- ¡Mamá!, ¡mamá!... Me recuerdo gritando desconsoladamente
al verme solo, por primera vez, frente a aquella mujer, aquella señorita, alta
y delgada, de rostro afilado, cabellos color rubio oscuro y vestida con una
bata blanca.
Mi madre salía por la puerta tras haberme dejado en la
Escuela unitaria de Santa Lucía, en la Tolosa de principios de los sesenta.
Miré alrededor. Era una sala enorme, rectangular, con ventanales grandes con
marcos de metal pintado de verde.
Mi primera lección no vino de la mano de la maestra. Cuando
me calmé, ella me acerco, de la mano, hasta un grupo de niños sentados en corro
en unas sillas junto a las ventanas. Y me dejó allí, para mi sorpresa, quizá
como oyente de la clase que los alumnos mayores daban a los pequeños. Aquel
primer día aprendí que el mundo está dividido en dos partes: el verso y la
prosa. Por algún extraño sortilegio del destino, mi primer recuerdo escolar tiene
que ver con la literatura.
Un compañero me miró y me dijo: - Pedro, ¿los periódicos
están escritos en verso o en prosa?
Tragué saliva y miré al suelo tratando de descubrir en el
entarimado de madera una grieta por la que escapar, pero en aquel instante, una
luz se hizo dentro de mi inocente cabecilla: ¿No eran versos esas oraciones que
mi madre me enseñaba? Sí. Pues entonces, a pesar de que nunca había oído la
palabra “prosa” supe que, en efecto, los periódicos debían estar escritos así.
Tras ese inicio llegó la cartilla de la “a” de araña, la “i”
de iglesia, como no podía ser de otro modo en aquel tiempo, el “mi mamá me
mima” y, poco después, el “Parvulito” de Álvarez.
Mientras tanto, el tiempo pasaba ensimismado entre la
recogida de sellos usados para el Domund, las colectas con las huchas de cabeza
de negritos, indios y otras razas supuestamente pobres y necesitadas, las
diapositivas de los misioneros que nos visitaban y las mañanas de sábado yendo
en fila hasta un lateral de la Parroquia para la catequesis.
El edificio de la escuela, un clásico ejemplo de la época,
solo consistía en dos aulas grandes separadas por un vestíbulo con un despacho
en el centro, dos pequeños vestuarios, un servicio y una habitación tipo
almacén. Todo estaba repetido ya que el ala derecha era para los niños y la
izquierda para las niñas.
A ambos lados del edificio las paredes se estiraban hasta
formar dos frontones, equivalente vasco, en aquel entonces, a los campillos de
futbol habituales por aquí en las escuelas.
La señorita, la maestra, se llamaba Purificación Iturrioz y,
siempre lo he dicho, supo abrir en mi todas y cada una de las capacidades que
probablemente traía de fábrica y hasta las que solo ella hizo germinar. Siempre
tuvo la palabra justa, el mimo a punto, la sonrisa adecuada –no melosa-, el
trato cariñoso y la firmeza exacta. Muchas veces la recuerdo lidiando con
aquella manada de niños de todas las edades y me descubro añorando, mil años
después, su capacidad de trabajo. Es en ella, desde luego, en la que siempre he
basado mi actividad posterior docente. Y, a buen seguro, es a aquella
Purificación Iturrioz a quien debo mi vocación.
En una de las paredes del aula había varios armarios de madera
con puerta transparente. Y, en su interior, con ese olor característico del
papel, se atesoraban los libros, la biblioteca de consulta que diríamos ahora.
Había otra en la habitación almacén y eran esos volúmenes los que podíamos
llevarnos a casa. En la estantería, por el contrario, habitaban las
enciclopedias, los libros de imágenes, esos que, con un cierto halo de
prohibido, por cuanto solo la maestra podía abrir con llave la puerta de
cristal, me atraían sobremanera. Aun hoy, rememorando aquellos instantes,
vuelvo a oler el perfume que te inundaba cuando la señorita giraba la llave y
abría las puertas acristaladas.
Tampoco puedo olvidar el aroma, entre agrio y dulzón, que
emanaba de la leche en polvo americana que, día tras día, teníamos que beber.
La propia maestra, subida a una silla, removía una enorme
cazuela que colocaba previamente sobre la estufa de leña que presidía el centro
del aula.
Y nosotros, en fila, íbamos alzando nuestro vaso para que
ella, con un cacillo, nos lo llenara. ¡Cuántas nauseas me provocaba aquel
líquido blanquecino!
Doña Purificación es, para mí, la maestra con mayúscula.
Nadie posteriormente ha podido llenar su hueco, a pesar de que con los muchos
traslados familiares visité varias escuelas después.
Lástima que nunca puede agradecer a mi MAESTRA lo que hizo
por mí, lo que despertó en mi interior. El último recuerdo que tengo de ella,
aparte de un beso en la mejilla, fue un recorrido hasta la estantería de los
libros. Mi madre ya le había avisado de que nos trasladábamos a Andalucía y ese
era el último día.
Veo la llave y escucho el ruido de la cerradura al abrirse.
La señorita me mira, me sonríe y me dice: Quiero regalarte dos libros, Pedro,
para que te los lleves contigo como recuerdo de todos nosotros. ¿Cuáles
quieres?
Y yo, emocionado, casi como ahora mientras lo recuerdo,
paseé mis ojos humedecidos y mis dedos temblorosos por los aromáticos lomos de
aquellos volúmenes que me habían acompañado tantas veces. Elegí una
enciclopedia de Dalmau Carles (distinta de la cotidiana de Álvarez) y un
fascinante ejemplar de “El mundo de los animales”.
Durante mucho tiempo me acompañaron hasta que una mudanza
–otra- los perdió para siempre.
Si Doña Purificación Iturrioz me está viendo, que seguro que
sí, desde el cielo de los buenos Maestros, quiero que sepa que muy
probablemente toda mi vida hubiera sido diferente sin su ayuda y que quizá no
me hubiera dedicado a enseñar tratando de imitarla, aunque sin conseguirlo del
todo.
Gracias, MAESTRA.
Pedro A. López Yera
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