domingo, 28 de junio de 2020

La distopía ha llegado.




Hemos llegado a la distopía quema-estatuas, censura-libros y películas, altera-historia y odia-todo lo que no concuerda con el oficialismo. Hemos accedido a un cronovisor, por llamarlo de un modo adscrito a la “fantaciencia” por el que pretendemos revisar, revisionar, requisar, reescribir, reuniformar y reestructurar el pasado para que sea asemeje a nuestra visión actual de las cosas. Al menos a la visión que se nos ofrece como única y verdadera.
Un aterrador aire de uniformismo oficial se está apoderando de nuestros recuerdos, de nuestra historia, de lo que una vez fuimos y que, obviamente, nos debe encaminar hacia el más crudo de los infiernos por malvados, racistas, xenófobos, supremacistas y toda pléyade de adjetivos que decoran el "Salón Promenade” de la historia cercana, lejana y de media distancia. ¿Es lícito mirar al pasado y estudiarlo? Por supuesto. ¿Es normal y humano avergonzarse de ciertos episodios que marcan nuestra huella? Cierto. Pero, ¿debemos sacar la goma de borrar y hacer desaparecer lo que fuimos? ¿Hay que derribar, censurar, disimular, obviar, enterrar, diluir, abatir o demoler nuestra huella?
No. No podemos pretender cerrar los ojos a lo que sucedió. Los avestruces y los niños pequeños no son un ejemplo a seguir en este campo de minas que es la mirada hacia atrás. No se trata de que nos subamos al carro de que lo que no se sabe/recuerda/conoce deja de existir automáticamente. Lo que pasó, pasó. Los hechos son tercos y no desaparecerán a no ser que montemos en la maquinita de Timeless o abramos una puerta del Ministerio de Jordi Hurtado. Pintarrajear a Cervantes, derribar a Junípero, quemar a Colón, alterar a la Mammy de la “Señorita Escarlata” o esconder los negativos de varios documentales de “La 2” nada arregla salvo enfervorizar a los extremistas, puristas de una historia que nunca concordará con lo que piensan. A lo hecho, pecho. Eso afirmaba el viejo refrán. Pero ahora se dice de otro modo, a lo hecho, bote de pintura. A lo hecho, ojos cerrados. A lo hecho, labios sellados. A lo hecho, soga y al suelo.
¿Qué quedará de la historia de la Humanidad si seguimos así? ¿Iremos arrancando hojas a los libros? ¿Quemaremos fotogramas “inconvenientes”? ¿Arrasaremos monumentos? ¿Descabezaremos estatuas? ¿Tiraremos al mar a todo aquel que no comulgue con la nueva visión de la historia?
Desgraciadamente este tipo de comportamientos, movidos por otras circunstancias, pero de similar peligrosidad, nos han acompañado en épocas no muy pretéritas y excuso decir que de ellos no nació nada bueno. Es más, dieron pie a dolorosos escenarios en los que mejor no ahondar de nuevo.  La historia responde a su tiempo y cada tiempo tiene su historia. No es de recibo alterar lo que sucedió para que todo siga el cauce que ahora se nos antoja justo. Lo es, sin duda, comparado con otros momentos pasados, pero ignorarlo, borrarlo o destrozar su recuerdo no es la solución. El camino está en la EDUCACIÓN. Y ahí han de basarse nuestras visiones del pasado, del presente y del futuro.La Humanidad siempre ha sido, digamos, poco dada a comportamientos ejemplares. Estudiemos, aclaremos, pongamos todos los puntos, las íes, las comas y las comillas que menester sean. Pero sin escorarnos hacia el abismo del todo vale. La ignorancia, decía un viejo aforismo, es muy atrevida. Y si tiene una parcela de poder, peor aun. Mover a las masas es sencillo. Sobre todo si las masas carecen de la formación adecuada y hemos caído en la tentación de mantenerlas en ese manipulado estadio de duermevela-aplauso-asentimiento-vótame que te llevaré al cielo arcádico. ¡Ay, esos gobernantes que ni siquiera saben de lo que hablan. Esos que pueblan las poltronas careciendo de un toque, solo un toque, de sensatez y que empujan a sus acólitos a la algarada interesada... De ellos, líbrenos la providencia. Sea laica, divina o mediopensionista.
Por cierto, ni los “Conguitos” se han salvado de la quema. Hace poco sucumbió “aquel negrito del África tropical” que cantaba la canción de ese grumoso cacao mañanero. ¿Qué será lo próximo?

