La
Asociación de Miastenia de España convocó la primera y hasta el momento única edición del
certamen literario sobre la MIASTENIA GRAVIS bastante antes de que la pandemia del Covid nos sumiera en esta especie de limbo en el que nos encontramos. “Las
Gafas de Carey”, original de Pedro A. López Yera, docente, poeta, escritor, colaborador
de DIARIO JAÉN y afectado de esta enfermedad, obtuvo el primer premio nacional
entre un elevado número de textos presentados. En el relato se repasan los
sentimientos, síntomas y circunstancias que pueden acompañar a esta dolencia,
clasificada como rara o de baja prevalencia a través de la mirada de un
paciente y de su relación con la farmacéutica que le sirve la larga lista de fármacos
que conlleva el tratamiento.
LAS GAFAS DE CAREY
Pedro Antonio López Yera
Rosa se apoyó en el mostrador de su vieja farmacia como siempre
hacía cuando un cliente se marchaba. A pesar de estar rodeada de medicinas,
como ella misma se repetía a menudo, las vértebras de su espalda no estaban
enteradas de semejante amenaza. A veces, cuando era un mozalbete ruborizado
quien acababa de marcharse con la cajita de preservativos en el bolsillo o quizá
una muchacha cargada de recetas, ella, Rosa, los miraba con cierta envidia,
como si se reconociese en aquella nueva generación tan distinta, por otra
parte, de la que vivió allá por el siglo pasado, según se encargaba de comentar
no sin cierta ironía cuando se reunía con alguna de sus amigas en la rebotica.
Aquella tarde Rosa notaba especialmente una punzada a la
altura de las dorsales. No había hecho ningún esfuerzo, pero el mal tiempo
solía jugarle aquellas malas pasadas. Iba a sentarse en una butaca de tela
abollonada que la había acompañado en sus sucesivas farmacias cuando la
campanilla de la puerta sonó de nuevo.
-Buenas tardes, señora. Rosa se volvió hacia el mostrador. No
conocía a aquel hombre. Nunca había entrado antes en la farmacia.
-Buenas tardes. Parece que el tiempo está un poco revuelto
¿no cree?, se aventuró a decirle sin dejar de mirarle a la cara. Rosa pensaba
que es en los ojos donde está el alma. Son los ojos la puerta de nuestros pensamientos,
solía decir siempre que la ocasión lo propiciaba. No obstante, aquel señor –ya
tenía edad suficiente para llamarlo así- llevaba puestas unas gafas de sol.
Rosa las observó con curiosidad. Eran de un modelo muy antiguo, aunque sus
amigas hubieran dicho que eran clásicas. La montura era de carey, estaba claro,
y el cristal tenía un reflejo verdoso que a Rosa le recordó los paisajes
brumosos de su juventud junto al mar. Quizá su amiga Maruja, muy moderna ella,
hubiera aplicado a aquellas gafas esa palabra que siempre le costaba mucho
recordar. Ah, sí, “vintage”, se dijo mientras se oyó a ella misma preguntar:
-Usted dirá, caballero. ¿En qué puedo servirle?
-Si fuera usted tan amable, traigo estas recetas, le dijo,
abriendo una carpeta pequeña, de cartón azul de gomillas.
Rosa las cogió despreocupadamente y se dirigió a la
estantería donde, de forma primorosa, tenía organizado todo el material. No
quería que aquel hombre lo notara, pero no dejó de mirarle mientras buscaba los
medicamentos repitiéndose mentalmente los nombres… Mestinón, un inmunosupresor,
omeprazol, un corticoide…
-No es usted de por aquí ¿verdad?, le dijo al cliente cuando
volvió con las manos llenas de cajas y comenzaba a cortar los códigos para
pegarlos en cada receta.
-Acabo de llegar. Tengo una casita que siempre fue de mi familia,
aunque hace mucho tiempo que está vacía. El hombre, al decir esto, se giró y
señaló a través del cristal del escaparate, que ya empezaba a tener dibujadas
las primeras gotas de lluvia, hacia una de las calles perpendiculares a la
plazoleta donde estaba la farmacia.
-Rosa sonrió complacida. No era un cliente de paso, de los
que a ella nunca le habían gustado. Los clientes, decía, son como tu familia.
