martes, 27 de enero de 2015

En el 70 aniversario de la liberación del campo de Auschwitz-Birkenau: FÚLGIDAS INSTANTÁNEAS DE VOCES.


Fúlgidas instantáneas de voces.
(En el 70 aniversario de la liberación del campo de Auschwitz-Birkenau)
(El texto que sigue es un extracto del libro de viajes inédito titulado DE LOS TATRAS AL ETNA que recoge nuestros viajes por Polonia y Sicilia. El capítulo narra las aventuras "del viajero" por Auschwitz y lo traigo hoy a la luz en homenaje a las víctimas del campo y de la locura nazi en general. El título, Fúlgidas instantáneas de voces, se refiere al mural de fotos de judíos exterminados que puede verse al entrar al campo y está tomado de un verso de C. Miralles).

¿Quién volverá a mirar aquella fotos,
a sentir en ellas la luz de agua apagada?
¿Quién escuchará de nuevos vuestras voces?
Fragmentos de voces huidizas
y ardientes.
Tú que ahora vas entregando su ceniza
al encendido viento,
sobre la tersa, honda, tierra negra.
sin más rumor que el dolor en el aire…

(Carles Miralles. Instantáneas fúlgidas de voces). Adaptación.

 
 
El viajero, nervioso, dejó su alma recorrer apresuradamente el camino. Por delante del verdor circundante del sendero. Más allá de la marcha del autobús. Él quería llegar pero, a la vez, un extraño y duro sentimiento de miedo escondido le atenazaba las entrañas.

Estudiando la historia, leyendo, viendo las innumerables versiones cinematográficas, saboreando dolorosamente los documentales, el viajero siempre había desarrollado un especial interés por la etapa nazi. Nunca pudo comprender del todo las motivaciones de un régimen capaz de las más altas degradaciones que la historia ha conocido, casi al mismo nivel que los horrores de Stalin y la macabra sombra soviética.

Ya intentó el viajero obtener información in situ en su recorrido por la Alemania resurgida, aquella para la que el muro ya solo es como una inmensa galería de arte moderno. Pero no pudo. Los nuevos alemanes guardan muy dentro de si las atrocidades del pasado. Y quizá hacen bien.

En fin, quedaban escasos kilómetros para llegar al viejo Auschwitz. La imagen de las películas con los trenes atravesando la puerta del campo se agolparon frente a las ventanillas del autobús. Al fin éste se detuvo y el viajero ya no pudo más.

A pocos pasos, frente a él, se habían desarrollado las más inimaginables torturas, la degradación más corrupta y abyecta. Un poco más y estaría en el infierno…

Nada más entrar en el recinto, antes de llegar a la “puerta”, una placa recuerda que “aquellos que no son capaces de recordar su historia, quizá estén condenados a repetirla de nuevo”…  Un escalofrío recorre de nuevo la espalda del viajero al imaginarse sumido en episodios semejantes.

Al fondo, frente a un prado muy bien cuidado, se alzan las edificaciones de ladrillo rojizo. Antaño barracones de presos judíos.

No eran los barracones de madera a los que el cine nos ha acostumbrado. El viajero interroga a la guía y descubre que el campo de Auschwitz eran en realidad dos campos, el primero, en el que nos encontrábamos y el de Birkenau a apenas dos kilómetros y pico del anterior.

La gran puerta atravesada por los trenes en “La vida es bella”, por ejemplo, es la de Birkenau. Y la verja electrificada sobre la que nace un letrero en hierro forjado con la leyenda “El trabajo os hará libres” es la puerta principal de Auschwitz.

 

                   El viajero pasea por los edificios rojos de Auschwitz y por los barracones de madera de Birkenau y trata de no revivir las vibraciones que cada uno de sus pasos va generando. Hay un pequeño monumento a modo de urna que recoge las últimas cenizas que los rusos encontraron en Auschwitz cuando lo liberaron. Una pequeña hornacina que recoge flores, mensajes y lazos con las banderas de todos los países, de todos los que han pasado por este lugar y han querido dejar una señal de dolor, un aviso para navegantes, una muestra de sincera solidaridad con aquellos que dejaron su vida en las piedras del campo.

Y alrededor, una muestra museística  de mil y una atrocidades.