viernes, 17 de abril de 2020

LA SOMBRA DE LO QUE FUIMOS. En homenaje al escritor LUIS SEPÚLVEDA. Fallecido por coronavirus.





Otra pluma que ha caído víctima del coronavirus, Luis Sepúlveda, -estimulante y premiado “contador” de historias- nos da pie a elucubrar sobre qué pasará ese “día después” que añoramos desde esta confinada y perdida libertad. El título de una de sus obras, “La sombra de lo que fuimos”, podría aportarnos, entre otras, esa lúgubre imagen que nos resistimos siquiera a imaginar. ¿Cómo y cuándo saldremos de esta situación?
Incluso cuando el mundo respiraba apuntando a la guerra fría o a la amenaza atómica, planteamientos como el que ahora vivimos sólo se contemplaban como guiones de una ficción solo posible en pantallas, libros o mentes calenturientas. A finales de los cincuenta, “La hora final” un film de Stanley Kramer, mostraba un mundo devastado por una guerra nuclear en el que solo queda un pequeño reducto en Australia donde la vida aún continúa, pero por poco tiempo. Algo después, en los primeros ochenta, una tvmovie estrenada en cines, “El día después” nos planteaba el dilema de qué hacer tras el desastre. Y Luis Sepúlveda, cuya pérdida lamentamos hoy,  nos planteaba un título premonitorio: “Los miedos, las vidas, las muertes y otras alucinaciones”.
No estamos en semejante disyuntiva, por supuesto, pero sí ante una crisis nunca antes conocida en nuestro tiempo. Y esta situación, que indudablemente solventaremos con mucho esfuerzo, tendrá asimismo un “día después”.  
Si volvemos a la obra de Sepúlveda nos topamos con otros títulos como “Mundo del fin del mundo” o “El fin de la historia” y, con solo mencionarlos, se nos podría apagar una esperanza que no podemos permitirnos perder.
Muchos estudios parecen indicar que nada volverá a ser igual, o al menos, que el concepto social que hasta ahora nos ha acompañado tardará mucho en asentarse de nuevo. Las acciones, decisiones y propuestas que ahora se tomen van a diseñar un mundo diferente en los próximos tiempos. No hablamos sólo de la sanidad, que será un campo a rediseñar, también de la economía, la política, la educación y la cultura, por citar algunos de los puntos que definen una sociedad.
Si se generaliza el teletrabajo, si se descubre que las clases pueden dejar de ser presenciales y que el resultado no varía, si ahondamos en ese distanciamiento social al que ahora nos vemos abocados, si las comunicaciones se ralentizan, los viajes se reducen drásticamente, los encuentros multitudinarios, a los que somos tan aficionados, se cercenan, si aceptamos sin rechistar que se nos vigile, se nos confine y se nos monitorice en aras de una protección que el Estado nos ofrece, a pesar de ser medidas temporales podrían ir tomando cuerpo en un futuro que ya no será distópico sino real, no imaginado sino cierto.
¿Aumentarán los impulsos nacionalistas aislacionistas para protegerse el Estado? ¿Se desinflará la solidaridad entre países? ¿Desarrollaremos una especie de “Gran Hermano” colectivo en el que la tecnología nos invada hasta extremos insospechados? Estamos en un momento histórico en el que, por primera vez, sería posible vigilarnos a todos todo el tiempo. Se nos aparecen fantasmas manejados por Orwell o Huxley y “Un mundo feliz” o “1984” parecen asaltarnos sin remisión.
¿Serán nuestros datos biomédicos, al alcance del Estado, la clave de nuestro movimiento social? Es curioso, duro y doloroso pensar que una infinitesimal partícula libre en nuestro sistema de vida pueda retrotraernos a épocas en las que la muerte nos acechaba por la calle y nos impida tocar, abrazar, besar y sentirnos humanos con otro humano al lado. Esperemos al día después y descubramos entonces si somos o no los mismos que una vez fuimos.
Mientras tanto, juguemos con “Un perro llamado Leal”, con la “ballena blanca”, con “la gaviota y el gato que le enseñó a volar” o seamos, por unos instantes, el “viejo que leía novelas de amor” mientras el sol de la tarde, cayendo tras la ventana, nos recuerda que la vida continúa más allá de los dominios ahora cercados por el virus.
Queremos que esa distancia social que nos diluye frente a los demás pueda desvanecerse, que quienes la sobrepasan no sean, no seamos, un “killer sentimental” -otra obra de Sepúlveda- y seamos capaces de recorrer otra piel, otra boca, otro cuerpo distinto al nuestro sin miedo, sin sentirnos culpables por el otro y por nosotros mismos sino conjugando una nueva  Idea de la Felicidad”.
Todo llegará, seguro, pero como bien nos sugería Luis Sepúlveda en una de sus fábulas, “Historia de un caracol que descubrió la importancia de la lentitud”, apresurarse nunca será la llave de la solución. La calma, el sosiego, la paciencia, la perseverancia y un buen chorrito de resignación nos llevarán al triunfo.  Que nuestras acciones imprudentes no puedan formar parte de una “Antología irresponsable”.  “Volveremos a ser los que fuimos.
Luis Sepúlveda. Descanse en Paz.

