Hoy nos han dejado dos escritores. Dos
personas a las que, probablemente, pocas personas digamos “de a pie” conocen.
Sus nombres, Günter Grass y Eduardo Galeano, suenan a élite literaria, a libros situados en
alguna estantería inaccesible no por altura sino por desconocimiento. Sin
embargo, tanto el uno como el otro son piezas de ese mundo real y a la vez irreal en el que hemos ido creciendo devorando
sus páginas. Hablando de devorar y de páginas, me viene a la memoria otra efeméride
que estamos a punto de celebrar. Gregorio Samsa, otro nombre que nada dirá a
muchos viandantes que se crucen mañana en nuestro camino es el personaje que,
de la noche a la mañana, descubre que podría saborear una ruda cartulina impresa
que, enmarcada, colgaba de un clavo en su habitación. Es un “hijo” de Kafka que
ahora cumple cien añitos de nada. Y el protagonista de “La Metamorfosis” aunque
ahora, con la moda de la revisión de todo lo pasado, puede que tengamos que
conocerla como “La Transformación”. Cosas de sesudos traductores del alemán.
A Günter Grass confieso que lo conocí primero
en el cine. Y recuerdo perfectamente el cartel anunciador de la película de su
libro más publicitado, El tambor de Hojalata. Fue una tarde “de pase” en
aquella mili prehistórica madrileña. Los multicines coronaban la estación de
Chamartín y, quizá, mi indumentaria soldadesca hubiera hecho las delicias de
algunos que otros oficiales de las SS de una célula similar a la que dejó morir
en un campo de concentración a las hermanas de Kafka poco después que él mismo
falleciera, tuberculoso, en Austria sin saber qué estaba a punto de sobrevenir
en los anales de la historia.
Confieso también que me costó entender
sobremanera aquel texto ni siquiera explicitado en imágenes. Y no sé si aun,
milenios después, lo he conseguido. Quizá la fascinación de aquellas extrañas
imágenes, al hilo de los cinéfilos consejos de mi buen Fermín Alonso, compañero
de caquis horizontes, me embotaron el intelecto de tal modo que adentrarme en
las letras que les dieron soporte me inquietó por complicado y abstruso. Cuando paseé por Gdansk (Polonia) hace algunos
veranos, nadie me avisó de que allí, en aquellas calles había nacido Günter
Grass. Todo el hincapié se puso en las aventuras de Solidaridad y de Lech
Walesa. Lástima. Una vez más la política por encima de la literatura.
Con Galeano todo fue más sencillo quizá porque
la unión de política y literatura ya iba incluida en el mismo lote. Aquellas “Memorias
del Fuego” o las muy conocidas “Venas abiertas de América Latina” son como
fuentes en las que beber para digerir con sus medicinales aguas los
indescifrables vaivenes del sur del continente americano.
Günter, Galeano y Kafka se asoman a nuestras
conciencias para recordarnos que hay algo más allá de las hojas encuadernadas
que pueblan nuestros muebles, que hay gentes para las que la vida, como decía
Kafka, solo es una sucesión de intentos de “escribir” para que los demás
tengamos la gentileza de intentar “leer”.
Oscar Matzerath y Gregorio Samsa, en
diferentes momentos, se han quedado
huérfanos. Nosotros también. Ahora sonarán redobles de tambores de hojalata o
de piel de tensado animal en recuerdo y homenaje a los autores desaparecidos y
poco después todo quedará escondido en el polvo letal de las estanterías hasta
que alguien, quien sabe, sufra una transformación como el insecto de Kafka y de
devorador de malolientes sobremesas televisivas
pase a ser degustador de volúmenes escritos. Para ello no hacen falta muchas
extremidades. No ojos tabulados. Venimos de fábrica con los instrumentos
precisos para hacerlo. Lástima que hay gentes que lo desconocen.
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