lunes, 20 de enero de 2025

Isabelita y Juan. "Otro 47"

 Ayer, domingo, las páginas centrales de Diario JAËN rebosaron nostalgia de la "dura", la de aquella emigración que llenó de andaluces otras zonas de España, como Cataluña e incluso Francia o Alemania. Y los protagonistas eran de nuestra familia: Isabelita y Juan.



El título hace referencia a esa película, "El 47" que tantas nominaciones a los Goya ha conseguido y que se centra en gentes y lugares como los que transitaron nuestros familiares.
Os dejo el texto.
Isabelita y Juan… “otro 47”
Hay películas que están íntimamente ligadas a esa vida que nos atrapó, nos hizo crecer y saber apreciar lo que tuvimos, mucho o poco, conseguido literalmente con el sudor, el esfuerzo y el empeño personal y colectivo.
“El 47” es una de ellas. Podemos disfrutarla ahora y sopesar las catorce nominaciones a los Goya que reconocen la estampa de una época. Ese Torre Baró, barrio perdido que es el escenario de los desvelos de un grupo de extremeños abandonados por su tierra, en expresión del protagonista de la película, tiene, tuvo, muchas otras zonas aledañas en la Barcelona de los 50 y 60. Este pequeño recuerdo familiar es de una de ellas, Can Caralleu, y unos protagonistas, Isabelita y Juan, que levantaron su casa con sus propias manos, aunque ahora eso nos parezca una hazaña literaria y fuera de la realidad. Nos trasladamos primero a 1953 y ahí tenemos a Juan Moreno trabajando duro cada día de la semana y deslomándose además los sábados y domingos construyendo un hogar para su familia que seguía en tierras jaeneras, concretamente en Villargordo. Embarazada su esposa, Isabelita, de gemelos, esperaba la llamada oportuna para reunirse con él. Un episodio que recoge también otro film desgarrador, este de 1967, “La piel quemada”. Aquí son José y Juana quienes se enfrentan a planteamientos similares, el desarraigo, la añoranza y el trabajo de sol a sol.
Pero volvamos a Juan e Isabel. En una época en que la salud era otra de las asignaturas pendientes, los chavalines recién nacidos, Manuel y Juan, no pudieron soportar “la vida” y fallecieron sin que su padre pudiera siquiera conocerlos. Una espinita que nunca pudo olvidar Isabel y que la acompañó siempre hasta el punto de solicitar que, llegado el momento, los restos de “sus niños” la acompañaran en el sueño eterno. Y así se hizo en su memoria.
Ya sola emprendió el camino de aquella Barcelona que iba a ser su “tierra” durante muchos años sin olvidar a cada instante su pueblo y la familia que quedó aquí. No había sido ese el primer destino de Juan. Probó fortuna en Francia junto con José, su cuñado, pero regresó pronto a España. José, por el contrario, siguió buscando su futuro y el de los suyos y recaló en Alemania, en la región de Renania del Norte-Westfalia, en Bielefeld.
La casa, construida por Juan en un espacio casi idílico con vistas a la ciudad y al Tibidabo, acogió a Isabelita, la “señora Isabel” en terminología de entonces, sin comodidades no ya en el propio hogar sino alrededor. Al lugar no subían autobuses urbanos, ni siquiera taxis. Las calles seguían sin asfaltar y los servicios municipales brillaban por su ausencia. Un escenario que concuerda perfectamente con el presentado en “El 47”.
Establecimientos que jalonaban la ascensión eran el Merendero de “La Chata” o el Colmado de Sarriá donde había que aprovisionarse de alimentos y subirlos a peso hasta la casa. Era en el colmado donde se recibían las cartas y notificaciones ya que los carteros tampoco subían “a la montaña” como solía decirse. Incluso las barras de hielo para conservar los alimentos en aquellos primitivos frigoríficos había que subirlas a hombros. Situaciones que solo la juventud y el anhelo de un tiempo mejor podían solventar.
Sin hijos, su ilusión era recibir a la familia, en especial a sus cuñados José y Manuela, que en ocasiones se quedaron pequeñas temporadas en su casa. La visita de los padres de Isabel, Ángeles y Manuel, fue todo un acontecimiento que quedó para la historia familiar con la imagen que un fotógrafo ambulante tomó en plaza Cataluña rodeados de palomas.
Ana, su sobrina, quedaba en Jaén estudiando para “tener un futuro y no depender de nadie” en palabras de su padre, un apasionado defensor del trabajo y del esfuerzo para conseguir mejorar en la vida.
Ana, cuando los estudios lo permitían, también disfrutaba de sus tíos y de aquella Barcelona. En su recuerdo han quedado prendidas las primeras “visitas turísticas” guiadas por Isabel: el parque Güell, la Sagrada Familia -incluida subida peldaño a peldaño a la torre-, las Ramblas, la Plaza Cataluña, el Mercat de Sant Antoni, la plaza de España con su “Font Mágica”… ante aquella belleza nueva y desconocida para ella las dificultades para “subir” a Can Caralleu desaparecían y también para sus tíos, orgullosos de mostrarle su pequeño universo dentro de la gran urbe que les acogió en su momento. Pero no solo de tierra se alimentó su afán de descubrimiento. Las Golondrinas, en el puerto barcelonés bajo la atenta mirada de Colón, abrieron otra puerta por la que la brisa no solo removió los rizos de su cabellera, sino que continuó, renfe a través, en un vetusto cercanías por la costa: Pineda, Ocata, Arenys de Mar, Sant Feliu…
Alrededor todo seguía igual y, al volver, la caminata “vestida de ascensión” recordaba de nuevo lo olvidado del barrio, el esfuerzo de los emigrados desde sus pueblos en el sur, la lágrima de la añoranza, la desesperada petición de ser tenidos en cuenta y, como una voz clamando en el desierto, el arrullo del ladrido cariñoso del “gran” Boby, el pastor alemán que era como de la familia y que Isabel alimentó desde cachorrillo. La familia se construye donde está el hogar y aquella atalaya con Barcelona a los pies, más allá de la incomodidad y el desamparo, Juan y “la señora Isabel” desarrollaron su vida aun teniendo siempre presente a su familia del pueblo a la que siempre visitaban en verano o cuando era posible.
A veces, cuando Isabel subía desde el colmado o se sentaba a descansar en el merendero de La Chata, a los chavales de un equipo de futbol que entrenaban en los alrededores les volvía a dar el balón que se les escapaba y quizá echaba de menos, viéndolo jugar, a aquellos bebés, “sus gemelos” que apenas pudieron disfrutar de la vida y a los que nunca pudo olvidar.
No hubo un autobús 47 que les evitara las bajadas y, en especial, las subidas, no hubo visitas de gerifaltes municipales en busca de cumplir necesidades de los vecinos. Tampoco un Manolo Vital que, como en la pantalla, removiera corazones y conciencias, pero para Juan e Isabel aquella casa “de acogida” construida ladrillo a ladrillo siempre fue, precisamente eso, un hogar y cuando, en aras de un nuevo trabajo de él, tuvieron que dejarlo para trasladarse a Santa Coloma de Gramanet, una lágrima, distinta a la de la despedida del pueblo, recorrió la mejilla de Isabel impulsándola, impulsándoles a una nueva etapa que, muchos años después, acabaría con su regreso -ya jubilado Juan- a su añorado Jaén. Pero esa, claro está, es otra historia. Juan e Isabel descansan ya aquí, en su tierra añorada, pero siempre llevaron consigo aquella vista espléndida y abierta de Barcelona desde la terraza de la casa que construyeron y el aire que respiraron allí tantos años nunca salió del todo de sus pulmones.

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