PUBLICADO EN DIARIO JAÉN 17.04.2020

sábado, 11 de abril de 2020

Cachitos de tele y virus.



Recorren las redes, refugio de soledades confinadas en este tiempo de pandemia, mensajes de gentes de variopintas edades que han descubierto unos y revisitado otros los viejos, antiguos, añorados y vueltos a la vida programas de televisión que poblaron nuestra época de tierna infancia y florecida juventud. Páginas como “YouTube” o “RTVE a la carta”, entre otras, nos dejan husmear en los archivos audiovisuales escondidos en lo más profundo de nuestro recuerdo. Al socaire de, por ejemplo, el treinta aniversario de la muerte de Félix Rodríguez de la Fuente, acaecido hace apenas semanas, muchos de quienes permanecemos recluidos por culpa de ese “bicho coronado”, nos hemos acercado a sus programas y, al tararear su archifamosa sintonía, nos trasladamos a otro tiempo en que la libertad no estaba cercenada. Recorremos con él sierras y campiñas, cuevas y altozanos, para sentir el aire en la cara, la tierra bajo los pies y el beso cálido de la naturaleza en lo más íntimo. Pequeños placeres que ahora nos están vedados. De “El hombre y la Tierra” a “Planeta azul”, Félix nos dejaba pasear por un mundo que nos fascinaba y que, por tanto, generaba audiencias millonarias en la tele-única del momento.  Y para “otros mundos” esotéricos, nada mejor que acudir al Doctor Jiménez del Oso y su “Mas allá”.
Además de Félix y de algún otro divulgador como Miguel de la Cuadra Salcedo o Jesús González Green, por citar solo a alguno de aquellos intrépidos aventureros periodistas que nos abrían un universo físico, lejano y casi siempre inalcanzable si no fuera por el catódico viaje, otros muchos programas nos dejaron honda huella en eso que se llama “cultura” y que no siempre sabemos definir. ¿Lo eran las profundas entrevistas de Soler Serrano en “A fondo”? ¿Y las tertulias vespertinas de domingo a cargo de Fernando Fernán Gómez?
Alimento para el espíritu entonces y ahora eran las múltiples escapadas teatrales que nos abría el escenario del “Estudio 1”, del “Pequeño teatro”, de “Cuentos y Leyendas”, de “Ficciones” o el capitular despliegue de “Novela” día tras día, semana tras semana, sin dejar de temblar frente a aquellas “Historias para no dormir” de Ibáñez Serrador.
Sería imposible mencionar tantas y tantas obras, tantos y tantos autores, que desfilaron por aquellas pantallas de “glorioso blanco y negro” como diría Garci refiriéndose al cine. Nombrar solamente “Doce hombres sin piedad”, “El conde de Montecristo”, “Casa de muñecas”, Dialogo de Carmelitas”, “El alcalde de Zalamea”, “Crimen y castigo” “La vida es sueño”, “El mercader de Venecia”, “Peribañez y el comendador de Ocaña”, “El avaro”, “Don Juan” o “La muerte de un viajante” es dejarse en el tintero a gran parte del imaginario teatral de nuestra historia tanto española como mundial que se daban cita en la pequeña pantalla y agrupaban frente a ella a familias enteras. Y no olvidamos a Mihura, los Álvarez Quintero, Arniches o, ya más cercano en el tiempo, al inefable Alfonso Paso o el caricaturesco Álvaro de la Iglesia, miembros ya de categorías más ligeras pero que abrazaban el espíritu de aquellos que se sentaban ante las pantallas quizá para olvidar el ambiente que les rodeaba en tiempos complicados.
