ISABEL MARFIL CASTILLO. IN MEMORIAM.
Isabelita, nuestra tía, la última
representante de un tiempo complicado y feroz, nos dejó hace unos días para
volver a reencontrarse con Juan, su marido, y con sus mellizos. Unos niños que
la dejaron cuando eran aun bebés en aquella vorágine de tiempos inhumanos en
que el país trataba de balbucear de nuevo tras la sangre de una guerra
fratricida. Pero su amor de madre apesadumbrada aun habría de pasar por otra
terrible experiencia: la de no volver a serlo por obra y gracia de algún
desafuero médico nunca aclarado.
Isabelita y Juan se refugiaron en una
Barcelona industrial acogedora de gentes como ellos, llegados en busca de
mejores horizontes y primero en Sarriá y luego en Santa Coloma, hicieron hogar
y futuro sin dejar de pensar en esta tierra suya siempre añorada. Todos los
veranos y celebraciones atravesaban "Renfe a través" todo el país
para reencontrarse con los suyos hasta que a finales de los ochenta, llegada la
jubilación de Juan, acarrearon con todos sus bártulos para instalarse
definitivamente en “su” Jaén. Y ahí empezó una nueva etapa en nuestra historia
en común. Una relación íntima, intensa e inmensa que sufrió un golpe con la
marcha de Juan hace unos años (2.002) y que intensificó aun más la unión con
Isabelita. Se fueron también sus amigas de Santa Coloma con las que mantuvo la
amistad por encima de la distancia a base de teléfono y de aquellas cartas que
transportaban entonces sentimientos en lugar de facturas. Se fue perdiendo su
universo conocido pero se abrió un inconmensurable espacio sideral en el que
ella vivía rodeada de esa magia en la que los recuerdos son tan vivos que
parecen regresar a tu lado. Sus padres, su marido, sus niños, iban y venían del
más allá al más acá en un intercambio fluido de cariño y amor y le empujaban a
mantenerse a flote en un mar en el que a ella le asustaba mucho sentirse
naufragar. Isabelita cayó un día por la escalera quizá en busca de alguien que
pareció llamarla. Su cadera primero y todo su cuerpo después no resistieron el
envite y su alegría se fue apagando como la llama que ya no tiene cera en la
que prender. Isabelita se fue finalmente a ese escenario para el que llevaba
algún tiempo atesorando la "entrada". Y nos dejó con la congoja puesta,
con el espíritu retorcido, con la constancia de que el verso de Manrique es tan
real como la vida, o quizá como la muerte misma.
Claro que quizá, ese cuerpo tranquilo entre
tules blancos no era Isabelita, solo su pálido reflejo. Ella era algo distinto.
Sus ojos no se han podido apagar de ese modo. Brillan aun. Lo sé. Y su sonrisa
franca sigue flotando también sobre el oxígeno que respiramos. Noto todavía el
tacto de su piel cansada sobre mis manos y me parece que podría acariciar su
pelo coquetamente virado en chocolate. Apenas quedaba espacio en su calendario
para el noventa cumpleaños. Apenas un suspiro más y hubiéramos celebrado una
vuelta más de las manecillas de su vida. Pero el mecanismo decidió fallar.
Isabelita acaricia ahora las caritas
trémulas de sus mellizos, que la han acompañado, junto con Juan, en su último
sendero. Y nota la mejilla de su compañero junto a la suya. Isabelita sonríe y
trata de enjugar nuestras lágrimas. Isabelita se diría feliz. Quizá nosotros
deberíamos serlo también recordándola.
Apaciguaremos el dolor, superaremos el
bache, miraremos hacia arriba y hacia adelante mientras Isabelita, cuyo único
premio fue, aparte del calor y el amor de los suyos, un disco dedicado en Radio
Barcelona. Una canción de las que hacían llorar en tierra extraña y que ella,
ahora, tararea libre, superando tiempos y distancias.
Adiós, Isabelita. No apagues nunca tu
sonrisa.
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