jabalquinto 25 de julio 2015.

 

 

                                                                                                             

lunes, 13 de abril de 2015

Günter, Galeano y Kafka.



Hoy nos han dejado dos escritores. Dos personas a las que, probablemente, pocas personas digamos “de a pie” conocen. Sus nombres, Günter Grass y Eduardo Galeano,  suenan a élite literaria, a libros situados en alguna estantería inaccesible no por altura sino por desconocimiento. Sin embargo, tanto el uno como el otro son piezas de ese mundo real y a la vez  irreal en el que hemos ido creciendo devorando sus páginas. Hablando de devorar y de páginas, me viene a la memoria otra efeméride que estamos a punto de celebrar. Gregorio Samsa, otro nombre que nada dirá a muchos viandantes que se crucen mañana en nuestro camino es el personaje que, de la noche a la mañana, descubre que podría saborear una ruda cartulina impresa que, enmarcada, colgaba de un clavo en su habitación. Es un “hijo” de Kafka que ahora cumple cien añitos de nada. Y el protagonista de “La Metamorfosis” aunque ahora, con la moda de la revisión de todo lo pasado, puede que tengamos que conocerla como “La Transformación”. Cosas de sesudos traductores del alemán.

A Günter Grass confieso que lo conocí primero en el cine. Y recuerdo perfectamente el cartel anunciador de la película de su libro más publicitado, El tambor de Hojalata. Fue una tarde “de pase” en aquella mili prehistórica madrileña. Los multicines coronaban la estación de Chamartín y, quizá, mi indumentaria soldadesca hubiera hecho las delicias de algunos que otros oficiales de las SS de una célula similar a la que dejó morir en un campo de concentración a las hermanas de Kafka poco después que él mismo falleciera, tuberculoso, en Austria sin saber qué estaba a punto de sobrevenir en los anales de la historia.

Confieso también que me costó entender sobremanera aquel texto ni siquiera explicitado en imágenes. Y no sé si aun, milenios después, lo he conseguido. Quizá la fascinación de aquellas extrañas imágenes, al hilo de los cinéfilos consejos de mi buen Fermín Alonso, compañero de caquis horizontes, me embotaron el intelecto de tal modo que adentrarme en las letras que les dieron soporte me inquietó por complicado y abstruso.  Cuando paseé por Gdansk (Polonia) hace algunos veranos, nadie me avisó de que allí, en aquellas calles había nacido Günter Grass. Todo el hincapié se puso en las aventuras de Solidaridad y de Lech Walesa. Lástima. Una vez más la política por encima de la literatura.

Con Galeano todo fue más sencillo quizá porque la unión de política y literatura ya iba incluida en el mismo lote. Aquellas “Memorias del Fuego” o las muy conocidas “Venas abiertas de América Latina” son como fuentes en las que beber para digerir con sus medicinales aguas los indescifrables vaivenes del sur del continente americano.

Günter, Galeano y Kafka se asoman a nuestras conciencias para recordarnos que hay algo más allá de las hojas encuadernadas que pueblan nuestros muebles, que hay gentes para las que la vida, como decía Kafka, solo es una sucesión de intentos de “escribir” para que los demás tengamos la gentileza de intentar “leer”.

Oscar Matzerath y Gregorio Samsa, en diferentes momentos,  se han quedado huérfanos. Nosotros también. Ahora sonarán redobles de tambores de hojalata o de piel de tensado animal en recuerdo y homenaje a los autores desaparecidos y poco después todo quedará escondido en el polvo letal de las estanterías hasta que alguien, quien sabe, sufra una transformación como el insecto de Kafka y de devorador de malolientes  sobremesas televisivas pase a ser degustador de volúmenes escritos. Para ello no hacen falta muchas extremidades. No ojos tabulados. Venimos de fábrica con los instrumentos precisos para hacerlo. Lástima que hay gentes que lo desconocen.

domingo, 12 de abril de 2015

Aroma de elecciones.




Los pueblos y ciudades de nuestra geografía se levantan estos días con un aroma especial, penetrante y que puede ofuscar incluso los sentidos. Y no proviene de los stands de alta perfumería de los grandes almacenes ni siquiera del natural esparcimiento de los naranjos, los cerezos o los almendros en flor. No. Es un perfume que desprenden unos aditamentos, ora transparentes, ora verdiazules, ora anaranjados que se denominan simple y llanamente urnas.
De ellas, y en curiosa cascada, nos invaden los efluvios de los arreglos exprés, del cocimiento de pactos no siempre “naturales”, de declaraciones hechas con el labio torcido y el ojo avizor centrado en el contrario, de inauguraciones apresuradas y primeras piedras dejadas caer al aire de un futuro incierto pero que el aplauso intencionado hace asentarse al menos en la imaginación, de sonrisas forzadas y manos estrechadas a la busca y captura del voto pendular…