Se diría que ahora ese abanico de posibilidades está hurtado a los espectadores sencillos habiéndose trasladado a las redes, aunque estas sigan otro tipo de prioridades más tendentes a la diversión y al esparcimiento sin límites -nunca mejor, o peor, dicho- que, a mantener, aumentar o favorecer un nivel cultural sano y adecuado.
Otra ventana a la juventud que el COVID 19 nos ha abierto sin pretenderlo es la de aquella música que nos llegaba de manos de los primeros entusiastas que buscaban en el Reino Unido, Francia o EE.UU. las novedades que presentaban con un ojo puesto en la mano censora que podía eliminar canciones con solo chasquear los dedos. José María Íñigo, luego asociado a los programas espectáculo de entrevistas y actuaciones, fue uno de los pioneros con aquel “Último grito” o “Ritmo 70”, dirigido nada menos que por Pilar Miró. Aquel bigote significó mucho más que su simple acepción de apéndice capilar para convertirse en marca identitaria de otra forma de ver, escuchar y saborear la música de los sesenta y setenta antes de llegar a su “Estudio Abierto” o a “Fantástico”. Tampoco podemos olvidar y mucho menos dejar de revisitar, “Galas del Sábado”, “A todo ritmo”, “Aplauso” y, en especial, “La edad de oro”, escaparate ochentero de la movida madrileña, que difundió las nuevas corrientes musicales y culturales emergentes siempre de la mano de la recordada Paloma Chamorro. Para descubrir nuevos talentos ya se contaba con “Gente Joven” mucho antes de OT.
Aquella nueva forma de entender televisivamente la cultura arrasó también en el apartado infantil con “La bola de cristal”, cada vez más reivindicada como germen de tantas otras aventuras. Alaska, Pablo Carbonell, Pedro Reyes y tanto otros servían de coro a los Electroduendes y a la siempre fiera “Bruja Avería”. Tiempos que nos ponen la piel de gallina y los pelos erizados son solo recordarlos y ver cómo hemos cambiado nosotros y el país. Muchos de aquellos contenidos no pasarían hoy el rasero de lo políticamente correcto. Para otros, Torrebruno o Los Payasos de la Tele son, asimismo, puntos de interés nostálgico que poder recuperar y volver a ser niños con permiso del COVID 19.
La diversión tenía, por aquel entonces, también su tinte cultural. Concursos como “Un millón para el mejor”, “Las diez de últimas”, “El tiempo es oro” y muchos más entre los que no podemos dejar de lado el favorito de la “muchachada” de la época: “Cesta y Puntos” o el mayor de todos ellos “Un, dos, tres, responda otra vez”, proveedor de coches y apartamentos en Torrevieja a buena parte de la población concursante.
Todos estos programas, solo una pequeña muestra de lo que la memoria atesora, están ahora disponibles para su disfrute en este confinamiento obligado. Si el coronavirus ha hecho que la naturaleza se libre temporalmente de nuestro acoso, también puede conseguir que nos libremos nosotros de la bazofia que llena nuestros televisores. Hay cachitos de tele clásica que nos pueden evadir de la telebasura imperante. Bienvenidos sean.

