domingo, 30 de enero de 2022

Del morado al amarillo. Cinco facetas de un arcoíris janero.

 



La publicación por parte de DIARIO JAÉN de cinco libros que ahondan en distintos aspectos de nuestra ciudad y provincia me he impulsado a dedicar esta crónica a sus autores, a quienes han creído en la idea y a nuestro periódico provincial por fomentar la cultura.

Vamos allá: 

Cuando me he acercado, más de una vez, a mi quiosco habitual -un saludo a Inma e Israel- en busca de esos cinco libros editados por nuestro Diario JAÉN, mi pregunta siempre era:  - ¿Tenéis ya los libros de colores?

Se han hecho esperar. Han tardado, pero llegaron, vaya si llegaron. Todo un arcoíris jaenero en el que caminar a la búsqueda de ese tesoro que, como bien dice la leyenda, está esperándonos en el etéreo, ignoto y quimérico lugar donde la luz nace o se pone, donde los colores se funden con esa gota de lluvia huidiza que les dio la vida amancebada con el sol renacido sobre los olivares.

Me apropio de aquel título del recordado Manolo Summers, años sesenta en ristre, que fue “Del rosa al amarillo”; aquella historia de dos niños y de dos “maduritos” que trastabillan con el amor naciente a descubrir (el rosa) o el renacido allende el tiempo (el amarillo) y me deslumbro con ese refranero de José Sánchez del Moral (el morado) y el hilo de vida de Capi Aceytuno (el amarillo) pasando por el infierno de Antonio Morales (el azul), los linces en Rajudna de Magdalena Rodríguez (el verde) o el olivo desnudo de Manuel P. Perálvarez (el naranja).

Sí. Ya estamos en camino “del morado al amarillo”. No hay rosa en las portadas, pero eso no nos interrumpe sendero ni lectura. La senda es apetitosa y derrama color, calor, amor y entrega así que “allá vamos”. Nos esperan emociones y traslados entre universos paralelos, perpendiculares, tangenciales y deliciosamente poéticos. Del infierno al ascensor ansiado, del ojo del lince a los alrededores del Escarchalejo, del lejano latido de una guerra al sonido cercano de los dichos que nos suenan a hogar, del lápiz hecho verso a la tecla vestida de columna diaria, del cuento al texto novelado y todo con ese JAÉN musculoso, “mayusculado” por recrear el slogan publicitario, que nos sobrevuela dejándonos el dulce sabor de sabernos suyos y el amargo regusto de sentir el abandono secular que nos atrapa en el giro inmisericorde de la historia pasada, cercana y actual.

Como dice el verso en los “Sótanos del infierno”, “cuando quise vivir, intenté nacer” y ahí nos encontramos, naciendo a un Jaén distinto en el que “no sé ya quién eres ni quien soy por no saber siquiera dónde estoy”; un Jaén con “diecinueve nombres” pero poco apellido tal y como leemos en “Hablemos como Jaén”. Se afirma también tras esa portada morada, que “en el mercadillo de la vida se vende hasta el alma” y en ello estamos. Vendiendo esfuerzo, escalando posiciones para intentar resurgir y dejándonos, sí, el alma, para que Jaén tenga lo que merece, lo que siempre ha debido tener, lo que nunca debimos dejar en el arcén de la historia a merced de alimañas que solo en su propio beneficio miraron, miran y mirarán si no se les pone freno y se reconducen pasos, huellas y futuros. Las estocadas no siempre vienen del lado oscuro, contrario y enfrentado. En un “quinto sin ascensor” tenemos la glosa de esas “puñaladas fraternales”, los “agujeros negros”, “las ratas” o el “coche oficial para ir a hacer pis”, todo un horizonte que sería distópico si no estuviera prendido a la rabiosa actualidad, esa por la que no pasa el tiempo y permanece estática cambiando de protagonistas, pero inmóvil y sin soluciones.

Quizá como en el “Bosque de los linces” necesitamos que nos salven. Y debemos empezar cada uno de nosotros a conseguirlo. Nadie descenderá de los palcos celestes para “sacar las castañas del fuego” -volvemos al refranero de Sánchez del Moral- sino que hay que poner manos a la obra sin dilación. Hay que poner las mayúsculas a Jaén, hay que auparlo al espacio en el que moverse en igualdad de condiciones que los de la vecindad. Un personaje de “Olivo, torso desnudo” frente a un mapa colgado en la estación “buscó Jaén para orientarse” y esa misma situación parece que se repite en algún que otro ámbito. No estamos seguros de que en ciertas instancias se sepa dónde está Jaén ni tampoco a qué aspiran sus gentes, ni sus tierras, ni el océano de olivos que se les antojan transparentes… “y los mares de olivares perdieron el verde…” “no me dejes sin luz” …