Ese olor que debería ser agradable a nuestras pituitarias consigue, sin embargo, a base de emponzoñar verdades, manipular sentimientos, distraer realidades y disimular los verdaderos objetivos buscados, llevarnos a un estado de inquieta vigilancia. Nunca sabremos si el voto a que esa fragancia nos empuja acabará convertido en ingrediente de una componenda que, de haberla vislumbrado, otra hubiera sido nuestra alternativa. ¿Quién le dice a un votante del PP que su voto no irá al cestillo de Ciudadanos o viceversa? ¿Arreglarán los votos a Podemos las cañerías del PSOE? Afirmaciones como “la ciudadanía, con su voto, quiere que pactemos” o “bienvenidos los nuevos partidos que harán que la frescura nos inunde” tienen aristas afiladas que quizá el perfume electoral nos impide apreciar en su verdadero discurso. Las esencias, lociones y desodorantes pueden enmascarar los verdaderos olores y embotar nuestra sensible capacidad de discernimiento a base de cantos de sirena que parecen oler a mar pero que esconden, quizá,  rancias vaharadas de pescado putrefacto.

Alrededor ya huele a urnas. Ajustemos el olfato para que guíe nuestros pasos electorales con la pituitaria bien entrenada. El futuro de todos depende de ello.

viernes, 3 de abril de 2015

Homenaje a los Camineros y en especial a mi padre, José López Hervás.


                                              Camineros al mando de mi padre, José López Hervás, Capataz de Cuadrilla, en 1966 cerca de Tolosa (Guipúzcoa) 
Cuando ya la majestuosa Falla de Mancha Real de este año se ha convertido en ceniza de recuerdo, retomo uno de los aspectos que traté en el pregón de esa celebración y que tan amablemente me encargó la Asociación San José.
Se trata de una profesión, la de mi padre y muchos de mis tíos, a la que traté de homenajear en mis palabras como recuerdo a todos aquellos mancharrealeños que tuvieron que salir de su tierra en los difíciles cincuenta y sesenta del siglo pasado en busca de mejores horizontes. Eran Camineros. Sí. Un oficio ya extinto y, en palabras de algunos de los asistentes al acto, desconocido.
 
Los Camineros, -ya solo el nombre es evocador y nos lleva a mundos casi imaginados- eran obreros, peones, del Estado cuya función era, precisamente, cuidar de los caminos, de las carreteras. En principio, cuando en 1759  reinando Fernando VI fueron creados, tenían a su cargo una legua en la que debían estar al tanto de los desperfectos que en el camino ocasionaran los carruajes, cuidar cunetas e incluso el arbolado que los flanqueaba. Incluso tenían cierta autoridad sobre las “personas de mal vivir” estando entre sus atribuciones el denunciarles en caso necesario.

Mi padre tras "limpiar" parte de su "legua" es recibido en casa por mi madre, Dulce Yera y por mi. 1959. Casa de Camineros de Deskarga.
 
Poco a poco los tiempos, y los caminos, fueron cambiando pero la responsabilidad del Caminero seguían siendo sus cinco kilómetros  asignados en mitad de los cuales, y aquí aparece otro de los puntales de la “leyenda caminera”, estaba la famosa Casilla en la que vivían junto con su familia.
Casillas de Caminero existieron muchas a lo largo y ancho de nuestra geografía. Actualmente la mayoría fueron demolidas, están abandonadas o han sido fagocitadas por las administraciones para hacer centros sociales, puestos sanitarios o se han vendido a particulares.

 
Mis padres conmigo en la puerta de la Casilla de Caminero del Alto de Deskarga (Guipúzcoa) 1958
 
Prácticamente toda mi vida “de soltero” ha transcurrido primero en una Casilla de Caminero, y luego en distintas viviendas del Ministerio de Obras Públicas adscritas a su personal. Mi padre, José López Hervás, empezó su trayectoria laboral en un empleo público en el puesto de Caminero del Puerto de Deskarga, cerca de Zumárraga en Guipúzcoa allá por 1958 cuando yo apenas tenía algunos meses. Una casilla en la que permanecimos casi tres años y a la que pertenecen mis primeros recuerdos. Un entorno idílico en plena montaña, rodeados de una especie de bar de carretera y de distintos caseríos en uno de los cuales, Nicasia –una anciana vecina- me guardaba la leche recién ordeñada y siempre de la misma vaca. Eran tiempos difíciles y complicados en la que la economía familiar, que apenas daba para el sustento, se complementaba con los productos de un pequeño huerto trasero.
 
