Hace varios veranos, en las
páginas de Diario JAÉN, publiqué una de mis columnas. En aquella ocasión se
titulaba “La Corporación” y era una llamada de atención hacia los tejes y
manejes de las empresas que se dedican a embellecer supuestamente nuestro exterior
mientras nos manejan y esquilman los bolsillos. Una de ellas, precisamente a la
que aludía el texto, la Corporación
Dermoestética, ha acabado en la quiebra y dejando a los incautos clientes con
sus pechos sin siliconar, sus carnes sin reducir o sus caderas sin remodelar.
No quiero que esto último suene a mofa, ni mucho menos. Es una manera de
apuntar el peligroso juego a que algunos se han dedicado basándose en los deseos
de esa imagen impoluta a que los condicionamientos sociales parecen abocarnos
sin remedio. Me permito hoy sacar del baúl del recuerdo aquel artículo quizá en
homenaje a quienes han visto truncadas sus esperanzas de un cuerpo diez sin
recordar que la verdadera imagen no radica en las lorzas, en las pieles de
naranja o en los senos turgentes. No. Todos sabemos que la belleza no radica
ahí precisamente. No lo olvidemos nunca.
LA CORPORACIÓN.
Rock Hudson, aquel Comisario
MacMillan de la tele, protagonizó, en los sesenta, una película de serie B de
la que he olvidado el título, pero cuyo argumento late con fuerza en mi interior.
Un ejecutivo, por diferentes motivos que no aclararemos al lector interesado,
decide tomar parte en una misteriosa trama en la que cambia completamente su
apariencia física.
El tono es sombrío. Denota tintes
de culpabilidad, secretismo y dudas existenciales. Cada golpe de bisturí, cada
tendón alterado para cambiar la forma de la escritura, cada implante, genera en
el sujeto una irremediable congoja que necesita de un fantasmagórico club en el
que apoyarse mutuamente los miembros ya iniciados.
Aquel grupo no tenía nombre pero,
bien pensado, podría llamarse “La Corporación”.
Hoy, lustros después, la
categoría de “operados” ha dejado las lúgubres tinieblas de la invisibilidad y
campea por nuestra sociedad haciendo bandera.
Una sociedad de nombre similar al
que hemos dado en asociar a aquel grupo de la película, anuncia en todos los
medios su poder regenerador de juventudes perdidas, su amor por la belleza
retocada, por la sonrisa pintada, el pelo injertado, los muslos cosidos y el
pecho relleno como una vulgar empanada de siliconas varias.
Modelos de cuerpo soñado se
permiten restregarnos, con su mejor sonrisa, eso si, que ellos y ellas “han ido a la Corporación”. ¡Qué diría el
pobre Rock Hudson si levantara la cabeza!
Hay que sentirse bien, afianzar la
autoestima, salir a comernos el mundo cada mañana. Mirarnos en los espejos de
la vida y ver en ellos no el cuerpo sencillo, mediterráneo y anodino con que la
naturaleza nos dotó en su tiempo, sino unos senos curvilíneos que pueden
aumentar o disminuir de talla a voluntad del cirujano, un torso masculino
tableteado incluso sin gimnasio, unas cartucheras sin pistola, una nariz
respingona de acuerdo a la moda del momento, unos dientes de blanco
deslumbrante ajenos a la rutina de una alimentación diaria también racionada,
estabilizada y adaptada para que el cuerpo mantenga una talla inhumana…
Y todo ello se publicita a los
cuatro vientos sin que nadie ose
contradecir a los nuevos gurús.
No hace falta ya vender un alma a
los diablos infernales para asegurarse una juventud indemne al calendario. Solo
hay que inscribirse en La Corporación y ellos se encargan de todo incluyendo un
repaso a tu cuenta corriente.
La nueva religión parece ser la
cirugía. Su símbolo, un bisturí cruzado sobre una mórbida bolsa de silicona.
Los sentimientos personales, la vida interior, la belleza de un cuerpo normal y
sano ya no tienen sentido. Solo lo nacido del quirófano, de ese útero maligno
que nos impulsa a comulgar con el dios Botox rodeado de hilos de oro.
La Corporación va inaugurando
satélites en todos y cada uno de los núcleos de población lo suficientemente
repletos de gentes ansiosas de vivir al otro del espejo donde las canas, los
michelines, los dientes coloreados tras toda una vida, las patas de gallo o las
“arruguitas de expresión” solo sean vestigios del pasado.
Nadie parece observar el peligro
que nos acecha. ¿Conseguirán imponer sus criterios estéticos al mundo? Tengo
miedo.
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