Los conoces, sabes sus dolencias, distinguen cómo están con solo cruzar el
umbral de la farmacia…
-Son siete euros y cuarenta y seis céntimos, señor.
La antigua caja registradora emitió un pitido cuando Rosa la
cerró tras haber colocado las monedas en sus respectivos compartimientos, pero
la vieja farmacéutica no le prestó atención. Sus ojos seguían a aquel hombre por
la calle Tránsito camino de su casa.
Los muelles de la butaca floreada también emitieron un sonido
peculiar cuando Rosa se sentó. Sin saber el porqué, aquella visita había
conectado algunas neuronas que ella pensaba ya retiradas de la circulación.
Entornó los ojos y dejó que el sonido de la lluvia la envolviera. La luz estaba
gris, como invitando a recogerse al calor del hogar. Y, no le cabía duda, aquel
establecimiento era su hogar como antes lo habían sido otros.
Rosa revivió su primera farmacia, allá en el pueblo de sus
padres, sus primeros contactos con aquellas medicinas ya desaparecidas en la
actualidad; Su establecimiento de la capital, en la Avenida Principal, donde se
daban cita las ”autoridades” como ella denominaba a cualquiera que llevara
uniforme o trabajara en el Ayuntamiento. Luego, -una lágrima furtiva la delató-
llegó la Farmacia/Ortopedia que inauguró con su flamante esposo. -¿Por qué te
fuiste, Manuel? -murmuró ensimismada.
Su mente pasó rápida, como de puntillas, por encima de aquel
mal recuerdo. Ya estaba allí, en aquel pueblo recio, de la Castilla profunda y
perdida. No habría podido explicar cómo acabó en aquel lugar, pero tampoco a
nadie le importaba, se dijo.
El aguacero fue aumentando en intensidad. Las gotas golpeaban
el escaparate y la alfombrilla de la puerta empezó a empaparse con el agua que
se filtraba por debajo. Rosa miro el reloj. El tiempo había pasado muy rápido
envuelto en sus recuerdos. Se levantó y colocó el cartel de “CERRADO” mientras
giraba la llave y miraba hacia la plaza. Mañana será otro día, pensó.
Los días pasaron con su rueda cotidiana, los jarabes para los
niños refriados, los tratamientos de Don Remigio, las curas para los pequeños
accidentes caseros, las mil y una recetas que extendía Doña Carmen, la doctora
de cabecera. Rosa, por encima de la rutina diaria, miraba hacia la puerta cada
vez que sonaba la campanilla. Aunque ni ella misma podía comprenderlo, esperaba
ver a aquel hombre de las gafas de carey. Aquellos cristales verdes en los que
creía verse reflejada cuando aún era una mozuela con toda la vida por delante.
-Buenos días, doña Rosa. La anciana se volvió y dejó de
ordenar el estante de los antigripales. No podía creerlo, pero era él.
-Buenos días. Ya pensé que no iba a volverle a ver. Este es
un pueblo pequeño y…
-Desgraciadamente, -el hombre hizo una pausa- me verá usted
bastante a menudo. Yo…
Rosa observó que le costaba hablar. Era como si arrastrara
algunas sílabas.
-Tranquilícese, los farmacéuticos también somos como médicos,
o como sacerdotes, o como psicólogos. Puede usted confiar en mí, don… Rosa hizo
una pausa intencionada para que el visitante le dijera su nombre.
-Me llamo Rrr… El hombre se esforzó en continuar, pero no
pudo. Hizo un gesto a Rosa con la mano, como diciéndole que esperara un momento
y se frotó el entrecejo metiendo los dedos entre el puente de las gafas de
carey. Rosa observó fugazmente sus ojos y encontró algo extraño que, en un
primer momento, no pudo distinguir con claridad.
-Ramón. Me llamo Ramón Álvarez, para servirla, señora.
Rosa respiró aliviada. Le despachó las recetas. Mestinón, el
corticoide, el inmuno…
-Vuelva cuando quiera. No hace falta que venga a comprar. Ya
ve usted que esta farmacia es muy tranquila, al igual que el pueblo.