Yo mismo en otra vista de la Casilla de Deskarga (1959)


Mi tío, Juan Antonio Yera, Caminero en Villabona, con mi primo Pablo Yera, en una visita a Deskarga.
La carretera para llegar al Puerto era de tal extrema complicación que los autobuses de línea debían hacer varias maniobras en las vertiginosas curvas que la formaban. Ese es uno de los primeros recuerdos que guardo de aquel tiempo.


El Alto de Deskarga en la actualidad según Google Maps.


En un intento de mejorar la situación familiar, mi padre solicitó el traslado a Tolosa, ciudad industrial con varias empresas  papeleras y una que para mi infantil concepción era muy exótica: la factoría de boinas Elósegui.
Nuestra nueva vivienda, un bloque de arquitectura típica de la zona, estaba sobre los talleres de Obras Públicas, lugar que fue escenario de mis aventuras infantiles subiendo y bajando a los viejos camiones ya en desuso o a las apisonadoras antiguas que tenían una cabina con ventanas de celosía desde la que podía conquistar nuevos mundos. Los vecinos, Ambrosia y José Miguel Lesaka en el piso de enfrente y Josefa y Benito Inza en el de abajo fueron nuestros embajadores en aquel Euskadi incipiente del que tardamos casi diez años en abandonar para regresar a Andalucía.


Vista de la casa de Obras Públicas de Santa Lucía (Tolosa) con los Talleres en el Bajo. En el balcón arriba a la izquierda, mi madre conmigo y con mi hermana. (1966)

Estando ya asentados en este pueblo a orillas del Oria, con su ponzoña maloliente de las papeleras, mi padre se apuntó a un curso en Madrid, en la Escuela de Capacitación Social. Un episodio que tendría mucha importancia en su desarrollo digamos “cultural”. Visitas a la Capital, al Valle de los Caídos, a los Museos, al Escorial, a Toledo, abrieron sus horizontes y las charlas recibidas dejaron huella en aquel hombre que no pudo en su juventud cultivarse todo lo que hubiera querido (Recuerdo como contaba su afán por saber apuntándose a escuelas nocturnas cuando volvía de los cortijos).
Volvió de aquel cursillo con una suscripción a la entonces llamada “Biblioteca circulante” en la que los pedidos llegaban por correo. La casa se llenó desde entonces de libros de arte, de grandes clásicos y de obras diversas de las que daba pena tener que desprenderse para devolverlas. Quizá de ahí mi espíritu de viejo ratón de Biblioteca y mi ánimo por atesorar libros de toda clase y condición.

Imagen de los alumnos del Curso de Capacitación Social en Madrid, 1.965 aprox. Mi padre, José López Hervás, está en la tercera fila empezando por abajo, el sexto por la derecha, en el centro de la foto.
Pero eso no es todo.  Mi padre volvió con un puñado de libros en la maleta. Algunos eran guías turísticas de lo que había disfrutado en Madrid y alrededores pero había uno que me marcó para siempre. Nunca he olvidado su título y el nombre de su autor: Reloj de Arena, de Pragmacio  Salgado.


Vista de una de las visitas turísticas del grupo de  Camineros del  Curso de Capacitación Social, en este caso al Museo de Ciencias Naturales de Madrid. Mi padre es el primero por la derecha.

Durante muchos años he llevado dentro la curiosidad de saber la causa de su elección. Lógicamente mi padre no tenía cultura poética pero allí estaba: un libro de poesía en su “mochila”. Luego, investigando, descubrí que el tal Salgado era el director de la Escuela de Capacitación Social y que, posiblemente, ofreció a los alumnos del curso algunas de sus obras, pero eso no sustrae mérito alguno al “regalo” que mi padre me hizo con aquel libro. Durante años fue el único libro de poesía de nuestra biblioteca y hasta tuvo el honor de ser el sujeto del primer comentario de texto que hice allá por sexto de Bachiller, para pasmo del profesor, que era Julio Artillo, luego cargo socialista de la Junta, que no conocía al autor.
Pragmacio Salgado, director de la Escuela y autor del libro de RELOJ DE ARENA que luego influiría en mi "carrera" por llamarlo de algún modo.

Más recuerdos se me amontonan, la escuela de Santa Lucía con la señorita Purificación Iturrioz y mis primeros pasos en el conocimiento, mis amigos los hermanos Zabala, hijos del encargado del Matadero cercano, Juan de Dios, el hijo de la Matrona que vivía frente a nuestra casa cruzando la Nacional I, José Miguel, el nieto de Ambrosi, las monjitas de la Clínica donde me vacunaban, a dos pasos de casa y donde nacería mi hermana a escasos meses de nuestro regreso, los domingos en los Corazonistas con pastelito a la salida, los fastuosos carnavales de Tolosa, el añorado Cine Leidor donde vi mis primeras grandes producciones, el cine Igarrondo con sus pelis de sábado tarde repletas de romanos, el galinero del Gorriti, teatro venido a menos, el vinatero que nos servía el vino a granel, la catequesis con el padre José Antonio, el quiosco de la plaza que me surtía cada domingo del nuevo ejemplar de Pulgarcito y de unos sobres sorpresa que solían tener versiones reducidas de los cuentos de Calleja…

Mis amigos de la infancia "tolosarra", de izquierda a derecha, Juan de Dios Cordero, Nicolás y Juan José Zabala.
 
