viernes, 17 de septiembre de 2021

La profunda libertad de la NADA. (En el centenario de CARMEN LAFORET)

 



Allá por los primeros ochenta, en una de las muchas Bibliotecas escolares en las que establecí mis cuarteles de invierno -el verano, ya se sabe, es territorio vacacional para el gremio- me topé, tras una inveterada capa de polvo ancestral, con una cuidada edición de NADA, de Carmen Laforet. Era el clásico volumen de la Editorial Destino con su sobrecubierta blanquecina con letras rojas y tapas enteladas al estilo del momento. Confieso que, de entrada, el apellido Laforet me sonaba más al cine y a la canción. Me vinieron a la mente los ojos claros -cosas del blanco y negro- de Marie Laforet en lugar de la autora del libro, Carmen, con la que compartía el apellido apeando el circunflejo. En aquel momento sentí el irrefrenable impulso de acariciar aquellas tapas sedosas y dejarme llevar por el aroma de sus hojas, incomprensiblemente casi vírgenes, ahondando en los pasos de Andrea, la protagonista de la obra.

Nunca he podido averiguar si en algún momento de mi vida profesional elegí las Bibliotecas colegiales como refugio y bastión o, por el contrario, fueron ellas las que me eligieron en una finta del destino de la que ya no pude, ni quise, desembarazarme.

En aquel momento, en una de ellas, cuando ya el horario tocaba a retirada y ningún chavalín merodeaba por las estanterías, Carmen Laforet pasó a formar parte de mi imaginario personal y literario. Por un instante me sentí inmerso en un viaje a través de sus palabras, casi como en la personal confesión de la protagonista al inicio del libro: empezaba una aventura agradable y excitante al caer “la profunda libertad de la noche”.

En alguna de las escaramuzas universitarias de Andrea la imaginaba con la frescura insolente de Marie Laforet y confieso que nunca vi a la protagonista como Conchita Montes a pesar de haberla encarnado en la película de Edgar Neville. Gracias a la providencia no vi el film hasta pasado muchos años y, por tanto, poco o nada influyó en mi percepción de personaje. Luego supe que la censura fue implacable con la película y que más de media hora desapareció del metraje. Algún día tengo que entretenerme en discernir cuáles fueron los pasajes eliminados.

También se eliminan, cambiando ya de tercio, las ilusiones y anhelos de Andrea cuando llega a Barcelona con la juventud en ristre y la mirada abierta. El escenario oscuro, los personajes atormentados, la miseria reinante y el agobio al que se ve sometida dan un giro a su vida. Llegará después una pseudolibertad de la que tendrá que aprender a base de errores y, especialmente, un enfrentamiento entre su lóbrego modo de vida y el de la, digamos, burguesía, encarnada por su amiga Ena. Pero no hagamos spoiler. Andrea se enfrenta a avatares diversos hasta que todo cambia de nuevo: “De la casa de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces”. Con esa frase nos sitúa en la Barcelona que apenas un suspiro antes había sufrido la Guerra Civil y sus desastres. Aribau, una calle en la propia Laforet había nacido y que le sirvió de escenario e inspiración para la obra. Y he ahí otro hito en mi relación con NADA. Apenas unos metros más allá, enfrente del número 36, encontró mi hija Alba uno de esos pisos compartidos desde los que ir ampliando el horizonte profesional e ir subiendo en los escalafones del empleo. Se diría que desde su balcón se podía divisar aquel otro en el que Laforet soñaba con Andrea. Una cuadratura más del círculo que empecé a dibujar en aquella Biblioteca recoleta y casi deshabitada.

Carmen Laforet alcanzó la gloria con esa novela. Le llovieron los premios en aquellos difusos años cuarenta y también ciertos reproches quizá por su juventud. Eran los tiempos en que también Camilo José Cela nos dejaba su Pascual Duarte, que, salvando las distancias, quizá comparte con NADA cierta violencia y sordidez dadas por el dramatismo rural en un caso o mas urbano en otro.  

La gris España de Posguerra es un decorado atroz en el que los personajes luchan y quizá todo ello forma parte de ese desasosiego, de esa angustia vital con que identificamos a Carmen Laforet. Ella, en su peripecia vital, fue adquiriendo un envoltorio introspectivo, a la búsqueda tanto de sí misma como de una nueva novela que alcanzar el éxito de NADA. 

Su boda con un crítico literario, sus cinco hijos, su papel de ama de casa “sumisa” al estilo del régimen, no impidieron, sin embargo, que su pluma siguiera inquieta y bulliciosa. Llegó así “La mujer nueva” en la que, curiosamente, aparece la transformación de una “mala mujer” madre soltera en sierva del Altísimo. Era su vuelta al catolicismo imperante después de unos años en los que se definía como agnóstica. Desgraciadamente Carmen fue poco a poco dejando de escribir, quizá por el miedo a no alcanzar de nuevo el éxito de NADA. El agónico terror al folio en blanco del que tantas veces se hacen eco los escritores, le hizo preparar las maletas y huir en muchas ocasiones. En una de ellas, en Roma, Rafael Alberti cuentan las crónicas que le insistió mucho en que tenía que explotar su talento y regalarnos muchas mas obras. Carmen, ante la imposibilidad de hacerlo, sufrió cambios en su carácter y fue volviéndose taciturna mientras se encerrada en sí misma. Además, las dificultades económicas, ciertas envidias de los círculos literarios y su manera de verse en un ambiente en el que se sentía extraña la arrastraron a un retiro voluntario que nos privó de su ingenio y agudeza.

Ahora celebramos en centenario de su nacimiento allá por 1921 y su NADA sigue tan vigente como en aquella ceremonia del NADAL -curiosa coincidencia- en que fue aclamada su peculiar forma de ahondar en el mar de las apariencias, de hurgar en las convenciones sociales de un momento difícil, de dibujar cierta iconografía de un nacionalcatolicismo feroz y de dejarnos en su mirada clarividente la verdad, la esencia de la vida, de la NADA.  Lástima de tantas obras incompletas víctimas de su afán de perfeccionismo. Hoy vuelvo a imaginar el acariciar aquellas tapas de la edición de DESTINO y siento el latido de Carmen Laforet junto al de aquel maestro joven que una vez, hace tanto tiempo, las recolocó en las cansadas estanterías de la biblioteca escolar. Era la profunda libertad de la noche. La profunda libertad de la NADA.

(Ilustración: Collage personal con imágenes de la red)