Otra ronda en los círculos de los “Sótanos del infierno” nos marca a fuego que “el libertador no existe. Es el hechicero que descubre nuestros miedos” Abramos, pues, los ojos, las manos, el paso y descubrámonos como adalides de un tiempo a conquistar, de un mañana en el que los que nos han de seguir, los que nacieron de nuestra propia sangre, vivan con mayúscula en un Jaén mayúsculo. Los hechiceros hemos de ser nosotros y no con magias abracadabrantes sino con pulsiones justas, íntegras y compuestas con un fin común. Emprendamos un viaje que ya, lejos de ser iniciático, se asemeje más a una avanzadilla de conquista de libertades, esencias, horizontes y prosperidad.

Subamos, como el protagonista de “Olivo, torso desnudo” en ese tren que nos acerque a la realidad que debería envolvernos y busquemos obviar “las voces tristes que el corazón me manda” para “llegar, llegar y llegar, más y más”. ¡Ay, Jaén! ¿quién te enseñó el olvido?

Libros. Colores. Versos. Cuentos. Vivencias. Del morado -color jaenero por excelencia- al amarillo del sol andaluz. Al fin y al cabo, hablamos del amor a la tierra. En ascensor, en tren, en palabras, en letras, de rama en rama, asomados a la infernal sima, vestidos de refrán oliendo a poema, buscando libertades, soñando futuros. Cinco libros que destilan Jaén, que lo refundan, lo ensalzan, lo rumian y nos lo enfrentan con ese amor, insisto, con el que comenzamos al estilo de Summers. Un espejo a veces deformante, a veces cruel, a veces certero que nos devuelve nuestra tierra, nos la descorcha, nos la presenta y nos permite ahondar en cada uno de esos recovecos en los que encontrarnos, encontrarla y hacernos uno en la lucha por conseguir esas “mayúsculas” que merecemos. Una apuesta por esa cultura cercana, de “andar por casa”, que nos hace descubrirnos de otro modo, con otros ojos, a toda marcha hacia un Jaén que no puede esperar más. Como se afirma en una de estas páginas que comentamos, “la cultura, engrandece; la incultura, empequeñece” y Jaén, nuestro Jaén, tiene vocación de grande. Hagámoslo crecer. Juntos. Unidos.

jueves, 27 de enero de 2022

La señorita Purificación Iturrioz

 


- ¡Mamá!, ¡mamá!... Me recuerdo gritando desconsoladamente al verme solo, por primera vez, frente a aquella mujer, aquella señorita, alta y delgada, de rostro afilado, cabellos color rubio oscuro y vestida con una bata blanca.

Mi madre salía por la puerta tras haberme dejado en la Escuela unitaria de Santa Lucía, en la Tolosa de principios de los sesenta. Miré alrededor. Era una sala enorme, rectangular, con ventanales grandes con marcos de metal pintado de verde.

Mi primera lección no vino de la mano de la maestra. Cuando me calmé, ella me acerco, de la mano, hasta un grupo de niños sentados en corro en unas sillas junto a las ventanas. Y me dejó allí, para mi sorpresa, quizá como oyente de la clase que los alumnos mayores daban a los pequeños. Aquel primer día aprendí que el mundo está dividido en dos partes: el verso y la prosa. Por algún extraño sortilegio del destino, mi primer recuerdo escolar tiene que ver con la literatura.

Un compañero me miró y me dijo: - Pedro, ¿los periódicos están escritos en verso o en prosa?

Tragué saliva y miré al suelo tratando de descubrir en el entarimado de madera una grieta por la que escapar, pero en aquel instante, una luz se hizo dentro de mi inocente cabecilla: ¿No eran versos esas oraciones que mi madre me enseñaba? Sí. Pues entonces, a pesar de que nunca había oído la palabra “prosa” supe que, en efecto, los periódicos debían estar escritos así.

Tras ese inicio llegó la cartilla de la “a” de araña, la “i” de iglesia, como no podía ser de otro modo en aquel tiempo, el “mi mamá me mima” y, poco después, el “Parvulito” de Álvarez.

Mientras tanto, el tiempo pasaba ensimismado entre la recogida de sellos usados para el Domund, las colectas con las huchas de cabeza de negritos, indios y otras razas supuestamente pobres y necesitadas, las diapositivas de los misioneros que nos visitaban y las mañanas de sábado yendo en fila hasta un lateral de la Parroquia para la catequesis.  

El edificio de la escuela, un clásico ejemplo de la época, solo consistía en dos aulas grandes separadas por un vestíbulo con un despacho en el centro, dos pequeños vestuarios, un servicio y una habitación tipo almacén. Todo estaba repetido ya que el ala derecha era para los niños y la izquierda para las niñas.