Los niños y las niñas de la Escuela de Santa Lucía de Tolosa en 1.961. Estoy en la parte derecha, el tercero de la primera fila sentados.
 
Y otros relacionados con los Camineros… el Celador Zaldúa con su casa oficial junto al Oria frente al puente, las tardes haciendo “control” mientras mi padre descansaba, (el control consistía en apuntar en unos estadillos todos los vehículos que pasaban por aquel punto de la Nacional I, turismos, camiones, autobuses, motos), los días de paga, en que ayudaba a mi padre a rellenar los sobres de los componentes de su cuadrilla con sus exiguas nóminas, los juegos con Lesaka cuando le tocaba ser el cocinero en algunas ocasiones en que los trabajos de la cuadrilla eran cerca, las idas y venidas con mi primo Pablo,  las visitas de las Casillas de amigos y compañeros como la de “Pepe, el del Vivero”…

 
Una visita festiva a la Casa de Camineros del Vivero de la Carretera de Granada, para nosotros la de "Pepe el del Vivero". Mi padre sostiene a mi hermana y al hijo de Pepe, que se ve asomar la cabeza. Mi madre está en la puerta. Pueden observarse los carteles anunciando el kilometraje en la fachada, algo típico en las Casillas de Camineros.
 
 
Mientras, mis tíos habían emprendido caminos similares. Uno de ellos, Juan Antonio Yera, se aposentó en Villabona, Manuel Sánchez en Azcoitia, Rafael Gómez en Vidrera (Girona), Juan María Yera en Bailén… Otros, como mi primo Luis Hervás, en Beasain, todos con su escarapela de Caminero y su “legua” para conservar. Con el tiempo regresaron a Jaén, pero la impronta de su paso por aquellos lejanos caminos se ha conservado hasta ahora.
 
Grupo de Camineros en Vidrera (Girona) a mitad de los años sesenta. Mi tío Rafael Gómez es el primero de pie por la izquierda, vestido de oscuro. A sus pies, mi primo Bartolomé Gómez.


Otra imagen familiar. Mis tíos, Rafael y Ana, con mi primo Bartolomé en la puerta de las viviendas de Camineros de Vidrera (Gerona) Mediados de los sesenta.

Ya de regreso a Jaén nuestra casa fueron de nuevo las Viviendas de Obras Públicas de la Avenida de Madrid, frente a los Talleres del Ministerio, luego de la Junta de Andalucía. Veintitantos años de mi vida han transcurrido en Casillas o Pisos de Caminero así que mi homenaje es sentido y emocionado. Mi aplauso a todos aquellos esforzados obreros que, a pie al principio y en camiones después, recorrieron los caminos que llevan y traen a los viajeros que, normalmente, no reparan en quienes velaron por su buen estado. Y en especial a mi padre y a mi madre, Dulcenombre Yera, su compañera incansable en tiempos duros y otros más apacibles. Ellos encarnan para mí el verdadero espíritu de aquel Caminero solitario en su trozo de camino, bajo el cielo de las noches en las que una lágrima recordaba la lejanía de su tierra y de sus seres queridos. Gracias, papá, Gracias, mamá.


Vista del antiguo vivero de Obras Públicas en Jaén,  junto a la Avenida de Madrid, donde se construyeron viviendas para Camineros y para Funcionarios del MOPU.


Bloque de viviendas para Camineros de la Avenida de Madrid, en Jaén. Hoy desafectados.

Mi primo Pablo Gómez a mediados de los setenta en las viviendas para Camineros de la Avd. de Madrid. Jaén.
 
 
Hoy, el cuerpo de Camineros ha desaparecido y aquella labor que realizaban, también. Son ahora equipos de Conservación los que recorren las carreteras a la busca y captura del bache perdido o de la señal desmejorada. Obviamente la calidad de vida ha mejorado y probablemente el estado de las carreteras también, pero no podemos olvidar a aquellos camineros y a sus familias, que se dejaron la vida legua a legua haciendo el verso de Machado realidad. Ellos sí que hacían camino al andar...
En homenaje a José López Hervás y Dulce Yera Romero. Mis padres.