El viajero se estremece –no encuentra un verbo más descriptivo- ante la montaña de maletas y equipajes que una vez contuvieron las esperanzas de familias enteras. Aun se perciben, escritas con tizas blancas, las direcciones, los nombres… unas señas de identidad que dejaron de ser algo tangible tras atravesar la puerta del campo.  Hay fechas escritas con mano trémula en las maletas. Días que se esperaban al final del trayecto, momentos a recordar, quizá el nacimiento de alguno de los niños que vieron la luz por primera vez  dentro del campo y que acabaron directamente en el horno o –estos tuvieron al destino de cara- en las manos ansiosas de familias alemanas, arias naturalmente, cercanas al poder hitleriano. Familias que no podían tener hijos directamente y que obviaron por un momento el origen –poco ario- de aquellos bebés que robaron a unas madres desesperadas que ya habían sobrepasado todos los umbrales conocidos del dolor.

Y sus fotos, esas instantáneas fúlgidas de voces con que el viajero ha titulado esta crónica. Fotos de miradas que quizá creyeron que todo no se había perdido todavía. Ojos que esperaban ver, en su inocente caminar, aquel nuevo mundo que los alemanes les habían prometido y para el que –el viajero no salía de su asombro- les hicieron comprar un billete antes de subir a los trenes.

 
 
 
Pero nada fue así.

Se les asesinó. A algunos nada más llegar. Quizá estos tuvieron suerte. A los demás se les obligó a un trabajo extenuador en unas condiciones cuya sola mención es inhumana.

Y cuando ya no podían soportar el ritmo agotador sin comida y sin descanso, eran llevados a la ducha purificadora y después al horno crematorio.

Desnudos, eso sí. Ya que había que aprovechar la ropa, los dientes, el pelo, los útiles personales…

Es demoledora la exposición que el viajero fue repasando poco a poco. Miles de quilos de cabello femenino, trenzas que una vez alguna madre amorosa peinó con esmero, melenas de negro intenso que alguna vez atrajeron las miradas complacientes de los jóvenes pretendientes, pelo de mujeres que lo perdieron tras la vida.

Pero la maldad siempre tiene un punto más en la rosca de la tuerca. Existen muestras de tejido que una empresa alemana elaboraba con ese cabello asesinado.  Y miles de gafas de metal arrugado. Y cientos de prótesis de brazos y piernas.

En otro expositor aparecen cepillos de dientes, útiles de afeitar, cubiertos, ropita de bebé, trozos de vida congelada que nunca volverán a ser reales. Zapatillas, zapatos de tacón, sandalias…. 

Todo, en realidad, sirvió para negociar con la muerte. Las crecientes necesidades de la industria de guerra fueron cubiertas por la población civil deportada de los países vencidos. Procedentes de éstos, más de 20 millones de personas fueron esclavizadas -en su mayor parte rusos y polacos- aportando pingües beneficios a las empresas que los empleaban y a las SS. Los empresarios solían pagar entre 3 y 6 marcos por trabajador y día a las SS, y estas apenas se gastaban 0,35 marcos diarios en la  manutención. Cuando el prisionero había sido reducido a un desecho humano, inútil para el trabajo, era liquidado, rindiendo su último tributo al Reich: se comercializaba su grasa para hacer jabón, sus huesos para fabricar fertilizantes, sus cabellos para la industria textil... Sólo el campo de Auschwitz entregó 60 toneladas de cabello a la fábrica de tejidos Alex Zink, como ya hemos dicho, que pagó por ellas 30.000 marcos; 7.000 kilos más, preparados para su envío, hallaron los soviético al ocupar el campo. Hubo empresas que se constituyeron para aprovechar los últimos residuos humanos, como Reinhard, que adquiría a las SS cuantas pertenencias de los prisioneros pudieran ser comercializadas: relojes, cadenas, joyas, dientes de oro…

Todo se clasificaba, limpiaba, reparaba, catalogaba, almacenaba. Luego se servían los pedidos a las empresas interesadas. Fue particularmente beneficiosa  la venta de abrigos, botas, impermeables, jerseys y ropa interior de calidad. Cuando los soviéticos entraron en los campos polacos hallaron, como ya hemos comentado antes,  miles de maletas, perfectamente clasificadas con el nombre y dirección de las víctimas.
 
