domingo, 18 de enero de 2015

La corporación.


 
 
Hace varios veranos, en las páginas de Diario JAÉN, publiqué una de mis columnas. En aquella ocasión se titulaba “La Corporación” y era una llamada de atención hacia los tejes y manejes de las empresas que se dedican a embellecer supuestamente nuestro exterior mientras nos manejan y esquilman los bolsillos. Una de ellas, precisamente a la que aludía el texto,  la Corporación Dermoestética, ha acabado en la quiebra y dejando a los incautos clientes con sus pechos sin siliconar, sus carnes sin reducir o sus caderas sin remodelar. No quiero que esto último suene a mofa, ni mucho menos. Es una manera de apuntar el peligroso juego a que algunos se han dedicado basándose en los deseos de esa imagen impoluta a que los condicionamientos sociales parecen abocarnos sin remedio. Me permito hoy sacar del baúl del recuerdo aquel artículo quizá en homenaje a quienes han visto truncadas sus esperanzas de un cuerpo diez sin recordar que la verdadera imagen no radica en las lorzas, en las pieles de naranja o en los senos turgentes. No. Todos sabemos que la belleza no radica ahí precisamente. No lo olvidemos nunca.

 

LA CORPORACIÓN.

Rock Hudson, aquel Comisario MacMillan de la tele, protagonizó, en los sesenta, una película de serie B de la que he olvidado el título, pero cuyo argumento late con fuerza en mi interior. Un ejecutivo, por diferentes motivos que no aclararemos al lector interesado, decide tomar parte en una misteriosa trama en la que cambia completamente su apariencia física.

El tono es sombrío. Denota tintes de culpabilidad, secretismo y dudas existenciales. Cada golpe de bisturí, cada tendón alterado para cambiar la forma de la escritura, cada implante, genera en el sujeto una irremediable congoja que necesita de un fantasmagórico club en el que apoyarse mutuamente los miembros ya iniciados.

Aquel grupo no tenía nombre pero, bien pensado, podría llamarse “La Corporación”.

Hoy, lustros después, la categoría de “operados” ha dejado las lúgubres tinieblas de la invisibilidad y campea por nuestra sociedad haciendo bandera.

Una sociedad de nombre similar al que hemos dado en asociar a aquel grupo de la película, anuncia en todos los medios su poder regenerador de juventudes perdidas, su amor por la belleza retocada, por la sonrisa pintada, el pelo injertado, los muslos cosidos y el pecho relleno como una vulgar empanada de siliconas varias.

Modelos de cuerpo soñado se permiten restregarnos, con su mejor sonrisa, eso si, que ellos y ellas  “han ido a la Corporación”. ¡Qué diría el pobre Rock Hudson si levantara la cabeza!

Hay que sentirse bien, afianzar la autoestima, salir a comernos el mundo cada mañana. Mirarnos en los espejos de la vida y ver en ellos no el cuerpo sencillo, mediterráneo y anodino con que la naturaleza nos dotó en su tiempo, sino unos senos curvilíneos que pueden aumentar o disminuir de talla a voluntad del cirujano, un torso masculino tableteado incluso sin gimnasio, unas cartucheras sin pistola, una nariz respingona de acuerdo a la moda del momento, unos dientes de blanco deslumbrante ajenos a la rutina de una alimentación diaria también racionada, estabilizada y adaptada para que el cuerpo mantenga una talla inhumana…

Y todo ello se publicita a los cuatro vientos sin que  nadie ose contradecir a los nuevos gurús.

No hace falta ya vender un alma a los diablos infernales para asegurarse una juventud indemne al calendario. Solo hay que inscribirse en La Corporación y ellos se encargan de todo incluyendo un repaso a tu cuenta corriente.

La nueva religión parece ser la cirugía. Su símbolo, un bisturí cruzado sobre una mórbida bolsa de silicona. Los sentimientos personales, la vida interior, la belleza de un cuerpo normal y sano ya no tienen sentido. Solo lo nacido del quirófano, de ese útero maligno que nos impulsa a comulgar con el dios Botox rodeado de hilos de oro.

La Corporación va inaugurando satélites en todos y cada uno de los núcleos de población lo suficientemente repletos de gentes ansiosas de vivir al otro del espejo donde las canas, los michelines, los dientes coloreados tras toda una vida, las patas de gallo o las “arruguitas de expresión” solo sean vestigios del pasado.

Nadie parece observar el peligro que nos acecha. ¿Conseguirán imponer sus criterios estéticos al mundo? Tengo miedo.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario