jueves, 27 de enero de 2022

La señorita Purificación Iturrioz

 


- ¡Mamá!, ¡mamá!... Me recuerdo gritando desconsoladamente al verme solo, por primera vez, frente a aquella mujer, aquella señorita, alta y delgada, de rostro afilado, cabellos color rubio oscuro y vestida con una bata blanca.

Mi madre salía por la puerta tras haberme dejado en la Escuela unitaria de Santa Lucía, en la Tolosa de principios de los sesenta. Miré alrededor. Era una sala enorme, rectangular, con ventanales grandes con marcos de metal pintado de verde.

Mi primera lección no vino de la mano de la maestra. Cuando me calmé, ella me acerco, de la mano, hasta un grupo de niños sentados en corro en unas sillas junto a las ventanas. Y me dejó allí, para mi sorpresa, quizá como oyente de la clase que los alumnos mayores daban a los pequeños. Aquel primer día aprendí que el mundo está dividido en dos partes: el verso y la prosa. Por algún extraño sortilegio del destino, mi primer recuerdo escolar tiene que ver con la literatura.

Un compañero me miró y me dijo: - Pedro, ¿los periódicos están escritos en verso o en prosa?

Tragué saliva y miré al suelo tratando de descubrir en el entarimado de madera una grieta por la que escapar, pero en aquel instante, una luz se hizo dentro de mi inocente cabecilla: ¿No eran versos esas oraciones que mi madre me enseñaba? Sí. Pues entonces, a pesar de que nunca había oído la palabra “prosa” supe que, en efecto, los periódicos debían estar escritos así.

Tras ese inicio llegó la cartilla de la “a” de araña, la “i” de iglesia, como no podía ser de otro modo en aquel tiempo, el “mi mamá me mima” y, poco después, el “Parvulito” de Álvarez.

Mientras tanto, el tiempo pasaba ensimismado entre la recogida de sellos usados para el Domund, las colectas con las huchas de cabeza de negritos, indios y otras razas supuestamente pobres y necesitadas, las diapositivas de los misioneros que nos visitaban y las mañanas de sábado yendo en fila hasta un lateral de la Parroquia para la catequesis.  

El edificio de la escuela, un clásico ejemplo de la época, solo consistía en dos aulas grandes separadas por un vestíbulo con un despacho en el centro, dos pequeños vestuarios, un servicio y una habitación tipo almacén. Todo estaba repetido ya que el ala derecha era para los niños y la izquierda para las niñas.

A ambos lados del edificio las paredes se estiraban hasta formar dos frontones, equivalente vasco, en aquel entonces, a los campillos de futbol habituales por aquí en las escuelas.

La señorita, la maestra, se llamaba Purificación Iturrioz y, siempre lo he dicho, supo abrir en mi todas y cada una de las capacidades que probablemente traía de fábrica y hasta las que solo ella hizo germinar. Siempre tuvo la palabra justa, el mimo a punto, la sonrisa adecuada –no melosa-, el trato cariñoso y la firmeza exacta. Muchas veces la recuerdo lidiando con aquella manada de niños de todas las edades y me descubro añorando, mil años después, su capacidad de trabajo. Es en ella, desde luego, en la que siempre he basado mi actividad posterior docente. Y, a buen seguro, es a aquella Purificación Iturrioz a quien debo mi vocación.

En una de las paredes del aula había varios armarios de madera con puerta transparente. Y, en su interior, con ese olor característico del papel, se atesoraban los libros, la biblioteca de consulta que diríamos ahora. Había otra en la habitación almacén y eran esos volúmenes los que podíamos llevarnos a casa. En la estantería, por el contrario, habitaban las enciclopedias, los libros de imágenes, esos que, con un cierto halo de prohibido, por cuanto solo la maestra podía abrir con llave la puerta de cristal, me atraían sobremanera. Aun hoy, rememorando aquellos instantes, vuelvo a oler el perfume que te inundaba cuando la señorita giraba la llave y abría las puertas acristaladas.

Tampoco puedo olvidar el aroma, entre agrio y dulzón, que emanaba de la leche en polvo americana que, día tras día, teníamos que beber.

La propia maestra, subida a una silla, removía una enorme cazuela que colocaba previamente sobre la estufa de leña que presidía el centro del aula.

Y nosotros, en fila, íbamos alzando nuestro vaso para que ella, con un cacillo, nos lo llenara. ¡Cuántas nauseas me provocaba aquel líquido blanquecino!

Doña Purificación es, para mí, la maestra con mayúscula. Nadie posteriormente ha podido llenar su hueco, a pesar de que con los muchos traslados familiares visité varias escuelas después.

Lástima que nunca puede agradecer a mi MAESTRA lo que hizo por mí, lo que despertó en mi interior. El último recuerdo que tengo de ella, aparte de un beso en la mejilla, fue un recorrido hasta la estantería de los libros. Mi madre ya le había avisado de que nos trasladábamos a Andalucía y ese era el último día.

Veo la llave y escucho el ruido de la cerradura al abrirse. La señorita me mira, me sonríe y me dice: Quiero regalarte dos libros, Pedro, para que te los lleves contigo como recuerdo de todos nosotros. ¿Cuáles quieres?

Y yo, emocionado, casi como ahora mientras lo recuerdo, paseé mis ojos humedecidos y mis dedos temblorosos por los aromáticos lomos de aquellos volúmenes que me habían acompañado tantas veces. Elegí una enciclopedia de Dalmau Carles (distinta de la cotidiana de Álvarez) y un fascinante ejemplar de “El mundo de los animales”.

Durante mucho tiempo me acompañaron hasta que una mudanza –otra- los perdió para siempre.

Si Doña Purificación Iturrioz me está viendo, que seguro que sí, desde el cielo de los buenos Maestros, quiero que sepa que muy probablemente toda mi vida hubiera sido diferente sin su ayuda y que quizá no me hubiera dedicado a enseñar tratando de imitarla, aunque sin conseguirlo del todo.

Gracias, MAESTRA.

Pedro A. López Yera


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