 

domingo, 8 de marzo de 2015

Pregón de la XXXIII HOGUERA/FALLA de Mancha Real (Jaén) Edición 2.015





A petición de muchos de los asistentes a la lectura del PREGÓN de la XXXIII Hoguera/Falla de San José de Mancha Real, única que se quema fuera de la Comunidad Valenciana y en agradecimiento a quienes me arroparon con su presencia durante el acto, adjunto el texto de dicho pregón. Vaya con él mi homenaje a los organizadores, la Asociación Cultural San José, con más de tres décadas de esforzada dedicación a la "Falla" de Mancha Real, con Juan Francisco Molino a la cabeza, a la Corporación Municipal y a todos quienes colaboran para llevar a buen termino este empeño declarado de interés turístico.


PREGÓN XXXIII HOGUERA DE SAN JOSÉ. MANCHA REAL. 6 marzo de 2015
Pedro A. López Yera

Buenas noches y muchas gracias. Quizá éste más parece un saludo de despedida que un comienzo emocionado, pero lo es, créanme, creedme. Gracias a las autoridades presentes, Sra. Alcaldesa, miembros de la corporación municipal, socios y directivos de la Asociación San José, en especial, a quienes pensaron, quizá en un desvarío al que espero dar cuerpo y responder a la confianza, que podría desarrollar el pregón de esta fiesta de San José que ya se adivina en el horizonte de un pueblo como Mancha Real, el mío, esa tierra donde abrí los ojos por primera vez y a la que siempre he llevado en la mochila, como diría alguno de los ilustres viajeros que por el mundo han sido.

Gracias también a quienes han compartido conmigo los muchos años ya vividos, familia, amigos, muchos de los cuales nos acompañan hoy,  algunos físicamente y otros, prendidos de la generosa nube del recuerdo.

Gracias a esta tierra, repito, de la que siempre me sentí partícipe a pesar de que los avatares de la historia me han hecho estar alejado casi siempre de sus calles, de sus olivos, de su sol.

Esta tierra que, no me cabe duda, fue una de las primeras creaciones de los dioses, esas en las que se pone  mucha más ilusión y toda la carne en el asador. Nuestros campos, nuestras gentes, nuestro carácter tienen mucho que ver con la alegre amanecida del alba preñada de esa luz que solo nosotros tenemos y sabemos disfrutar.

Y esta no es una frase literaria. En mi tierna infancia, allende los siglos pasados, dije adiós a Mancha Real hundido en el regazo de mi madre con apenas meses. La emigración de los años sesenta nos llevó lejos en busca de algún nuevo horizonte. Recorrí caminos sin saberlo pero el tiempo me hizo saber, grabándomelo a sangre, frío y distancia que aquel Euskadi donde recalamos, entonces con el apellido “Vascongadas”, no era mi tierra.

No puedo por menos que recordar las palabras, a veces aliñadas con lágrimas de morriña, de mi madre señalando las colinas que nos rodeaban y afirmando que tras ellas estaba su tierra, sus olivos, las personas que la querían y a quienes ella echaba de menos… Ella siempre supo que volveríamos, siempre me insufló ese espíritu de andaluz en permanente espera de regreso, de niño con ansias de crecer en otros escenarios, menos verdes, menos fríos, con otras miradas, con otra alegría. 

Era como si en su fuero interno resonaran las palabras de Joan Margarit afirmando que la nostalgia no solo se puede tener de la historia vivida, soñada o añorada sino también de la geografía. Los lugares son pinceladas importantes en el óleo que da forma a  nuestra vida. El sitio puede marcarnos más que un hecho. O quizá el hecho sucede por estar en un lugar y no en cualquier otro.

El caso es que Mancha Real era un punto caliente que calmaba el desasosiego, una marca en un mapa imaginario que, sin embargo, existía más allá del universo que aquel niño conocía. Pronto descubrí, además,  que no solo nosotros tuvimos que huir, permítaseme la palabra, al socaire de la necesidad. Muchos otros miembros de la familia tomaron el mismo rumbo al norte y con los mismos objetivos.

Además, paradojas de la historia, muchos tomaron una profesión que a todos nos puede hace evocar ese mundo casi literario de quienes abandonan su tierra: Caminero. ¿Se han parado a pensar?, ¿Os habéis parado a pensar en el significado de esa palabra?  Si la repetimos, caminero, posiblemente nos sonará distinta, como si con cada letra avanzáramos un paso por la senda que nos ha tocado a cada cual. Caminero. Pocos oficios despiertan ese tono conmovedor que, sin cerrar los ojos, nos transporta.

No vamos a recordar los conocidos versos de Machado, pero hacer camino, prepararlo para los demás,  cuidarlo como si en ello les fuera la vida, resultó ser el modus vivendi de mis padres, de mis tíos y de bastantes de sus amigos y conocidos. Caminero. Hacedor, cuidador e impulsor de caminos.

Esos mismos caminos por los que salieron de su tierra y por los que volverían tiempo después aunque dejando en ocasiones mucha vida prendida en el recorrido.

