Quizá, lector, te venga a la
memoria la novela de Steinbeck (De
ratones y hombres) o cualquiera de sus
adaptaciones teatrales al leer el título que antecede. ¿Ladridos? Sí. De un
tiempo a esta parte han florecido los amantes de los perros y es raro el
momento del día en que no te topas con un ejército de canes -y con sus dueños- de todas las raleas
imaginables. Perrillos insignificantes, elefantiásicos, mimosos, terroríficos, de
mirada tierna o de ojos inquietantes se dan cita en calles, plazuelas y
comunidades de vecinos sin que haya norma alguna que encauce sus acciones o, si
la hay, su cumplimiento deje mucho que desear.
Conozco en propia carne a un
grupo de esas mascotas que, no habiendo recibido de sus propietarios el más
mínimo atisbo de educación canina, ladran y ladran y vuelven a ladrar, como en
un villancico sin fin, a cualquier hora del día y de la noche inundando patios,
escaleras y viviendas vecinas con ese bello cántico que, si bien a sus amos no
parece incomodar, a los pobres mortales que vivimos cerca nos impiden una
mínima concentración cuando no conciliar el sueño.
Alguien debería fundar la
Asociación en defensa del sufridor del ladrido impenitente, cuando no la del
pisador de cacas abandonadas o del atufado “recorredor de esquinas” enfangadas
por pises perrunos. ¿Está reñido el amor por ese noble animal con las mínimas
reglas de vivir en sociedad?
Me consta que hay vecinos que
dejan solos a sus idolatrados canes durante horas y horas en pisos y terrazas con
el consiguiente concierto de lamentos y aullidos. Otros les permiten evacuar
sus naturales necesidades sin preocuparse ni del lugar elegido ni, por
supuesto, de su recogida. Algunos más, pasmémonos, te afean tus palabras si
osas hacerles alguna indicación sobre sus perros. Parece que son ellos los
buenos ciudadanos. ¿No existe el derecho al descanso, a la tranquilidad, a la
convivencia sin ladridos y cacas perdidas?
Seamos cívicos y responsables.
Los perros han de ser educados para vivir en comunidad, obviamente. Pero, viendo
lo que vemos, también sus propietarios necesitan clases urgentes de urbanidad
e, incluso, de sentido común. Steinbeck hubiera
podido escribir al respecto…
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