Publicado en DIARIO JAÉN. 11.04.2020



domingo, 29 de marzo de 2020

LA VIRUSMORFOSIS.

Si Kafka hubiera conocido al COVID 19...



En este tiempo extraño, en este confinamiento en que vivimos, me ha recorrido las neuronas esa historia de Kafka que contaba la historia de Gregorio Samsa. Me he permitido versionarla y llamarla LA VIRUSMORFOSIS. Ya os podéis imaginar la causa... Os la dejo por si os sirve para distraer un rato ese paseo cocina-salón-dormitorio-baño al que os dedicáis los últimos días.

La “Virusmorfosis”.

Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso virus. Estaba tumbado sobre lo que había sido su espalda, aunque ahora esa definición ya no le era aplicable. Se percató de que se había transformado en una esfera palpitante de una textura que se le antojó indefinible. Intentó levantar un poco la cabeza, como en un acto reflejo, pero también ella formaba parte de ese globo translúcido a través del cual descubrió, horrorizado, que había perdido cualquier aspecto o propiedad humana.  ¿Qué me ha ocurrido? -pensó. No era un sueño. Su habitación permanecía igual. Miró alrededor y se encontró con aquellas cuatro paredes harto conocidas. Confuso y asustado intentó moverse, pero, dada su redondez, solo pudo girar hasta casi caerse de la cama.
Se percató de que la colcha, sobre su extraño cuerpo, formaba un curioso montículo salpicado de protuberancias heterogéneas. Su cerebro se interrogó sobre ellas y, en un ataque de desconcierto, intentó moverlas como cuando pertenecía a la Humanidad y era capaz de articular sus brazos y sus piernas. Con gran dificultad observó que, en efecto, aquella especie de pseudópodos -echó mano de sus lecciones escolares para poder definirlos- se movían como vibrisas -de nuevo las clases de ciencias naturales vinieron en su ayuda- y el tejido de la colcha adquiría el suave movimiento de las olas en una tarde de playa que le trasladó a su infancia olvidada.
Salió de su estupor y miró hacia la ventana; estaba nublado, y sobre el alféizar repiqueteaban las gotas de lluvia, lo que le produjo una tierna melancolía. Bueno –pensó–; ¿y si siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas estas locuras?
Pero no era posible, su nueva forma le abstraía y le impedía cualquier razonamiento sensato. ¡Al diablo con todo!, se dijo, mientras se volvía hacia el despertador, que tictaqueaba encima del baúl. - ¡Dios mío! -exclamó. Eran más de las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente. ¿Es que no había sonado? Tenía que ir a trabajar… Quizá podría aducir que se había levantado mal de salud, pero despertaría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado, no había estado nunca enfermo. ¿Qué hacer?
Mientras pensaba atropelladamente y justo en el momento en que el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron a la puerta que estaba junto a la cabecera de la cama. - Gregorio –dijo la voz de su madre–, son las siete menos cuarto. ¿No tenías que ir de viaje? ¡Qué voz tan dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio suya propia, que era la de siempre, pero mezclada con un penoso y estridente silbido, en el cual las palabras, al principio claras, se confundían luego y sonaban de forma tal que uno no estaba seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido dar una explicación detallada; pero, al oír su propia voz, se limitó a decir: - Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto. A través de la puerta de madera, la transformación de la voz de Gregorio no debió notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró. Luego llegó el padre para insistir. Luego su hermana: ¿no estás bien? ¿Necesitas algo? - Ya estoy bien –respondió Gregorio a ambos a un tiempo, esforzándose por pronunciar con claridad, y hablando con gran lentitud, para disimular el insólito sonido de su voz.  - Abre, Gregorio, por favor, escuchó tras la puerta.  