Cantaba Rafael Amor:

 

En el camino aprendí,

que en cuestión de conocer,

de razonar y saber,

es importante, entendí,

mucho más que lo que vi

lo que me queda por ver...

 
Mucho me quedaba por recorrer, ciertamente, pero el camino, siempre de ida y vuelta, nos dejó de nuevo a orillas del olivar. Y hoy mis padres descansan en este pueblo, en esta tierra a la que tanto quisieron, soñaron y añoraron. Su postrera morada es la misma Mancha Real rodeada por los olivos que los vieron nacer, irse y volver.

Esos olivos  de los que Gala escribió: 

 
Mi patria sois; me extinguiré en vosotros

para que empiece todo una vez más.

 
Cesar Vallejo decía que la tierra de los cementerios huele a sangre amada. Hago mías sus palabras y me permito dedicárselas a todos aquellos que regresaron a sus raíces recorriendo de vuelta los caminos para permanecer en ellas para siempre. Todo termina y todo comienza y entre idas y vueltas, entre caminos hollados por pies cansados, nuestro pueblo siguió palpitando en mi vida diaria aun en la distancia.

 
Crecí escuchando nombres como Peñaflor, Soguero, Las Pilas, La Peña del Águila… lugares que se me antojaban escenarios de libros de aventuras en los que imaginaba mil y una historias alimentadas por el recuerdo familiar y por las vacaciones veraniegas en las que volvíamos a casa, pero a Casa con mayúscula. El ruido de la nacional 1 junto a la que vivíamos se trasmutaba en campanadas de iglesia, en canto de pájaros y gallos mañaneros, en alocadas idas y venidas con los primos, en la mirada acuosa del mulo de uno de mis abuelos o de la borrica del otro.  Solo aquí tenían sentido para mí los versos de un Machado escolar que decía a lomos de una enciclopedia manoseada:

 
¡Pardos borriquillos

de ramón cargados,

entre los olivos

Aun hoy, desaparecidas ya las casas de mis abuelos, sus cuadras, sus “cámaras” aquel mundo casi secreto repleto de incitantes detalles aventureros, el rumor de su presencia se me hace presente con solo pisar una de estas calles mancharrealeñas. O al ver los olivos a ambos lados del camino.

Pero dejemos que el recuerdo navegue por el río de la memoria, “flanqueado de voces, sombras y misterios” y dejemos, siguiendo con más palabras de Pedro Molino, otro mancharrealeño juntador de palabras,  “que la aurora del alma nos despierte”.

Antes hablamos de los dioses y de cómo exprimieron su espíritu creador para dar a luz a lugares como este pellizco andaluz en el que nacimos. Mezclar dioses, caminos y olivos no es algo baladí.

Nuestra falla de este año está presidida por Zeus, el padre del Olimpo. Y todos sabemos que nuestros olivos tienen mucho que ver con él y, más concretamente con su divina familia. Recordemos que Zeus tenía una hija, Atenea, una diosa guerrera pero con jurisdicción en justicia y sabiduría, y como tal protectora de las artes y la literatura.

Para refrescar la memoria mitológica diremos que un hermano de Zeus, Poseidón, ese que todos imaginamos con olas alrededor y un tridente feroz en las manos, tenia celos de los territorios que dominaba Zeus y, ni corto  ni perezoso, en un rifirrafe familiar, clavó su tridente en el suelo para hacer brotar un pozo de agua salada significando sus dominios aunque otros dicen que lo que apareció fue un deslumbrante caballo blanco que les daría la victoria. Buenas opciones ambas.

Pero Atenea, más inteligente y menos impulsiva hizo que frente a todos naciera un olivo. Y como no podía ser de otro modo la ciudad quedó para siempre consagrada a ella ya que se determinó por los reconocidos sabios del lugar que aquel árbol era capaz de dar llamas para iluminar, ungüento para calmar heridas y, especialmente, ser un alimento energético y útil.

Hoy no podemos imaginar nuestra tierra sin olivos. Gracias a los fenicios y a los romanos ese regalo de Atenea inundó nuestra tierra convirtiéndola en ese metafórico “mar de olivos” tan querido a escritores y poetas. Cruel ironía para el pobre Poseidón. Su envite no ganó pero su esencia, la de océano verde y fértil, ha permanecido unida indisolublemente a la historia de su enemiga Atenea.

Bajo tus ramas, viejo olivo, quiero

un día recordar del sol de Homero.

 
Son palabras de Machado que nos permiten ahondar más en el recuerdo, en ese pasado a veces duro, a veces doloroso que precisamente lo es por el sentimiento que nos genera. Decía Mark Twain que llamamos pasado a lo que ya no nos duele. Y por esa regla de tres poco podemos despreciar de ese bagaje que nos acompaña desde niños. ¿Qué es un olivo? Decía Alberti. Y contestaba: es un viejo, viejo, viejo y es un niño con una rama en la frente y colgado en la cintura un saquito todo lleno de aceitunas.