 

Pero todo no había terminado. El viajero avanzó por las traviesas del ferrocarril hacia la puerta majestuosa de Birkenau. Se fue acercando hacia la verja central. El corazón le latía fuerte y galopante. Tras ella podían verse los barracones de madera. Las celdas donde millones de judíos pasaron sus últimas horas, sus desoladores días perdida ya su propia identidad como personas.

Y el viajero penetró en algunos de ellos. Las literas de madera, por llamarlas de algún modo, las letrinas, el suelo, el techo lleno de rendijas por las que silbaba el aire –gélido en la Polonia invernal-…

El viajero respiró hondo y dejó su mirada vagar por el horror.

En cada una de aquellas literas dormían hasta ocho personas, cuando el espacio no parecía poder ser suficiente para dos.

Una carga de paja sucia hacía las veces de jergón. El viajero decidió pensar en las gentes que pasaron allí sus últimos días y un nudo se le formó en la garganta. ¿Quiénes eran? ¿Cómo habían sido seleccionados?

El viajero se acercó a aquellas maderas que una vez sirvieron para poder descansar mínimamente a un puñado de judíos inocentes. Y observó las letrinas colocadas en el centro del barracón. Vinieron a su mente escenas apocalípticas mil veces vistas en el cine y la televisión y, de nuevo, sintió ese escalofrío que ya notó al comienzo.
 
 

Desde la puerta podía ver todavía las vías del tren. Por un momento escuchó las voces de los SS al bajar los prisioneros de los trenes. Vio los grupos separados a derecha e izquierda. Oyó a unos niños llorar…

El viajero trató de despejar su mente y salió fuera del barracón. Un agradable viento fresco le golpeó la cara. Miró hacia arriba y se encontró con la torreta que hay sobre la puerta del campo. Una visión de todas las instalaciones y de las vías del tren, pensó.

Subió por unas pulcras escaleras hasta el último piso de la torre. Desde allí la fascinación del horror se hizo dolorosa. La simétrica colocación de los barracones, las torres de vigilancia, las alambradas… Un mundo escalofriante en el que solo viven los fantasmas de unas vidas perdidas sin razón ni motivo. Un escenario vacío en el que solo el viento pasea de barracón en barracón.

¿O no?

Cuando el viajero revisó las fotos, en una de ellas, realizada desde lo alto de la torre del campo, le deparó una sorpresa curiosa. El flash había producido un reflejo en el cristal, justamente en el lugar en el que las vías del tren confluían para llegar al campo. Quizá los espíritus de los judíos siguen esperando un tren que les devuelva a sus vidas. Un tren que devuelva un tiempo que, tal vez, nunca debió pasar…
 
 

Ya a punto de abandonar el campo, el viajero descubre en Auschwitz el último de los pabellones antiguos del ejército polaco que se usaron como barracones para los presos.

Dos barracones están unidos por dos paredes de ladrillo, una hace de puerta de entrada a un patio interior que los rodea. La otra es sencillamente un muro de contención…

Las ventanas de los dos barracones que dan a ese patio están tapiadas con tablones de madera pintados de negro. El muro que cierra el patio tiene una superficie que el viajero no logra identificar en la que pueden observarse huellas de disparos. Debajo, junto al suelo, un gran número de velas encendidas junto con banderas y lazos de recuerdo indican al viajero la utilidad de aquella pared: es un paredón de fusilamiento.

Sencillamente las ventanas que rodean el patio son las dependencias donde se juzga a los judíos recién llegados. Familias enteras pasan por las estancias que aun se conservan con el mobiliario de la época, donde unos supuestos jueces emitían siempre el mismo veredicto: muerte.

Unas mesas, retratos del Führer, unos lavabos donde aun se amontona la ropa que debieron quitarse algunos judíos para pasar al muro y ser fusilados.
 
 

Y las ventanas están tapiadas para que los judíos que siguen en los edificios no vean lo que sucede. Además el pabellón de la derecha es el lugar donde los médicos del tercer Reich  efectúan sus macabros experimentos.

Estos dos últimos pabellones son la esencia del horror. La muerte disfrazada de legalidad. El terror vestido de bata blanca.

El viajero ve una escalera y trata de huir.