-Tengo que intentarlo, pensó. Hizo acopio de energías e intentó rodar hacia delante. Pero calculó mal la dirección y se dio un fuerte golpe contra los pies de la cama. Pretendió entonces impulsarse con aquellas pequeñas “patas” moviéndolas frenéticamente, pero con ello solo consiguió balancearse sobre la cama. ¿Y si alguien viniera a ayudarle? Su padre y la criada bastarían, se dijo, aunque… ¿cómo podrían entrar si él no podía abrirles?
Desesperado, se tiró violentamente de la cama. Se oyó un golpe sordo, pero no demasiado. La alfombra amortiguó la caída; su nueva forma le confería una elasticidad mayor de la que nunca había disfrutado. Alguien llamó. Debería ser de su trabajo interesándose por su falta. Oyó a su padre balbuciendo una excusa. También a su madre. Pero, de pronto, aquello dejó de importarle. Ya voy –gritó Gregorio fuera de sí. Una ligera indisposición me retenía en la cama. Estoy todavía acostado. Pero ya me siento bien. Ahora mismo me levanto.
Aquellas voces suyas, sin embargo, produjeron un efecto que casi no entendió. -Tienes que ir en seguida a buscar al médico. ¿Has oído cómo habla Gregorio? - Es una voz de animal –dijo alguien tras la puerta. ¿Sus palabras resultaban ininteligibles? A él le parecían muy claras, ¿qué le estaba sucediendo?
Tenía que salir. Intentó girar la llave con una de aquellas protuberancias verdosas. Con un esfuerzo doloroso, lo consiguió. Entonces vio a su familia. Y ellos le vieron… Su compañero de trabajo, que seguía allí, emitió un grito, como el aullido del viento. Se tapó la boca con la mano y retrocedió lentamente, como empujado por una fuerza invisible. La madre le miró, avanzó dos pasos hacia él, y se desplomó.  El padre le amenazó con el puño, con expresión hostil, como si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; se volvió luego, saliendo con paso inseguro al recibidor y, cubriéndose los ojos con las manos, rompió a llorar.
Gregorio, sin reparar en que todavía no conocía sus nuevas facultades de movimiento, rodó por el suelo, intentando con grandes esfuerzos, caminar avanzando sobre sus innumerables y diminutas patitas, profiriendo un leve quejido. Entonces se sintió, por primera vez en el día, invadido por un verdadero bienestar: aquellas protuberancias le obedecían perfectamente y, además, le impulsaban sin necesidad de pisar las baldosas. Casi podía volar. Se sintió libre. El bienestar que aquello le produjo chocó con el grito de angustia de su madre. Su compañero, lívido, huía por la escalera y su padre empuño el bastón y, armándose con la otra mano de un periódico que había sobre la mesa, se dispuso, dando fuertes patadas en el suelo, a hacer retroceder a Gregorio hasta el interior de su cuarto. De nada le sirvieron a éste sus súplicas, que no fueron entendidas y aunque inclinó sumiso la cabeza, sólo consiguió excitar aún más a su padre.
Gregorio quedó atascado en la puerta, sin posibilidad de hacer el menor movimiento. Las patitas de uno de los lados colgaban en el aire, mientras que las del otro quedaban dolorosamente oprimidas contra el suelo... En esto, el padre le dio por detrás un empujón enérgico y salvador, que lo lanzó dentro del cuarto, sangrando copiosamente, o al menos eso pensó al notar aquella espesa sustancia deslizarse por su cuerpo. Se dejó caer en la cama dolorido y asombrado por lo que acababa de suceder.
