He aquí
dos niños en mitad del aparente orden que el fotógrafo impuso. Miguel y Ramón. Hernández
y Sijé. Amigos. Compañeros. Transidos de dolor y de poesía serían después
asaeteados por la historia de un modo u otro. Al final sus certificados de
defunción hablan de bronquitis y tifus, tuberculosis y
septicemia. Pero nosotros sabemos que por encima de la enfermedad, en especial
de Miguel, hay otra capa de ignominia vestida de pena capital conmutada en
dolencia crónica.
Aquí son niños con alma de niño y miran al
frente con su maestro. Perdón, con su Maestro. Hay palabras que lo merezcan o
no gramaticalmente deberían llevar siempre la mayúscula prendida en el ojal.
Una es esa, Maestro. Otra es Poeta.
Y en esta foto ambas se dan la mano y la mirada. Nada de vivir “sin
alas y oscuramente” como diría el verso. Nada que indicara “en la madrugada del
tiempo” que se “hundiría en la noche” el niño que fueron. Aun quedaba en el
tintero insomne el grito, aquel de “Que mi voz suba a los montes
y baje a la tierra y truene, eso pide mi garganta desde ahora y
desde siempre”.
Y la vida les hizo bajar del estrado de la foto y lanzarse al agua
sangrienta para ser “ruiseñor de las desdichas” “bravo como el viento bravo,
leve como el aire leve”.
La lucha llegó apenas tras unas hojas arrugadas de almanaque y “mientras
que te queden puños,
uñas, saliva, y te queden corazón, entrañas, tripas, cosas de varón
y dientes” invitaron a “vivir
mientras el alma suene”. Al fin y al cabo, ya lo cantó Miguel, “aquí
estoy para morir, cuando la hora me llegue pues varios tragos es la vida y un
solo trago es la muerte”.
Pero todo cuesta, “el sudor es un árbol desbordante y salado, un
voraz oleaje” y con él –decía- con su espada de sabrosos cristales, con sus
lentos diluvios, nos hará transparentes, venturosos, iguales”. “El hombre yace.
El cielo se eleva. El aire mueve”.
Y la vida, el sudor, la sangre, el amor... -“Sólo quien ama vuela. Pero ¿quién
ama tanto que sea como el pájaro más leve y fugitivo?”- palabras que son
hechos, piedras sillares, adoquines cuan cimientos de luz que nos hacen
vislumbrar más allá de los corsés diarios a los que abrir deberíamos las
costuras y ballenas: ¿Quién ha puesto al huracán jamás ni yugos ni trabas, ni
quién al rayo detuvo prisionero en una jaula?
Sí, Miguel. Sí, Ramón. Amigos de aula. Compañeros de verso. Camaradas
de sangre. Amantes de sones y tañidos: “Cantando espero a la muerte, que hay
ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas”. El
dolor y su manto vinieron a vuestro encuentro
y escuchamos un lejano tintineo de versos engarzados con lágrimas de orgullo: “Si
me muero, que me muera con la cabeza muy alta. Muerto y veinte veces muerto, la
boca contra la grama, tendré apretados los dientes y decidida la barba”.
Setenta y cinco años, Miguel, setenta y cinco, han pasado como
soplos de madrugada sobre los olivares que tu verso elevó a las alturas.
Setenta y cinco elegías como espejos de feria inocente. Setenta y cinco paseos “vestido de esqueleto, durmiéndote
en el plomo”. Y, sin embargo, ya ves, setenta y cinco golpes que no han dejado
dormir nuestra memoria pues “no pudo con tu muerte la lengua del gusano” ni el
olvido cruel, ni el inducido. “Muere un Poeta y la creación se siente herida y
moribunda en las entrañas” pero en el irredento baile de las neuronas
despiertas, su verso renace en nuestro despertar. Día tras día. Año tras año.
Setenta y cinco años y setenta y cinco más.
“Como si paseara con tu sombra, paseo con la mía”, Miguel. Déjame
imaginar que alguna vez seré Poeta. Al fin y al cabo soy –fíjate- uno de esos “Andaluces
de Jaén” a los que cantaste para que desatáramos nudos “sobre las piedras
lunares”, para que fuéramos libres asomados a las lomas vestidas de olivares.
Por ti, Miguel. “Tu risa –tu verso- me hace libre, me pone alas. Soledades
me quita, cárcel me arranca”.
Traguémonos juntos la Luna.
(Las frases entrecomilladas son versos de Miguel Hernández)
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