 
Recordar… Homero… palabras que nos acercan casi peligrosamente al título de la falla que nos ha congregado. El poder. Cuenta la Odisea que Zeus dijo a los dioses: Hay que ver cómo se empeñan los hombres en achacarnos todos los males que les acaecen y no se dan cuenta  de que son ellos mismos, con sus propias locuras, quienes los traen.

¡Cuánta verdad! ¡Cuántos desmanes hemos cometido a lo largo de la historia en nombre de los dioses, a veces con mayúscula y a veces con minúscula. El poder nos ha embriagado en casi todas las épocas haciendo que lo que debería ser un servicio a los demás se convierta en un espejismo que todo lo deforma, como los espejos de feria, cruelmente a veces, dolorosamente siempre.

El poder. El rayo de Zeus. Gobernantes por la gracia de dios. Dioses travestidos de faraones o de sádicos emperadores… desgraciado catálogo de episodios que quizá nunca debieron suceder y que generaron guerras y sangre en nombre de divinidades con pies de barro.

Ahí entra nuestra amiga Pandora. Qué mala fama ha arrastrado la pobrecilla a lo largo de los siglos. Su nombre, en realidad, significa “un regalo para todos” o también “la que lo da todo”. Sin embargo, nos ha quedado una versión del mito en la que ella abre su famosa caja y deja escapar todos los males que, desde entonces nos aquejan.  Y me parece injusto. Quien todo lo da es obvio que ofrece todo lo malo, pero también todo lo bueno.  El uso que hicimos de ese regalito ya nos corresponde por completo a los humanos.

Hay una versión poco conocida en la que al abrir la caja, repleta de todo lo bueno y todo lo malo, por algún extraño sortilegio las cosas buenas volaron de nuevo hacia los dioses y, “desgraciaitos” que somos, a nosotros nos quedaron las malas. El caso es justificar lo mucho que hemos desbarrado allende los siglos.

Sin embargo hay un detalle que nos debe hacer confiar en nosotros mismos. Pandora cerró la caja en un momento dado. A lo mejor se compadeció de nosotros o quizá fue un accidente. Versiones hay tantas como colores. Pero quedó algo en la caja. Algo que sabemos que podemos encontrar: la esperanza.

Los males nos sobrevuelan pero la esperanza está a buen recaudo. Quizá es lo que desempolvamos cuando vemos a otra diosa, democrática ella, con la que nos citamos periódicamente: la diosa Urna.  Ante ella hacemos el ejercicio contrario: dejamos fuera todo aquello que nos ha estorbado en el bello ejercicio de ser mejores, metemos en un sobre la esperanza y aguardamos con el alma en vilo para ver cuántas esperanzas ha recopilado la diosa  Urna. Diríase que cuando ella abre al fin su cuerpo translúcido brota en nosotros el ansia de haber alcanzado el nirvana, de haber conseguido encauzar el poder y la gloria y, en ocasiones tanto confiamos en su poder que nos retiramos, alegres y felices o compungidos y con cara de pocos amigos hasta la cita siguiente.

Olvidamos, claro está, que el poder está en nuestras manos siempre y que debemos amasarlo hasta obtener la masa del más preciado pastel junto con ingredientes como  la libertad, el trabajo, la cooperación, la tolerancia…

El poder, como bien simboliza nuestra falla que espera la llama purificadora, es un apéndice de nosotros mismos que solemos regalar a aquellos en quienes confiamos. Es, de nuevo, la esperanza quien nos mueve. Es Pandora, perspicaz y astuta, que nos sigue embaucando con su bien ideado truco. La esperanza es lo último que se pierde. Claro. Ella la tiene guardada. Nosotros más que esperanza tenemos, repito,  confianza en aquellos a quienes damos el poder.                                                                                                                 
 
Unos, honrados,  saben que tendrán que devolverlo y dar cuentas de cómo lo han usado. Otros solo embrollan para alcanzarlo y luego escabullirse por las rendijas del sistema en ocasiones con los bolsillos llenos.

Ahí está de nuevo la dualidad de Pandora. Los que dan el poder y los que lo reciben. Los honrados y los delincuentes. La balanza es muy sensible y fluctúa hacia uno y otro lado en cuanto sopla el viento de la corrupción, que últimamente parece un tornado más que una brisa molesta. Clemenceau dijo que el poder es la más completa de las servidumbres. Lástima que suela olvidarse. Y Tagore agradecía no ser una de las ruedas del poder, sino una de las criaturas que son aplastadas por ellas. Profundo pensamiento que puede hacernos cavilar respecto a nuestras ambiciones y deseos.

