Cuando un
dolorcillo más o menos muscular se repite en el tiempo, llega un momento en que
lo sentimos menos. Nos acostumbramos a él como a ese aroma, por muy dulzón o
extravagante que sea, del perfume que alguien nos regaló y un cierto día, sin
darnos cuenta, ya ni lo olemos ni somos conscientes de llevarlo “puesto”.
Algo
parecido nos está pasando con el tranvía. Diríase que ya hay giennenses que han
perdido en el fondo de su memoria para qué eran unas vías con las que se
encuentran mientras pasean por el centro de la ciudad. ¿Restos de una
infraestructura arcaica que salieron a la luz tras una excavación? ¿Signos de
alguna extraña civilización?
El caso es
que, pista deportiva y aparcamiento gratuito aparte, la instalación del tranvía
se nos aparece como invisible. Ya no la vemos como tal.
Hace unos
días, en Zaragoza, me topé con otro tranvía. Me contaron que cuando se
construyó generó cierta controversia pero hoy en día, y así lo comprobé
personalmente, va siempre lleno y su éxito no tiene discusión.
Mirando sus
vagones, pintados en rojo y gris, no pude evitar compararlo con nuestro “dragón
dormido” ya sin vigilancia y sin luz y una desazón intensa y dolorosa se apoderó
de mí. Es difícil recordar ya los tiempos en que se construía, en que se
ofertaba como un medio moderno, asequible, ecológico y vertebrador. ¿Dónde
quedaron esos adjetivos? Probablemente enterrados bajo la capa de césped
artificial que rodea los raíles y, lo que es peor, tras la intransigencia y la
falta de miras de cierta clase política que no sabe distinguir entre intereses
partidistas y desarrollo ciudadano.
Dio la feliz
coincidencia que el tranvía zaragozano con el que me encontré tenía su cabeza
de línea en el nuevo barrio de Valdespartera, un lugar donde las calles tienen
nombre de películas. Una nueva señal que me hizo pensar fue el luminoso que
indicaba su recorrido: Mago de Oz.
Quizá
nosotros también deberíamos peregrinar por el camino de césped ajado –y no de
baldosas amarillas- hasta un imaginario Mago que fuese capaz de echar a andar a
nuestro triste dragón tranviario antes de que la desidia lo convierta en la
ruina que ya casi es.
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