Pero su huida no es más que a los infiernos…

Los sótanos de estos pabellones son las cárceles. Celdas pequeñas casi sin ventilación. Pasillos angostos con una luz mortecina. Rejas continuas a cada paso. El viajero se siente oprimido, le cuesta respirar. Mira por las pequeñas aberturas que hay a la altura de los ojos y observa la siniestra limpieza de las celdas. Su impía soledad. Su falta de alma.

Miles de personas se agolparon en ellas solo hace…algunos años. Y murieron en el piso de arriba, fusiladas o acribilladas por las jeringuillas de médicos sin escrúpulos.

El pasillo se estrecha en un momento determinado. Una estancia algo mayor que una de las celdas ofrece un muro semiderruido y por la parte de abajo tres puertas pequeñas de madera con grandes cerrojos.

Son las celdas de castigo. Espacios minúsculos de sesenta o setenta centímetros de lado en los que, sin posibilidad de permanecer sino de pie, se podían colocar hasta seis y ocho personas que solo podían entrar arrastrándose por la puerta mencionada que solo llegaba a unos cuarenta centímetros de altura.
 
 

La museización del campo permite, a través del muro derribado, entrar a una de las celdas y observar las demás.El viajero no logra imaginar a ocho personas en el espacio que ocupa él prácticamente. Y además, le comentan, la estancia en estas celdas de castigo era de noche. Es decir, el judío trabajada de sol a sol y cuando terminaba su jornada, lejos de volver al descanso de su barracón, era obligado a permanecer de pie, junto con otros compañeros, toda la noche. Obviamente no duraba mucho en esas condiciones.

El horno crematorio, la cámara de gas… Aun quedaban al viajero las experiencias más terribles en su paso por Auschwitz.

El camino hacia las cámaras está jalonado por las horcas públicas donde los nazis ejecutaban a todos aquellos que incumplían  las normas o que intentaban escapar. Una barra metálica en medio de una plaza junto a los barracones.  Placas conmemorativas indican cuántas personas perdieron la vida en el recorrido que el viajero está emprendiendo.

La chimenea se deja ver muy cerca. Algunos pasos más y el viajero estará bajo las duchas por las que el gas Zyklon B “limpiaba” los cuerpos de los prisioneros.

El paso de la luz exterior a la tenue oscuridad interior hace que la escena sea absolutamente dantesca. Una sala amplia, tenebrosa, iluminada con míseras bombillas, con paredes sucias de colores marrones y grises… Unos agujeros en el techo. Una colección de latas de Zyklon como si las acabaran de usar las SS…

La guía explicaba el recorrido, cuantificaba el número de personas que habían muerto bajo nuestras pisadas. El viajero no estaba escuchando. Solo miraba ensimismado alrededor. No sabía qué pensar, qué decir… Las paredes podían dar vueltas o al menos eso le parecía. Los turistas estaban desapareciendo. La sala estaba vacía. Sola. Inmensamente sola. Pero llena de vida. La vida de quienes la perdieron. Los soplos últimos en busca del aire sustraído.  Los ojos fijos en el hilo de gas que caía del techo.
 
 

Alguien llamó al viajero. Había que seguir la visita.

Una puerta a la izquierda. Unos raíles de los que el viajero no se había  percatado… Era el horno crematorio. Un horno con dos entradas, con sendos deslizadores metálicos para empujar los cuerpos traídos en vagonetas pequeñas desde la sala anterior. Un escenario muchas veces visto pero que al natural impide cualquier comparación.

Podría notarse el chirrido del metal al accionar el mecanismo que empuja a los cuerpos hacia las llamas nazis “purificadoras” y el crepitar de los cuerpos desapareciendo lentamente bajo el crujir del fuego.

El viajero necesita salir de nuevo. Tiene que aprovechar la brisa que recorre las alambradas, que mueve las copas de los árboles, que hace susurrar a los ladrillos rojos.

Quizá rojos también están sus ojos.

Y rojo es asimismo el destello que la foto presenta al revelarse. Un juego de luz, un flash que despierta indecente el sencillo sueño de las almas dormidas envueltas en la ceniza suave de su propia existencia.

El viajero sigue las vías de las pequeñas vagonetas. Le llevan a la libertad. Algo que no consiguieron las miles de personas que dejaron su último suspiro en la sala que el viajero acaba de dejar.

