Mi artículo dominical en DIARIO JAÉN.
“A Caperucita no le gusta el final”
En el centenario de Carmen
Martín Gaite.
Pedro A. López Yera
Una frase de Carmen Martín Gaite
en “Caperucita en Manhattan” deja caer que “a fuerza de no contar las
cosas, la memoria se oxida”. Y lo afirma en relación con la historia de Gloria
Star, en realidad, Rebeca Little, la abuela de la protagonista, Sara Allen.
Quizá como fruto de esa afirmación me vuelvo a ver en Manhattan, hace unos
años, paseando por Brooklyn y fijando mi mirada, quizá por deformación
profesional, en los niños con los que nos cruzábamos. En un momento, un flash
perdido en la memoria, una chavalilla pecosa me recordó a esa Sara que había
descubierto en el libro. No había vuelto a recrear aquella escena hasta este
tiempo en que los medios me recuerdan que 2025 es el “año de Carmen Martín
Gaite” ya que es el centenario de su nacimiento y el cuarto de siglo desde que
nos dejó allende el cambio de milenio.
Decía Machado, por boca de Juan
de Mairena, que “pensar es deambular de calle en calle, de calleja en
callejón, hasta dar con un callejón sin salida” y Carmen eligió esa cita como
introducción a su “Ritmo lento”. Y con esa cadencia vuelvo una y otra vez, en
un íntimo ejercicio de memoria, a recorrer aquel Brooklyn en que me miré en los
ojillos esquivos -que no se percataron de mi paso- de aquella supuesta Sara,
aquella caperucita que, con mirada de sueño interrumpido, correteaba frente a
mi quizá haciendo real otra de las afirmaciones de la autora: “cuando la
estatua de la Libertad cierra los ojos, les pasa a los niños sin sueño de
Brooklyn la antorcha de su vigilia”. Quizá Sara no había dormido bien
aquella noche o, probablemente, era mi imagen literaria la que proyecté en
ella, pero allí estaba en mitad de ese Nueva York atrayente,
cinematográficamente dispuesto a engullirnos y dispuesto a dejar una huella
indeleble entrelazada en la neurona viajera que todo lo atesora.
Carmen Martín Gaite atesoraba
algo más que recuerdos, amaba la libertad con todas y cada una de sus facetas,
inmiscuyendo las unas con las otras en un maremágnum nacido de la influencia de
sus padres con libros, independencia e igualdad. ¿Qué podría florecer de ese
germen? Lógicamente un espíritu libre,
una “chica rara” por usar una añeja denominación que circulaba por aquella
España oscura que, sin embargo, disponía de luces intermitentes que iluminaban
la bohemia, las tertulias literarias y los avances de un futuro que quizá, solo
quizá, se sospechaba como más o menos inminente.
Y era escribiendo como Carmen,
Carmiña, se dejaba fluir. No me resisto a reproducir una de sus ideas al
respecto: “si pudiéramos hablar bien con toda la gente que queremos, tal
como queremos, con tiempo para disfrutar de ello en un plazo narrativo, en una
pausa segura para ser escuchados y escuchar, quizá no escribiríamos”. Es
decir, la escritura era para ella ese escalón en el que ascender o descansar,
abrirse o dejar entrar en lo íntimo, en lo ofrecido a los demás… “Escribir
es como coser, las puntadas son las palabras” y esas palabras florecieron “Entre
visillos”, “Lo raro es vivir”, “Las ataduras”, “El cuarto de atrás”, “El cuento
de nunca acabar”, “Nubosidad variable”, “Irse de casa” o “Usos amorosos de la
postguerra española”. De este último libro, un exhaustivo compendio de las
costumbres del momento, recojo esta anécdota que la autora incluye en el libro:
“En mi juventud oí contar, dándolo, por cierto, el caso de una señorita —no
sé si de Palencia o de Valladolid—, que le había aguantado al novio tal
cantidad de desaires y de humillaciones que nadie se explicaba cómo no lo
mandaba a paseo. Impertérrita ante las críticas de los familiares y los
consejos de las amigas, apuró sin embargo basta las heces el cáliz de aquel
noviazgo y logró finalmente, a base de pertinacia y disimulo acerca de sus
verdaderos planes, vestirse de tules blancos y recorrer solemnemente el camino
hasta el altar a los sones de la marcha nupcial de Mendelssohn. Una vez
concluida la ceremonia y conseguido ante testigos el «sí» que pronunciaron los labios
de su prometido, cuando le tocó a ella el turno de contestar si lo quería por
esposo, se hizo un silencio expectante. «¡No, señor!», se la oyó pronunciar al
fin con voz segura y bien timbrada, dirigiéndose al cura. Y, volviéndose acto
seguido a todos los circunstantes que llenaban la iglesia, añadió con énfasis,
haciendo un gesto teatral que los abarcaba con la mano: «¡Y si he llegado hasta
aquí, es para que sepan todos ustedes que si me quedo soltera es porque me da
la gana!» Dicho lo cual, se agarró la cola del vestido de novia con la mano
derecha y desanduvo con taconeo resuelto el camino que la había llevado hasta
el tribunal de Dios para dirimir su juicio ante los hombres”.
Carmen había contraído matrimonio
con Rafael Sánchez Ferlosio y fueron la “pareja literaria” española más
conocida de la segunda mitad del siglo XX, aunque sus peripecias personales
tuvieron episodios muy dolorosos. Con apenas siete meses falleció su hijo,
Miguel, y años después su hija Marta.
La relación con ella quizá
impregnó la dedicatoria de los “Usos amorosos…” que antes mencionaba: “Para
todas las mujeres españolas, entre cincuenta y sesenta años, que no entienden a
sus hijos. Y para sus hijos, que no las entienden a ellas”.
Hablando de hijos y de lo que
podemos ir avanzándoles, vuelvo por un instante a la chica “Caperucita” de
Manhattan y su amor por los libros, por las historias… “Sara, antes de saber
leer bien, a aquellos cuentos les añadía cosas y les inventaba finales
diferentes. La viñeta que más le gustaba era la que representaba el encuentro
de Caperucita Roja con el lobo en un claro del bosque; cogía toda una página y
no podía dejarla de mirar. En aquel dibujo, el lobo tenía una cara tan buena,
tan de estar pidiendo cariño, que Caperucita, claro, le contestaba fiándose de
él, con una sonrisa encantadora. Sara también se fiaba de él, no le daba ningún
miedo, era imposible que un animal tan simpático se pudiera comer a nadie. El
final estaba equivocado. También el de Alicia, cuando dice que todo ha sido un
sueño, para qué lo tiene que decir. Ni tampoco Robinson debe volver al mundo
civilizado, si estaba tan contento en la isla. Lo que menos le gustaba a Sara
eran los finales.”
Quizá a Carmen tampoco. La vida,
la libertad, el amor… “Nunca está uno libre; el que no está atado a algo, no
vive... Las verdaderas ataduras son las que uno escoge, las que se busca y se
pone uno solo, pudiendo no tenerlas”.
Y, en el silencio del adiós, una
dedicatoria que no deja lugar a dudas: “A mi madre, que nunca me forzó a
ninguna cosa, que parecía que no me estaba enseñando nada…” ¿No es eso, acaso, la libertad?
Toca recomenzar y diseñar un
nuevo futuro. Quizá tomando el ferry en Battery Park como Sara, como
Caperucita, como Carmen.
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