En los tiempos de esta pandemia
que no parece tener la más mínima intención de abandonarnos “a nuestra suerte”,
hemos tomado conciencia, si es que no la llevábamos inscrita en lo más profundo
de lo cotidiano, de esos personajes que, tras una mesa, una camilla, o un
quirófano nos abren las puertas de la vida, nos extirpan el germen del desastre
y nos “tatúan” la buena salud incluso por encima de la suya propia. Son los
genéricamente denominados “sanitarios”, desde médicos a enfermeros pasando por
auxiliares y demás personal de intendencia en clínicas, centros de salud,
hospitales y consultas.
La bata blanca, azul o verde, es
algo más que un uniforme. Es como una clave, un guiño, una llave hacia la
confianza y a la seguridad. Es algo a lo que aferrarse, una luz que nos guía
cuando todo parece fallar y la enfermedad, en cualquiera de sus posibles
acepciones, llega a nuestro cuerpo y, en este caso, al de nuestros amigos,
vecinos y demás habitantes del planeta.
En nuestro imaginario íntimo
existen imágenes que nos vuelven a tiempos en que “ir al médico” nos producía
un infantil desasosiego unido indefectiblemente al brillo maligno de una aguja
horadando el tapón de goma de un vial o al sabor indescriptible del “palo de
polo” con que despejaban el camino hacia la amígdala inflamada allende la
lengua.
Luego, en la tranquila
convalecencia, las tardes de tele blanquinegra nos acercaban a otras consultas
catódicas y en ellas, para regocijo de nuestras abuelas, madres y hermanas
mayores, aparecían fornidos y guapetones médicos que lidiaban con enfermos de
todo tipo y condición en aquellas series inolvidables. Una de ellas, estrenada
aquí a principios de los setenta,” Centro Médico”, traía a nuestras casas al
doctor Gannon (Chad Everett) y sus ayudantes. Otro personaje muy recordado es “Marcus
Welby M. D.” (Robert Young) que tenía su consulta en California, también a
principios de los setenta, junto con el Dr. Killey (James Brolin). Welby era el
médico cercano y casi bonachón con el que todos quisimos “enfermar”.
Contemplaba el entorno y circunstancias del enfermo y no solo los síntomas con
que acudían a su consultorio. Todo un hito en las series “de médicos” del
momento junto con “Dr. Kildare” (Richard Chamberlain) a quien luego
conoceríamos por “El pájaro espino”, aunque aquí se ocupaba más de los cuerpos
que de las almas.
Echando atrás el reloj y
asomándonos a la dura vida de los habitantes del viejo oeste americano nos
encontramos con la consulta del Dr. Baker (Kevin Hagen) en “La Casa de la
pradera” también a mediados de los setenta lidiando con los Ingalls y con todo
Walnut Grove. Otra figura clave en el sentimiento que un médico podía
inspirarnos en aquellos episodios cargados de dulzona complacencia. Baker
siempre estaba dispuesto a ayudar en un parto, auscultar a un caballo o
enderezar el brazo roto de un mozalbete rebelde. Por aquellas tierras también
pasaba consulta la “Doctora Quinn” (Jane Seymour), una facultativa de Colorado
Springs y que nos llegó en los noventa. Un moderno toque de feminismo en el
salvaje oeste que presentaba a una mujer bastante adelantada a su tiempo y que
empatizaba con todas las causas humanitarias a las que los guionistas la
enfrentaban semana tras semana.
Sobrevolándonos, en un espacio
indeterminado y profundo, la nave U. S. S. Enterprise, de “Star Trek”, al mando del
Capitán Kirk también contaba con su departamento médico. Ahí estaba el doctor McCoy
(DeForest Kelley), director médico de la Flota estelar, con su cargamento de
sentimientos “humanos” contrapuestos casi siempre a la disciplina lógica del Sr
Spock. McCoy, siempre atento a la salud física y psíquica de su tripulación era,
por cierto, bastante reacio a las tecnologías a pesar de viajar en semejante
nave. Aquello de “teletranspórtame, Scotty” no le hacía demasiada gracia y los
artilugios con que contaba parece que tampoco. “Star Trek” nació en los
sesenta, aunque sus tentáculos aún permanecen vivos en las pantallas y, más
aún, en los recuerdos de varias generaciones que no olvidan que en sus inicios
en nuestro país la conocimos como “La conquista del espacio”.
