Sentir la hierba bajo tus pies, acariciarla con la mano, oler su frescura por primera vez es esa experiencia que deja los sentidos asombrados, los ojos muy abiertos, la pituitaria ansiosa de seguir descubriendo, la piel casi erizada no ya por la brisa sino por la nueva sensación del aire transparente, libre, que inunda los pulmones abriéndolos de una nueva forma, remodelándolos tras el tránsito de la ciudad.
Levantar la cabeza y descubrir que el horizonte es distinto a cada lado, mirar y no dejar de ver, escuchar el sonido de la naturaleza, sentirse libre casi por primera vez como ese aire, esa envoltura, nos regresara al plácido estado amniótico del que tanto nos costó “desaprender” para lanzarnos a la aventura de la vida.
Mancharse las manos de verde, olerlas, identificarlas como nuestras, agitarlas para mover la brisa… un día para no olvidar, para dejarlo incrustado entre las primeras neuronas despiertas que, poco a poco, despiertan a las demás para provocar ese aquelarre de autoafirmación, de sentirse una persona nueva aun sin saber identificar el concepto, pero sabiendo que avanzamos y que nada nos podrá detener.
Un día nuevo. Un día más.
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