Charlaremos si le parece bien. Puede consultarme algún problema que tenga, en
fin, quiero que se sienta como en casa.
-Es usted muy amable, doña Rrr…. El hombre volvió a
atrancarse y, cuando pudo continuar, su voz estaba confusa, más nasal.
-No se esfuerce, hombre. Se lo digo de verdad. Si quiere,
pásese esta tarde y tomamos un café. Todavía recuerdo una vieja receta de
bizcocho que me enseñó mi madre, aunque solo lo disfrutan mis amigas de vez en
cuando. Ya se las presentaré un día. ¿Se anima?
Ramón la miró a través de su filtro verde de montura de
carey. Rosa no lo sabía, pero él la veía con un halo alrededor, como si su
figura estuviera desdibujada, doble. Dudó un instante, pero se decidió.
-Vendré.
Rosa sintió un escalofrío recorriendo su columna vertebral.
Hasta sus dorsales parecieron fortalecerse mientras aquel hombre, Ramón –ya
tenía nombre- se alejaba de nuevo hacia su casa.
-Debí suponerlo, dijo Rosa mientras repasaba un ajado libraco
–así lo llamaba Maruja bromeando- para recordar a qué dolencia correspondían
los síntomas que había observado en Ramón. ¡Es Miastenia Gravis! se dijo. Es
una enfermedad rara, pero aun recuerdo que Manuel me habló en ocasiones de
ella. ¡Ay, Manuel, qué sola me dejaste!, susurró en un hilo de voz mientras
devolvía el libro a la estantería y se dirigía, diligente y emocionada, hacia
la cocina para preparar el bizcocho.
La tarde llegó enseguida. Ninguna de sus amigas pudo venir o,
al menos, eso es lo que le dijo a Ramón cuando llegó con exacta puntualidad. En
realidad, no llamó a nadie. ¿Maruja en mitad de su reunión? ¡Ni hablar!
Ramón llegó, como siempre, con sus gafas de carey. Rosa se
acercó a saludarle y volvió a mirarse en aquellos cristales oscuros, verdes
como el musgo de las cortezas de los árboles. Le gustó su imagen tanto como el
hecho de que él estuviera allí.
La rebotica olía a café. Era un aroma espeso, cálido, que se
unía al dulce efluvio del pastel recién horneado.
La butaca de tela abollonada estaba apartada en un rincón.
Rosa había colocado junto a la mesa redonda, dos sillas adornadas con unos
cojines que ella misma bordó en los interminables ratos libres que las tardes
le dejaban.
Ramón se sentó frente a ella, de espaldas a la puerta. Se le
notaba nervioso. Rosa hubiera querido disfrutar de sus ojos, entrar por ellos a
sus más íntimos pensamientos, pero solo se veía a ella misma en aquel marco de
carey.
-Puedes quitarte las gafas, Ramón. Sé que quizá tendrás el
párpado caído y que me verás con cierta dificultad. ¿Es así? No seas tonto,
hombre. Aunque me veas como una venerable anciana, soy farmacéutica y aun sé
distinguir los síntomas que veo a mi alrededor. ¿Miastenia?
Ramón no contestó. Levantó la mano derecha y, despacio, se
quitó las gafas. Rosa las vio acercarse a la mesa, pero ya no se interesó por
ellas. Ahora estaba mucho más dispuesta a adentrarse en la mente de su nuevo
amigo.
Ramón tenía, en efecto, una ligera ptosis en el ojo derecho,
pero Rosa no se fijó demasiado en ella. Sus ojos se cruzaron con los de él,
negros y penetrantes, e instantáneamente supo que podía confiar en aquel
cliente, en aquel vecino inesperado que apareció en su farmacia una tarde de
lluvia.
- Creo que te toca la pastilla de Mestinón ¿no?
Muchas tardes repitieron aquella liturgia. En ocasiones el
bizcocho se transmutaba en rosquillas, otras en galletas caseras con frutas glaseadas.
Y siempre, por encima de todo, la conversación, el recuerdo, la mirada al
pasado y al futuro. Todo un mundo que Rosa supo descubrir en el universo verde
de unas gafas de carey.
(El cuento se ha publicado en DIARIO JAÉN)