Nunca nada será igual, piensa el viajero. Pero recapacita y recuerda las noticias de los telediarios y de pronto comprende que el género humano nunca aprende. Que siempre hay alguien dispuesto a repetir la atrocidad que otro cometió antes.

 
De hecho, el viajero tiene extensos documentos que niegan este holocausto, que justifican los campos de concentración, que tachan de ingenuos, cuando no de mentirosos a quienes creen firmemente en la muerte de miles o millones de personas inocentes a manos de unos seres supuestamente superiores, rubios y arios…

La humanidad siempre está en peligro. Y el peligro no está ahí fuera.

                                                                                  “Las flores se deshacían bajo los chaparrones”
                         
                 (M Huezo. El ángel y las fieras).

 
El viajero sube de nuevo al autobús. Está conmocionado. Pudiera parecer que flota mecido por el recuerdo de la ignominia, de la atrocidad, del horror revivido. La Humanidad está en peligro, se vuelve a repetir. Todos podríamos ser las víctimas de nuevos holocaustos. Siempre habrá un chaparrón que aplaste las flores tiernas que quisieron dar al mundo su color y su fragancia. Siguen vivas en su retina las imágenes terribles que acaba de ver pasar por delante.

Se sigue viendo entre alambradas electrificadas, señales de ¡Alto!, torres de vigilancia, fotos de judíos desaparecidos…
 
 

La carretera sigue avanzando en medio del paisaje que el viajero ya conoce. La explanada que antaño era recorrida por un fantástico nudo ferroviario es ahora cuna de una carretera comarcal sin demasiada importancia. Solo los turistas asisten al santuario de la muerte, a la exposición del horror. Hay convenciones de judíos, de investigadores, de buscadores de nazis (¿O mejor, cazadores?), pero la vida está detenida en Auschwitz. Nada ni nadie se atreven a profanar su ambiente. Incluso los visitantes dejan de lado sus gritos y risas habituales para mantener el respeto  que el recinto merece. Que la vida merece.

El viajero sigue escuchando, mientras se aleja, los datos que ha ido recopilando de las explicaciones, de los carteles explicativos, de su propio sentimiento personal… Quedó particularmente marcado por la “higiene racial”, un concepto que hoy en día casi se cita en algunos medios reaccionarios cuando se trata de combatir la llegada de inmigrantes africanos o de otros lugares.

El vertiginoso desarrollo industrial y urbanístico de la sociedad occidental creó una serie de problemas sociales: hacinamiento, enfermedades sociales, etc. desde mediados del siglo XIX. Pero curiosamente, no se culpó a las nuevas condiciones creadas por el industrialismo de ser responsables. Los enfermos mismos, es decir, las víctimas, pasaron a ser los culpables, por ser pobres y enfermos, pues eso era una señal de su “inferioridad racial”, un signo de degeneración hereditaria. Se creó una nueva “pseudo-ciencia” llamada higiene racial, cuyos ideólogos fueron psiquiatras y antropólogos. Ellos proporcionaron los instrumentos ideológicos para una solución biológica a un problema que era eminentemente social. No era la enfermedad la que debía ser eliminada, sino sus portadores.

Con la llegada de los nazis al poder en 1933, se crearon las condiciones para que estas ideas asesinas pudieran ser puestas en práctica. Para empezar, se ordenó que  cierta categoría de personas fuesen esterilizadas a fin de que no pudieran reproducirse y propagar sus “taras hereditarias”. Y en 1923 Hitler había anunciado que había que prohibir los matrimonios entre alemanes y extranjeros, en particular con negros y judíos.

Según frase del propio Hitler,  “Un estado que en una época de contaminación de las razas vela celosamente por la conservación de los mejores elementos de la suya, un día debe convertirse en el amo de la Tierra”.

Y, de la noche a la mañana, el médico pasó a ser un asesino con diploma, autorizado no para curar sino para matar. Y el ser humano dejó de ser un paciente: pasó a ser un “objeto” o un número tatuado en el brazo.

Muchos médicos comenzaron a afiliarse al partido nazi. Algunos que llegaron a la profesión llevados por el idealismo, rápidamente sintieron las limitaciones que la ciencia les imponía. Se comenzó a abrir paso la idea de que había no solo seres inferiores que deberían ser esterilizados, sino que tenían que ser totalmente eliminados, porque eran “consumidores innecesarios e improductivos” a los que habría que mantener hasta que murieran naturalmente.