A ambos lados del edificio las paredes se estiraban hasta formar dos frontones, equivalente vasco, en aquel entonces, a los campillos de futbol habituales por aquí en las escuelas.

La señorita, la maestra, se llamaba Purificación Iturrioz y, siempre lo he dicho, supo abrir en mi todas y cada una de las capacidades que probablemente traía de fábrica y hasta las que solo ella hizo germinar. Siempre tuvo la palabra justa, el mimo a punto, la sonrisa adecuada –no melosa-, el trato cariñoso y la firmeza exacta. Muchas veces la recuerdo lidiando con aquella manada de niños de todas las edades y me descubro añorando, mil años después, su capacidad de trabajo. Es en ella, desde luego, en la que siempre he basado mi actividad posterior docente. Y, a buen seguro, es a aquella Purificación Iturrioz a quien debo mi vocación.

En una de las paredes del aula había varios armarios de madera con puerta transparente. Y, en su interior, con ese olor característico del papel, se atesoraban los libros, la biblioteca de consulta que diríamos ahora. Había otra en la habitación almacén y eran esos volúmenes los que podíamos llevarnos a casa. En la estantería, por el contrario, habitaban las enciclopedias, los libros de imágenes, esos que, con un cierto halo de prohibido, por cuanto solo la maestra podía abrir con llave la puerta de cristal, me atraían sobremanera. Aun hoy, rememorando aquellos instantes, vuelvo a oler el perfume que te inundaba cuando la señorita giraba la llave y abría las puertas acristaladas.

Tampoco puedo olvidar el aroma, entre agrio y dulzón, que emanaba de la leche en polvo americana que, día tras día, teníamos que beber.

La propia maestra, subida a una silla, removía una enorme cazuela que colocaba previamente sobre la estufa de leña que presidía el centro del aula.

Y nosotros, en fila, íbamos alzando nuestro vaso para que ella, con un cacillo, nos lo llenara. ¡Cuántas nauseas me provocaba aquel líquido blanquecino!

Doña Purificación es, para mí, la maestra con mayúscula. Nadie posteriormente ha podido llenar su hueco, a pesar de que con los muchos traslados familiares visité varias escuelas después.

Lástima que nunca puede agradecer a mi MAESTRA lo que hizo por mí, lo que despertó en mi interior. El último recuerdo que tengo de ella, aparte de un beso en la mejilla, fue un recorrido hasta la estantería de los libros. Mi madre ya le había avisado de que nos trasladábamos a Andalucía y ese era el último día.

Veo la llave y escucho el ruido de la cerradura al abrirse. La señorita me mira, me sonríe y me dice: Quiero regalarte dos libros, Pedro, para que te los lleves contigo como recuerdo de todos nosotros. ¿Cuáles quieres?

Y yo, emocionado, casi como ahora mientras lo recuerdo, paseé mis ojos humedecidos y mis dedos temblorosos por los aromáticos lomos de aquellos volúmenes que me habían acompañado tantas veces. Elegí una enciclopedia de Dalmau Carles (distinta de la cotidiana de Álvarez) y un fascinante ejemplar de “El mundo de los animales”.

Durante mucho tiempo me acompañaron hasta que una mudanza –otra- los perdió para siempre.

Si Doña Purificación Iturrioz me está viendo, que seguro que sí, desde el cielo de los buenos Maestros, quiero que sepa que muy probablemente toda mi vida hubiera sido diferente sin su ayuda y que quizá no me hubiera dedicado a enseñar tratando de imitarla, aunque sin conseguirlo del todo.

Gracias, MAESTRA.

Pedro A. López Yera


domingo, 16 de enero de 2022

El Señorío de Jabalquinto. Versos al hilo de la historia.

 


El Señorío de Jabalquinto: Versos al hilo de la historia.

 

Cuatro torres de castillo,

de sillar recio y hollado,

divisan tu andar, tu historia,

tus siglos de lucha y miedo,

de conquista, de recelo…

 Dos aguas mojan y arropan

De Iznadiel el esplendor.

Ya sube el Guadalimar,

ya baja el Guadalquivir,

mientras prendidas transportan,

en su antiguo devenir,

las voces de mil batallas,

ruido de espadas en alto,

sangres moras y cristianas,

gotas de historia en el agua,

Dios y Alá, luchas paganas.

Fernando, -el Santo llamado-,

Sigue tierras conquistando.

Arrasa las de Estiviel

y hasta de Espeluy los campos.

 

Amanece el siglo trece,

-Mil doscientos veintiséis-

Y en Jabalquinto aparecen

Las huestes de aqueste rey.