En tierras patrias, aquellas “Crónicas
de un pueblo” también contaron con su médico de cabecera. Concretamente don
Francisco (Paco Marsó) y don Cipriano (Arturo López) que se encargaban, como el
resto de personajes, de contarnos las bondades de la vida cotidiana de Puebla
Nueva del rey Sancho a través de la mano de Antonio Mercero, el que luego
navegaría por el “Verano Azul” que sigue en pantalla siglos después.
Curiosamente el actor Emilio Rodríguez fue el maestro de “Crónicas de un pueblo”
y el médico de “Verano Azul”, don José.
Llegarían después “Farmacia de
Guardia”, también de Mercero, “Médico de familia”, con Emilio Aragón y “Hospital
central”, otros puntales de las series españolas de temática “sanitaria” aunque
con más incidencia en el lado humano de sus protagonistas.
Las cadenas americanas siempre
han confiado en los temas médicos para sus series de impacto. Recordemos “Chicago
Hope”, “Urgencias”, “Doctor en casa”, “House”, “Sin cita previa”, “Hospital”, “Spìn
City”, “Anatomía de Grey” o “Doctor en Alaska” por mencionar solo algunas. Pero
el toque de aquella “pandilla” del 4077 Hospital de campaña móvil en la Guerra
de Corea, es imbatible. Estamos en territorio de “M.A.S.H.” donde el sentido
del humor parecía la mejor medicina para enfrentarse al horror del conflicto
bélico.
La gran pantalla tampoco dejó al
margen a la profesión médica. Desde “Despertares” hasta “El médico” pasando por
“Patch Adams”, “En estado crítico”, “Planta 4ª”, “Murmullos en la ciudad” o “¿Qué
me pasa, doctor?” abren el camino para llegar a espejos de la realidad que
nunca pensamos que tendríamos frente a frente: “Contagio”, “La amenaza de
Andrómeda”, “Paciente cero”, “Estallido”, “Doce monos”, “Train to Busan” o “Soy
leyenda”. Películas en las que nos vemos reflejados en este tiempo aciago de
cuarentenas, toques de queda, pandemias, contagios y virus desmelenados por
doquier. Y ahí, en mitad de ese universo de terror cercano, de miedo a
relacionarnos incluso entre nosotros, están los médicos, los enfermeros, las
gentes que luchan en primera línea contra el invasor. Ya no estamos ante una
pantalla. Ese cúmulo de guiones han saltado a la vida real como en aquella
película de Woody Allen, “La rosa púrpura de El Cairo”. Atraviesan la fantasía
y se convierten en pesadilla cercana, en peligro real. Como quizá les sucedía a
los esclavos de la caverna de Platón, los personajes de la película creen vivir
en la realidad y sólo cuando salen de la pantalla se percatan de que la
realidad es otra muy distinta. O es al revés y somos nosotros los que vivimos
un guion que nadie nos consultó y sufrimos en propia carne, nunca mejor dicho,
los avatares de un tiempo que solo nos imaginábamos dentro de una pantalla.
La mano extendida de nuestros
sanitarios, su aplomo, dedicación, esfuerzo y apoyo nos permite seguir y tratar
de ver un resplandor en mitad, o al final, de esta travesía en la que hemos
desesperado una y otra vez descubriendo nuevas variantes cuando ya pensábamos
tener la victoria vacuna en mano o, mejor, en brazo.
El aplauso que una vez les
dedicamos no se lo llevaron los malos vientos pandémicos, sino que rebrota cada
vez que los tenemos delante. Que su espejo nos sirva para, también nosotros,
mantener viva la cautela y sabernos protagonistas de nuestro propio futuro sin
esas alharacas vanas y estúpidas con que, en ocasiones, nos encontramos.
Cuidémonos y así cuidaremos a los demás. Hagámonos uno con el otro sabiendo que
nuestra salud depende de la de él y viceversa. Quedan muchos episodios de esta
serie en la que somos personajes importantes. No los estropeemos. Nos va la
vida en ello.