Los dioses, desconfiados, siguiendo el verso de Alain Bosquet, decían…

No, no,  si ha de haber un ojo, que sea de las montañas;
Si ha de haber una risa, ofrezcámosela al océano para que se anime.
Las palabras para los arroyos…
Y el pensamiento, que de él se adueñen las rocas para conocerse mejor.
Pero,  no, no, decían los dioses, ahorrémonos el error humano.


Parece que todos los dioses han dudado en uno u otro momento de sus propias creaciones y hasta han deseado hacernos desaparecer bajo diluvios torrenciales o lluvias de fuego, pero ahí seguimos, seguramente sin aprender de nuestros errores: Los unos desde un poder que no saben gestionar salvo para producir beneficios, digamos subjetivos. Los otros por aceptar sumisos las idas y venidas de gobernantes, regidores, gobernadores y mandatarios diversos no siempre por la senda del bien común.

Pero,  ¿quién duda que quizá debiéramos despertar?  Decían los versos de   Juan Antonio Mora:

Gente dormida en las nauseas del vacío,

En las cloacas del poder y sus desvaríos.

País dormido en un saco roto de esperanza,

País dormido en la injusticia

En la tos del enfermo,

En la deuda del parado,

En la cólera del preso,

En la fiesta de la desigualdad.

A ti te canto, a ti te hablo.

Ponte al día.

Levántate y anda…

 
Pero la fiesta es la fiesta y el poder, en ella, es solo un concepto que arderá dejando las pavesas flotar sobre nuestras cabezas. Esas figuras de gentes con poder o aspirantes a serlo van a quemarse frente a nuestras narices. Oleremos el dulce perfume del fuego purificador y nos parecerá que todo vuelve a la ceniza primigenia. Eso se llama esperanza, amiga Pandora.

Suelo gris, Cielo rojo… Quedó la luna enredada en el olivar. Versos de Emilio Prados que resumen el ciclo del fuego: gris ceniza, cielo en llamas, luna merodeadora sobre los olivares aspirando bocanadas ardientes en la noche de marzo.

Y luego, grande Blas de Otero, “Vamos a verdear el aire, que todo sea ramos de olivos en el aire. Defenderemos la tierra roja que vigilamos. Puestos en pie de paz, unidos, laboramos. A verdear el aire. Que todo sea ramos de olivos en el aire”

Iremos unidos, festejando alrededor de ese fuego que nos espera en apenas unos días. Llamas que acabarán con ese Zeus de madera y sus pequeños “secuaces” amigos del poder, pero que quizá nos hagan pensar cosas como, por ejemplo, aquella frase de Leonard Cohen “Con el poder mantenemos una relación ambigua: sabemos que si no existiera autoridad nos comeríamos unos a otros, pero nos gusta pensar que, si no existieran el poder ni los gobiernos, las personas se abrazarían”

Abrazarse, bailar, gozar de esa gota de fuego que curará la oscuridad, abrirá nostalgias y avivará espíritus con su llama vestida de espada justiciera, de ruego germinado, de deseo gritado en el silencio del crepitar chispa a chispa… ese es el objetivo del encuentro, del festejo, de las fiestas que se acercan.

No hay sino luz entre ávidas llamas.

No hay sino alegría entre lágrimas rojas.

No hay vacío entre el fuego que asciende.

No hay ceniza domada tras el aquelarre.

Solo el resplandor chisporrotea

Bajo la luna que mira con envidia

A quienes danzan al hilo de la hoguera

Sabiéndose con poder sobre la vida.

 
Estos últimos versos eran de mi propia cosecha, pero, tranquilos,  las palabras se terminan para dejar paso al festejo. La llama del papel se traslada a la madera. El espíritu de la voz se transmuta en ceniza. Los corazones palpitan al unísono junto al crepitar del fuego. El poder se pasea, quizá furioso, recordando aquel aforismo que decía que  los pueblos y el fuego no pueden ser domados nunca. En nuestras manos está al menos que así sea.  

 Si Machado era capaz de descubrir el secreto del mar meditando sobre una gota de rocío, nosotros seremos capaces de ver el futuro en la pavesa que caerá, tímida, ensimismada y etérea sobre nuestras cabezas cuando la Hoguera cumpla su destino. Y ese futuro, lo sé, nos va a sonreír de la forma que nos merecemos y a la que aspiramos.

El pregón termina. Ya casi huele a humo y a fiesta mientras se desgranan pentagramas de fuego. Gracias por compartir estos minutos. San José está a la vuelta de la esquina. Que él, Zeus, Pandora, la divina providencia y vuestros dioses personales os sean propicios.

Ahora sí. El comienzo vuelve a tener sentido: Buenas noches y muchas gracias.

 

Pedro A. López Yera

PREGÓN DE LA XXXIII HOGUERA DE SAN JOSÉ

MANCHA REAL. 6 de marzo de 2015.