 

 Una torre musulmana

coronaba nuestro cerro

cuando Fernando llegó.

Y, con de la espada, el hierro

A la cruz la convirtió.

Ya dos siglos han pasado

por las piedras del castillo;

batallas y escaramuzas

a su sombra han sucedido.

 

Llega a Jabalquinto un día

el señor de Villafaña:

-Abrid, que soy don Fernando,

de todos Corregidor.

-Abrid, que soy buen amigo

del Condestable de Iranzo.

 

Tras la muy recia muralla,

protegido y bien a salvo,

 se lamenta don Fernando

mientras a las puertas llega

Pedro Girón a buscarlo.

 

 Cuando el asedio es más duro

van las fuerzas flaqueando

mas en el justo momento

en que Girón va ganando

a Jabalquinto se acerca

con sus huestes, cabalgando,

el amigo de Fernando,

don Miguel Lucas de Iranzo.

 

Mil cuatrocientos setenta

Llega ya en el calendario.

Es don Juan de Benavides

Del castillo el propietario.

 

Viene a visitarle presto

un poeta -su pariente-

que en las letras españolas

tiene lugar preeminente:

 

Jorge Manrique una tarde

a Jabalquinto se acerca.

Su padre, recién perdido,

algún verso le ha inspirado.

Palabras duras, con brío

que comparan a la vida

con toda el agua de un río

que muere al llegar al mar

mezclada con otras gotas,

sin notarlo, casi en paz.

 

 Pasea Manrique, el poeta,

por las calles recoletas

que Jabalquinto le ofrece

con cuestas y plazoletas,

jardines y miradores

y ese valle que lo abraza

como arrullo de galán

en el talle de su amada,

oliendo a olivos en flor

en una noche estrellada.

 

Mil seiscientos treinta y seis

marca trasiego de gente.

Jabalquinto, -el señorío-

pasa a los de Benavente.

 

 

Se acaba aquí el esplendor,

La piedra bruñida al sol.

Bajo el sueño de los siglos

queda el castillo sin voz.

 

Los devaneos de la historia

y su injusto devenir

han apagado la llama

de tu cálido sentir.

 

Han nacido tras tus piedras

generaciones enteras

Pero tú, viejo castillo,

sigues en ellas dormido

viendo crecer y morir

y nacer de nuevo al viento

a quienes pueden al fin

devolverte el sentimiento.

 

Por tus estancias vacías,

por tus recios almenares,

es la historia quien pasea

-gentes de ayer, principales-

llamando nuestra atención

tras ajados ventanales.

 

De medieval fortaleza

luego a palacio trocaste

mas por nombre no hay cuestión

ya que dentro de nosotros

tú sabes que bien quedaste

de nuestra historia bastión.

 

 Con palabras de Manrique

que holló feliz nuestros campos

nos hemos de interrogar:

¿Do acaban los señoríos?

¿Dónde sus pompas y fastos?

¿Sobreviven a la historia?

¿Nos miran ya sus blasones

tras sillares desgastados

arcos, pilastras, balcones?

 

La nostalgia del pasado

no ha de hacernos olvidar

que la vida continúa

con su lento caminar.

 

El antiguo Gebal Quantix

sigue erguido en la distancia

haciéndose ver, altivo,

con galanura y prestancia.

 

Y aquí estamos sobre él,

-raza viva y orgullosa-

sintiéndonos renacer

al alba clara y gozosa

que con cada amanecer

bien en verso, bien en prosa,

nos hace recuperar

del pasado tantas cosas.

 

 El presente que nos toca

traernos ha nuevos futuros.

Ya no de viejos blasones

sino de esfuerzos seguros.

 

Jabalquinto bien merece,

como en los siglos de antaño,

renacer de sus cenizas,

emerger, alzar sin daño

sus voces y sus pesquisas

para a todos recordar,

desde su cerro calmado,

la aspiración de sus gentes

de escalar nuevos peldaños.

 

Sandoval y Benavides,

Pedro Girón, Benavente,

flotan ya como jirones

muy dentro de nuestra gente

pero con el mismo ardor

que impulsó sus aventuras.

En Jabalquinto se mira

hacia una meta segura:

Recuperar el lugar

que por siempre hemos tenido;

salir juntos de una vez,

de esta larga noche oscura.

 

 Y hasta aquí este recorrido

por tierras y señorío

de un Jabalquinto que vibra

por encontrar el camino

que nos lleve hasta el final

de un porvenir merecido.

 

¡Por la historia! ¡Por la vida!

¡Por lo que hasta aquí nos trajo!

¡Por nuestra tierra querida!


Pedro A. López Yera