Allá por los primeros ochenta, en
una de las muchas Bibliotecas escolares en las que establecí mis cuarteles de
invierno -el verano, ya se sabe, es territorio vacacional para el gremio- me
topé, tras una inveterada capa de polvo ancestral, con una cuidada edición de
NADA, de Carmen Laforet. Era el clásico volumen de la Editorial Destino con su
sobrecubierta blanquecina con letras rojas y tapas enteladas al estilo del
momento. Confieso que, de entrada, el apellido Laforet me sonaba más al cine y
a la canción. Me vinieron a la mente los ojos claros -cosas del blanco y negro-
de Marie Laforet en lugar de la autora del libro, Carmen, con la que compartía
el apellido apeando el circunflejo. En aquel momento sentí el irrefrenable
impulso de acariciar aquellas tapas sedosas y dejarme llevar por el aroma de
sus hojas, incomprensiblemente casi vírgenes, ahondando en los pasos de Andrea,
la protagonista de la obra.
Nunca he podido averiguar si en
algún momento de mi vida profesional elegí las Bibliotecas colegiales como
refugio y bastión o, por el contrario, fueron ellas las que me eligieron en una
finta del destino de la que ya no pude, ni quise, desembarazarme.
En aquel momento, en una de
ellas, cuando ya el horario tocaba a retirada y ningún chavalín merodeaba por
las estanterías, Carmen Laforet pasó a formar parte de mi imaginario personal y
literario. Por un instante me sentí inmerso en un viaje a través de sus
palabras, casi como en la personal confesión de la protagonista al inicio del
libro: empezaba una aventura agradable y excitante al caer “la profunda
libertad de la noche”.
En alguna de las escaramuzas
universitarias de Andrea la imaginaba con la frescura insolente de Marie
Laforet y confieso que nunca vi a la protagonista como Conchita Montes a pesar
de haberla encarnado en la película de Edgar Neville. Gracias a la providencia
no vi el film hasta pasado muchos años y, por tanto, poco o nada influyó en mi
percepción de personaje. Luego supe que la censura fue implacable con la
película y que más de media hora desapareció del metraje. Algún día tengo que
entretenerme en discernir cuáles fueron los pasajes eliminados.
También se eliminan, cambiando ya
de tercio, las ilusiones y anhelos de Andrea cuando llega a Barcelona con la
juventud en ristre y la mirada abierta. El escenario oscuro, los personajes
atormentados, la miseria reinante y el agobio al que se ve sometida dan un giro
a su vida. Llegará después una pseudolibertad de la que tendrá que aprender a
base de errores y, especialmente, un enfrentamiento entre su lóbrego modo de
vida y el de la, digamos, burguesía, encarnada por su amiga Ena. Pero no
hagamos spoiler. Andrea se enfrenta a avatares diversos hasta que todo cambia
de nuevo: “De la casa de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo
entonces”. Con esa frase nos sitúa en la Barcelona que apenas un suspiro antes
había sufrido la Guerra Civil y sus desastres. Aribau, una calle en la propia Laforet
había nacido y que le sirvió de escenario e inspiración para la obra. Y he ahí
otro hito en mi relación con NADA. Apenas unos metros más allá, enfrente del
número 36, encontró mi hija Alba uno de esos pisos compartidos desde los que ir
ampliando el horizonte profesional e ir subiendo en los escalafones del empleo.
Se diría que desde su balcón se podía divisar aquel otro en el que Laforet
soñaba con Andrea. Una cuadratura más del círculo que empecé a dibujar en
aquella Biblioteca recoleta y casi deshabitada.
Carmen Laforet alcanzó la gloria
con esa novela. Le llovieron los premios en aquellos difusos años cuarenta y
también ciertos reproches quizá por su juventud. Eran los tiempos en que
también Camilo José Cela nos dejaba su Pascual Duarte, que, salvando las
distancias, quizá comparte con NADA cierta violencia y sordidez dadas por el
dramatismo rural en un caso o mas urbano en otro.
La gris España de Posguerra es un
decorado atroz en el que los personajes luchan y quizá todo ello forma parte de
ese desasosiego, de esa angustia vital con que identificamos a Carmen Laforet.
Ella, en su peripecia vital, fue adquiriendo un envoltorio introspectivo, a la
búsqueda tanto de sí misma como de una nueva novela que alcanzar el éxito de
NADA.
Su boda con un crítico literario,
sus cinco hijos, su papel de ama de casa “sumisa” al estilo del régimen, no
impidieron, sin embargo, que su pluma siguiera inquieta y bulliciosa. Llegó así
“La mujer nueva” en la que, curiosamente, aparece la transformación de una
“mala mujer” madre soltera en sierva del Altísimo. Era su vuelta al catolicismo
imperante después de unos años en los que se definía como agnóstica. Desgraciadamente
Carmen fue poco a poco dejando de escribir, quizá por el miedo a no alcanzar de
nuevo el éxito de NADA. El agónico terror al folio en blanco del que tantas
veces se hacen eco los escritores, le hizo preparar las maletas y huir en
muchas ocasiones. En una de ellas, en Roma, Rafael Alberti cuentan las crónicas
que le insistió mucho en que tenía que explotar su talento y regalarnos muchas
mas obras. Carmen, ante la imposibilidad de hacerlo, sufrió cambios en su carácter
y fue volviéndose taciturna mientras se encerrada en sí misma. Además, las
dificultades económicas, ciertas envidias de los círculos literarios y su
manera de verse en un ambiente en el que se sentía extraña la arrastraron a un
retiro voluntario que nos privó de su ingenio y agudeza.
Ahora celebramos en centenario de
su nacimiento allá por 1921 y su NADA sigue tan vigente como en aquella
ceremonia del NADAL -curiosa coincidencia- en que fue aclamada su peculiar
forma de ahondar en el mar de las apariencias, de hurgar en las convenciones
sociales de un momento difícil, de dibujar cierta iconografía de un nacionalcatolicismo
feroz y de dejarnos en su mirada clarividente la verdad, la esencia de la vida,
de la NADA. Lástima de tantas obras
incompletas víctimas de su afán de perfeccionismo. Hoy vuelvo a imaginar el
acariciar aquellas tapas de la edición de DESTINO y siento el latido de Carmen
Laforet junto al de aquel maestro joven que una vez, hace tanto tiempo, las
recolocó en las cansadas estanterías de la biblioteca escolar. Era la profunda
libertad de la noche. La profunda libertad de la NADA.
(Ilustración: Collage personal con imágenes de la red)