Ya durante los primeros años del régimen nazi, se comenzó a realizar una profunda campaña por medio de carteles que demostraban la cantidad de dinero creciente que el Estado debía gastar para mantener a niños defectuosos, frente a sumas mucho menores que se dedicaban a los niños sanos. El objetivo era claro. Si ese dinero se dedicara a los niños sanos, estos podrían desarrollarse mucho mejor. Eran los enfermos y portadores de enfermedades genéticas los culpables por esa situación.

En Septiembre de 1939, el mismo día en que Alemania atacó a Polonia, Hitler firmó un decreto que autorizaba a los médicos psiquiatras a solicitar informes a las instituciones para enfermos mentales y entregar a aquellos, que a su juicio, no tenían una cura previsible o no podían trabajar.

Luego, una comisión visitaba los establecimientos y decidía quien viviría y quien moriría. Estos últimos inmediatamente eran transportados a campos donde eran asesinados por medio de gas. El proceso de matanza comenzó el 9 de octubre de 1939 y se prolongó hasta agosto de 1941.

Sin embargo, las matanzas no cesaron, sino que fueron suspendidas para tomarse un tiempo y estudiar nuevas medidas. Se pensó en aplicar nuevos criterios de selección, incluyendo en las listas de futuros candidatos para ser asesinados a los enfermos tuberculosos, personas mayores incapaces de trabajar y que no podían permanecer mucho tiempo en un mismo trabajo, aquellos que estaban detenidos legalmente por virtud de una condena o aquellos de origen judío, es decir personas que como resultado de su clasificación social o racial no necesitaban de ninguna resolución médica para ordenar su asesinato.
 
 

Los enfermos y heridos traídos de los frentes de guerra, los civiles víctimas de ataques aéreos, que también presentaban serias perturbaciones mentales, fueron trasladados a instituciones para enfermos mentales, donde se les dio muerte, no con gas sino mediante el uso de sobredosis de tranquilizantes.

En Polonia a partir de 1942, se realizan matanzas a escala industrial en Auschwitz-Birkenau o Treblinka. Allí, con métodos totalmente industrializados se podía asesinar a millones de víctimas, a las que conducían desde todos los rincones de Europa….El viajero puede dar fe de ello….

Mientras sigue su marcha, en medio de las canciones típicas de la Polonia profunda, el viajero escucha muy dentro el himno que cantaban los judíos del guetto de Varsovia mientras se enfrentaban a los alemanes. Una canción sentida y humilde que tiene su verdadero espíritu oída en polaco y no en la traducción que el viajero ha podido encontrar…

No pienses  que esta es la senda final,
porque el cielo gris tapó la luz del sol.
Ese momento ansiado llegará
y el clamor  de nuestra lucha escucharán.
El canto por la angustia y el dolor
del trópico hasta el polo ha de sonar
y al regar con sangre nuestros pasos
la esperanza fuerte y pura crecerá.
La canción no es alegre, es canto de fusil,
ni es el aleteo del pájaro en libertad,
son palabras de un pueblo obligado a sufrir,
que con sangre y plomo un futuro escribirá.

La sangre de los judíos, de los polacos, no solo se derramó en los campos de batalla, en los campos de concentración… también –piensa el viajero- continuó derramándose en las mesas de experimentación de los médicos alemanes.

Recuerda el viajero, mientras el autobús se desliza bajo una lluvia incipiente, la historia del capitán médico Sigmund Rascher, poseedor del triste mérito de haber sido el primero en pedirle a Himmler que se emplearan seres humanos vivos en los experimentos de Auschwitz y de Dachau…

O, por ejemplo, el viajero comenta el particular gusto de los nazis por humanizar sus actuaciones:

Para evitar que pudiera ser enterrada una persona viva, se inventó el sistema de los camiones S. Con ellos  además no hacía falta matar en las fosas de exterminio masivo ya  que los judíos eran asesinados en el trayecto. Se trataba de camiones cerrados y cuando se ponía en marcha el motor, penetraba el gas en el interior del vehículo, para matar a sus ocupantes en un tiempo de diez a 15 minutos.
 

