Bernarda, la gran Bernarda de nuestra literatura, la que Lorca hizo brotar de la realidad transmutándola en mito, pasó hace escasas semanas por nuestro Jaén. Nos dejó ese poso que solo Federico era capaz de imprimir en sus historias, en sus personajes, en la mirada, latido y sentimiento de quienes disfrutamos, sufrimos y nos hacemos mil y una preguntas tras ese reflejo en el que nos obliga a navegar sacando los remos que guardamos en lo más profundo.
Bernarda Alba no termina cuando cae el telón. El personaje y
su círculo, como en esas ensoñaciones en que los libros cobran vida cuando los
aparcamos, momentánea o perennemente, en la estantería de lo releído, vibran
más allá de lo que Lorca dibujó. Su existencia no puede resistirse a seguir. Y
nosotros no podemos permitirnos abandonar a esos personajes que nos restriegan
sin piedad las mil y una facetas que nos hacen brillar o sumirnos en la
oscuridad de lo que somos.
Bernarda y Poncia se asoman al universo de nuevo. Ha pasado
el tiempo y la luz ajada de sus huellas, ausencias y lágrimas late sin pausa
llenando el escenario y, también, nuestra ansiedad por compartir su peripecia
vital. Los dos personajes se enzarzan en
el difícil enfrentamiento de lo que sabemos que fue, lo que creímos entender,
lo que solo se esbozó, lo que imaginamos sin apenas constancia y lo que,
sorpresiva y dramáticamente, nos aclara la realidad, el poso que las hizo
crecer, desmoronarse, construirse máscaras y veladuras o “expirarse” hacia
dentro como afirma Bernarda en esa “continuación” que tan precisa y
ajustadamente ha escrito Pilar Ávila -que además la interpreta junto a Pilar
Civera- y que nos asombra, aturde y emociona.
Traiciones, tragedias, secretos, confesiones se dan la mano
para dibujar el futuro intuido de dos personajes, Bernarda y Poncia, que viven
frente a nosotros su postrer dialogo, su entrega final, ese estertor que las
coloca en un universo tan lorquiano que se hace difícil desentrañar dónde
empieza y acaba Federico y nace y crece Pilar Ávila como madre de esa
dramaturgia que, dirigida por Manuel Galiana -otro grande de nuestro teatro- se
representa actualmente en el Lara madrileño.
Hasta allí nos llevó ese gusanillo de los escenarios hace
apenas horas. Y, quizá por esa cercanía en el tiempo, la sombra de Bernarda y
su “fiel” Poncia nos siguen acompañando sin que sus miradas hayan dejado de
seguirnos.
Pero la sorpresa no había terminado con el disfrute de unas
interpretaciones magníficas, un texto sublime y un montaje memorable. No. El
encuentro con Bernarda, con Lorca en suma, nos tenía preparado otro momento
remarcable. Sabido era que la obra cuenta con la aquiescencia y el soporte del
afamado historiador y estudioso de García Lorca, Ian Gibson. Algún que otro
artículo y comentario conocíamos al respecto y, por ello, cuando unas butacas
más allá descubrimos que Gibson asistía a la misma representación no pude
resistir el impulso de acercarme, saludarle efusivamente y agradecerle su
labor. Exquisito en el trato y con esa peculiar voz dada al acento inglés ya
casi desvanecido, compartimos unos instantes en los que la conjunción
Bernarda-Lorca-Gibson nos atrapó como si el giro solemne de las constelaciones,
literarias por supuesto, adoptara una velocidad mareante y dejara cada uno de
los poros especialistas en el disfrute del buen teatro, abiertos y dispuestos
para ser penetrados sin piedad por la fiereza de una Bernarda ajena a la imagen
que de ella tenemos, por las investigaciones de Gibson y por el soplo siempre
presente de un Federico redivivo que posa su mano, su sonrisa, sobre sus
personajes, libres ya, autónomos, sencillamente vivos para siempre. Quizá como
él mismo.
La representación terminó. Los aplausos atronaron la sala y
la magia se refugió, de nuevo, en el corazón de quienes ya sabemos mucho más de
Bernarda y de Poncia. Las actrices se retiraron tras los focos. El fresco de la
noche nos acogió a todos mientras Gibson avanzaba solo calle abajo. Se diría
que susurraba casi en silencio, quizá con una sombra bajo la farola de la
esquina. Nos miramos y supimos que aquel reflejo sobre los adoquines era
Federico.
“Silencio, que nadie diga nada” pareció que nos decían -así
se subtitula la obra- cuando la distancia era ya parte de la noche. Y nada
dijimos. Bernarda y Poncia estaban escuchando…
Pedro A. López Yera (Publicado en DIARIO JAÉN el 7/12/2021)
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