Mi pequeña crónica del estreno de FLORENCE FOSTER, LA PEOR CANTANTE DE ÓPERA DEL MUNDO, en Salala Paca. Con Amada Santos y Oliver Gil. (Publicado en DIARIO JAÉN el 8 de octubre de 2024)
¡Canta,
Florence, Canta!
Pedro A.
López Yera
Florence Foster Jenkins se ha
reencarnado en nuestro Jaén y lo ha hecho en el magnífico trabajo actoral, de dramaturgia
y de dirección de Amada Santos. Aquella ricachona neoyorkina de las primeras
décadas del siglo pasado está, por mérito propio, en la historia del bel canto.
Pero no por su precisión con las notas, su alto voltaje en cuanto a la
interpretación ni su toque especial en cuanto a la recreación de las grandes
obras del género. No. Se encuentra en esa “cumbre” solo por desafinar y
transformarse en una especie de clown al que el público acudía con la carcajada
dispuesta, la burla encarnizada y el desprecio cruel.
Ella, quizá enferma, quizá mal
aconsejada, quizá autoconvencida de sus cualidades operísticas, escuchaba, no
cabe duda, su voz de distinta manera a la que la percibían quienes la
observaban desde el patio de butacas o en los discos que, sorpresivamente, llegó
a grabar. Se dice que fue la sífilis contagiada por un marido “a la huida” o,
ya jocosamente, por el accidente de taxi que se menciona en la obra, pero de
una u otra forma Florence se autoconsideraba una cantante de exquisita
categoría. Tampoco la relación con su padre parecía ayudar y ese es otro de los
aspectos clave para entender que ella quisiera triunfar y plantarse frente a él
con una carrera artística de renombre.
El renombre lo consiguió, sin
duda. Pero el precio que pagó fue muy alto. Ese último concierto en el
neoyorkino Carnegie Hall, horas que recoge la adaptación que se presentó en la
Salala Paca, fue el detonante final. Las críticas demoledoras la hundieron de
tal forma que ya nunca se recuperó.
No obstante, como bien subraya
Amanda Santos en su libreto, el éxito tiene unas líneas muy evanescentes y más
todavía si lo incardinamos con la propia felicidad. Oliver Gil, magistral
también en su papel de Cosme McMoon, el pianista que trata de centrar a
Florence en algunos momentos, se lo hace ver: ¿Has sido feliz cantando? Y sí,
ella lo fue mientras duró su ilusión, su creencia en lo maravilloso, su ingenua
visión de un mundo que no era tal y como ella lo percibía.
El montaje merece que mencionemos
la música de Sitoh Ortega, el espacio escénico de Nati Kabuki y, como no, el
vestuario de Lorena Calada que recrea con mimo el esperpéntico look con el que
Florence gustaba de “pavonearse” en sus actuaciones. Y en ese espacio que, por momentos pasa a ser
el grandioso escenario del New York de 1944 y en otros una especie de camerino
expandido más allá de lo físico para dejarnos entrar en el alma de Florence, y
de Cosme, en ese recoleto rectángulo tras el telón rojo de Salala Paca, somos
los espectadores los que reímos, pero también empatizamos con alguien que fue
capaz de sobreponerse a todas las zancadillas, ajenas y personales, para
cumplir un sueño. Al final devino en
pesadilla, pero mientras duró la hizo rozar la felicidad con las manos ya que
no con sus agudos.
Cuando Oliver Gil, un impecable
Cosme, nos invita a regar con claveles rojos a una exultante Amada
Santos/Florence es realmente el ímpetu de empujarla en su ambición de triunfar
lo que nos hizo lanzarle esas flores que, por otra parte, dan título a los “Clavelitos”
que tanto le gustaba cantar en sus conciertos. Unas “performances” que siempre
se desarrollaban en ambientes íntimos como los encuentros con sus “elegidos” en
el Ritz-Carlton. Quizá la Florence de 76 años necesitaba el último empujón para
la gloria y en el Carnegie lo encontró, aunque no como a ella le hubiese
gustado.
Hasta esta nueva “encarnación” y
salvo el exhaustivo documental que podemos ver en Netflix, la figura de
Florence se nos aparecía con el rostro y gestualidad de Meryl Strepp acompañada
por Hugh Grant en la gran -y pequeña- pantalla dirigidos por Stephen Frears
pero ahora pasan a ser Amada y Oliver los rostros con que asociaremos esta
historia de superación o de autoestima más allá de la realidad.
Esas alas con las que Florence
gustaba de presentarse ante su público, amén de los constantes cambios de
fastuosos y deslumbrantes vestuarios, son, quizá, la metáfora de su propia
vida. Llegó a lo que siempre deseó a una edad, 41 años, habiendo dejado atrás
una juventud en la que luchó por levantar la cabeza, la garganta y la música. Y
voló libre por encima de los convencionalismos, de la realidad incluso.
Desgraciadamente, como el viejo aforismo, más dura fue la caída. La lucha, no
conseguida, de Oliver/Cosme por evitar que “la estrella” pudiera darse cuenta
de las críticas demoledoras que cerraron su actuación dio ese giro de tuerca a
una historia abocada no ya al fracaso sino al enfrentamiento cara a cara con lo
que el público veía y escuchaba y la toma de conciencia de que no coincidía en
absoluto con lo que supuestamente Florence les ofrecía.
En la obra, en un último esbozo
final. Amada/Florence ironiza… “El médico de la sífilis me dijo que había
quedado tocaba un poco del oído” Y ahí nos quedamos con la sonrisa congelada y
ese pellizquito que nos sobrecoge viendo que el humor puede conseguir dar la
vuelta a las circunstancias adversas. Florence podía tener mal el oído, el
sentido de la afinación, incluso un poco desajustado algún “tornillito” allende
las neuronas cantantes, pero de lo que sí disponía era de una tremenda fuerza
de voluntad y de superación. Ella cantaba seriamente y el público respondía con
carcajadas. -Son gente enviada por mis rivales, decía, gente sin sentido
musical. Y seguía lanzando sus gorgoritos iracundos y desafinados, esos que
para ella eran sonidos celestiales. Un cielo al que llegó unos meses después de
aquel aciago día en el Carnegie Hall, quizá a lomos de sus inefables alas de
plumas.
Florence/Amada y Cosme/Oliver
acaban la obra abrazados bajo una luz de Luna que brilla entre las gasas que
fueron telón, vestido, sueños…
La realidad asumida o no, siempre
nos alcanza. Cae el telón, pero hay un aria que parece sonar en mitad de los
aplausos… Seguro que proviene de su disco. Una grabación con un título que nos
aturde sabiendo que es ella quien canta: “The Glory of the Human Voice”. Desde
luego si no te das mérito y te publicitas tú misma, ¿quién va a hacerlo mejor?
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