Se construyeron camiones S de varios tamaños, con capacidad para 15 o 20 víctimas. Sobre todo se utilizaba con mujeres y niños. Les decían que iban a ser trasladados, pero no les aclaraban que “al otro mundo”. Cuando subían, se cerraban las puertas y ya estaban en una cámara de gas rodante. Se sabe que se emplearon en Checoslovaquia y Polonia. El jefe de la GESTAPO informó de haber exterminado a 340 000 judíos con los camiones S.

Pero... los camiones S dejaron de fabricarse y hasta de usarse en menos de un año, por sus deficiencias y los múltiples problemas que originaron. Hubo quejas de chóferes y de hombres de los comandos, por sufrir fuertes dolores de cabeza, ya que absorbían gas al momento de abrir las puertas. Pero de lo que más se quejaban era de tener que sacar “aquellos cuerpos malolientes y llenos de inmundicia”

El viajero ya no puede soportar más la presión del recuerdo, la visión lejana que aun perdura en su retina y decide dejarse llevar por el sueño. Un sueño reparador, o al menos tranquilo.

Pero el descanso del viajero dura poco. Se agita en su asiento. El sueño le ha transportado a la Varsovia que acaba de conocer.

Unos oficiales de las SS se acercan a su casa. Los oye gritar por la escalera. Sus botas golpean con dureza la madera gastada.

Llegan hasta la puerta. Unos disparos la hacen saltar…
 


El viajero se ve ahora caminando por las calles del guetto. Sus compatriotas no se quejan. Todos llevan sus pocas pertenencias con ellos. Un silencio que solo se ve sobresaltado por las pisadas cansinas sobre los adoquines.

Unos camiones esperan. Y un tren después. El viajero sabe bien qué acontecerá después, pero por mucho que intenta advertir a sus compañeros de desdicha, no puede. Intenta gritarles que salgan de la fila, que se expongan a un disparo de los vigilantes de las SS, que aun así su vida tendrá más sentido que si suben al tren… pero no puede.

Se agita más en el asiento. Empieza a sudar.

El vagón comienza su infernal andadura. El viajero trata de asomarse al hueco que dos maderas mal colocadas han dejado en la pared sucia y desvencijada. Consigue ver un retazo de paisaje apagado. Nada tiene color en el sueño. Solo los vómitos, los excrementos,  la sangre de los que le acompañan.
 
 

El traqueteo impide cualquier concentración. Ya no intenta avisar a nadie del escaso futuro que se cierne sobre todos.

Solo llora en silencio mientras el gélido viento de la Polonia invernal le congela las lágrimas sobre la cara.  Unos minutos más y estarán delante del pórtico de la muerte. El viajero cree escuchar el aleteo de unos pájaros. Trata de verlos por el hueco abierto. Y entonces se da cuenta de que han  llegado. Están allí. Los pájaros indican el camino. Sus alas están cortadas. Sus ojos vendados. Nunca saldrán de allí. Son presos, como ellos. El viajero se estremece al sentir muy cerca las alas de una de las aves…

Las torres de vigilancia, los fusiles, las ametralladoras, los oficiales de las SS… la pesadilla cobra más cuerpo. El viajero no puede articular palabra. Mira hacia el suelo del vagón. O a los guijarros que rodean la vía. Todo corre a su alrededor. También los minutos que le separan de la muerte.

Unos pasos más y las alambradas  lo rodean. Unas farolas siniestras proyectan su sombra hacia un futuro inexistente….
 
 

Y la selección. A la derecha, a la izquierda. Solo es un intermedio, un pellizco de tiempo el que separa una acera de la otra. La muerte espera agazapada tras cada uno de los barracones. Tras el edificio que deja sobresalir una chimenea amenazante.

El viajero mira a su alrededor. Nadie parece verle. Aunque, sin embargo, un oficial le coge del brazo y le empuja hacia un grupo de personas con mirada perdida y gesto amargo.

Un empujón más y el abismo. El viajero nota un calor asfixiante. Una sensación de dulce caída. Una nube que se antepone entre él y la realidad. Una oscuridad que crece. Un infierno que acoge. Y una palabra en la lejanía….

-Hemos llegado.

El viajero abre los ojos. El autobús se ha detenido y alguien está sacando las maletas. Ya no quiere gritar. Respira hondo y mueve la cabeza. Tiene un brazo dolorido. Quizá el empujón del oficial de las SS...

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