En alguna ocasión alguien me planteó que siempre había vivido “en un aula”. Primero como alumno
en todas las etapas educativas que, incluso, fueron cambiando de nombre y de extensión a lo largo
del tiempo. Luego, sin apenas intervalo, como docente. Mi universo siempre ha estado ligado
íntimamente a la enseñanza, a esos chavales a los que siempre he llamado “mis niños”.
Desde dentro, la visión que se podría tener de la educación, la que tengo realmente, es que
progresivamente se han ido disminuyendo los niveles de exigencia, de conocimiento, y ello ha
incidido de forma notable -para mal- en los rendimientos. Sin embargo, para camuflar esa bajada
exponencial se ha ideado un peculiar sistema consistente en despistar con las calificaciones o,
incluso, prescindir de ellas. Se diría que ciertas prácticas escolares que incluyen los libros de texto, los
deberes, el esfuerzo personal y todo aquello que tiene connotaciones más o menos “arcaicas” para la
pléyade de psicopedagogos, terapeutas, psicólogos y otros oficios adheridos a la marcha escolar de
los niños y niñas, se han desterrado de la escuela.
Todo ha pasado a ser vivencial, competencial, etéreo, intangible, áureo y… virtual. Pero ¿es esta
visión la panacea universal? Cada vez más se están levantando voces que abogan por un cambio en
estos planteamientos. Gregorio Luri, a quien le encanta que le llamen “Maestro de Escuela” y gran
referente entre los estudiosos de la educación en nuestro país acaba de publicar “Prohibido repetir”
con un subtítulo que, como compañero de aulas, no tengo por menos que aplaudir: Una propuesta
apasionada para salvar la escuela.
¿Necesita nuestra escuela ser salvada? Mi respuesta es sí. Como afirma, la docencia es cada vez una
profesión menos atractiva. Los estudiantes se han convertido en consumidores y los profesores en
proveedores de servicios que pretenden lograr el bienestar de los estudiantes a expensas del éxito
académico, cuando debería ser al revés.
Luri, docente en todas las etapas educativas, escritor reconocido y columnista sobre educación y
filosofía, nos plantea que, a pesar de toda la parafernalia con que adornamos nuestras aulas, no
sabemos garantizar la calidad del sistema. El título de su obra hace referencia a que la palabra
“repetición” nos transmite rauda y velozmente supuestos daños emocionales en el repetidor,
ignorando y cito textualmente, “los perjuicios a los que se condena de por vida a aquellos que
finalizan su enseñanza obligatoria con dificultades severas a la hora de comprender un texto
mínimamente complejo”. A ellos y a la sociedad, añado.
La educación necesita creer y confiar en ella misma por encima de planteamientos que la disfrazan y
distorsionan en busca de meros engaños al alumno, al profesor y a la sociedad. Y con ello solo se
consigue un peligroso status de ciudadano muy tecnológico dado a la virtualidad, pero carente de
base que le hagan crecer realmente como persona con capacidades críticas sin posibilidad de caer en
burdas manipulaciones que, con poco escarbar, podemos encontrar en las propuestas deslumbrantes
que no necesitan estudio, ni esfuerzo, ni nada que se le parezca. La vida real que está más allá del
sistema educativo no es ese entramado de postulados psicopedagógicos de vanguardia que se han
apropiado de la educación.
Puvlicado en DIARIO JAÉN el 19 de octubre de 2024
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