El cansancio le hizo adormecerse hasta que una extraña sensación que le recordó al hambre le hizo despertar. Oyó unos pasos furtivos junto a la puerta y como arrastraban una bandeja hasta dejarla dentro de su habitación. Se dio la vuelta para verla y reconoció una cazoleta de leche con azúcar, en la que flotaban trocitos de pan. Se acercó y hundió la cabeza en el líquido, pero enseguida la retiró contrariado, la leche, que hasta entonces había sido su bebida predilecta, no le gustó nada. Se apartó casi con repugnancia de la cazoleta y “voló” de nuevo hacia el centro de la habitación. Por la rendija de la puerta vio que la luz estaba encendida en el comedor. Pero, en contra de lo habitual, no se oía al padre leer en voz alta a la madre y la hermana el diario de la tarde. No se oía el menor ruido. Un rato después su hermana. Al ver que no había probado la leche, le trajo un surtido completo de alimentos y los extendió sobre un periódico: legumbres de días atrás; huesos de la cena de la víspera, rodeados de blanca salsa; pasas y almendras; un trozo de queso duro y un mendrugo de pan untado con mantequilla. Volvió a traer la cazoleta, pero ahora llena de agua. Y por delicadeza se retiró cuanto antes y echó la llave, sin duda para que Gregorio comprendiese que nadie le iba a importunar. Él miró aquellos alimentos, pero no se decidió a probarlos. Algo muy dentro le indicaba que no sería esa su alimentación a partir de aquel momento. Sus “antenas”, “patitas” o como diablos se llamaran sufrieron una sacudida al pensar en… ¡no podía creerlo! el cuerpo de su hermana. Pero no su envoltorio sino su intrincado laberinto de vísceras y músculos. Se vio, por un sórdido instante, navegando por su torrente sanguíneo y lo imaginó al estilo de los grabados de los libros escolares que estudió tiempo atrás.
Empujó con uno de sus pequeños tentáculos aquella comida y se dejó caer de nuevo en el revuelto lecho, aunque aquel horrible pensamiento no le permitió dormir.
Nadie entendería aquel nuevo rumbo que estaba tomando su transformación, su vida. Tenía, pues, que contentarse, cuando su hermana entraba en su cuarto, con verla y escucharla gemir y lamentarse sin poder lanzarse hacia ella y dejarse fundir con su sangre, aunque tampoco podría sobrevivir demasiado en aquel estado.
Oyó que la criada le había rogado a su madre que la despidiese en seguida, y al marcharse, un cuarto de hora después, dando las gracias efusivamente y sin que nadie se lo pidiese, juró solemnemente que no contaría nada a nadie. Gregorio pensó que era un cuerpo menos con el que poder fundirse o atacar o, quizá, hacer suyo. No se le ocurría el verbo adecuado para definir lo que sentía. Por un momento pensó que también sus padres le servirían en aquel propósito, pero un estremecimiento le recorrió cada uno de los poros, si es que lo tenía, al siquiera pensarlo.
Aquella mañana Gregorio, desesperado, se acercó a su hermana. Observó que ella, ya acostumbrada a su nueva presencia, no rehuyó su llegada. -Ahora es el momento, pensó, e impulsó varios de aquellos pequeños tentáculos verdosos hacia la boca de ella que, sorprendida, quizá aterrorizada, permaneció inmóvil mientras era invadida.
Gregorio notó que su cuerpo se fundía, se transmutaba en un etéreo universo que ya era uno con las células de aquel otro cuerpo que ya le parecía suyo. Notó que la sangre fluía a su alrededor y que cada uno de los tejidos se abría para dejarle paso. Llegó a las cavidades pulmonares y, allí, dejó expandirse su infinitesimal presencia en miles de partículas. Por un instante se sintió el rey de la creación.
Gregorio Samsa había alcanzado ya su madurez. No quedaba nada de su existencia anterior. Ahora solo debía esperar que su hermana hablara, respirara, tocara a alguien más. Así comenzaría su nueva vida, su camino hacia una pandemia universal. Su horizonte era el mundo. Su vida, la muerte de aquellos seres extraños a cuya especie perteneció una vez. ¡Quién podría detenerlo!

Pedro A. López Yera.
(Relato basado en LA METAMORFOSIS de Franz Kafka)
(Este relato se ha publicado hoy domingo 29 de marzo en DIARIO JAÉN)